Nostalgia de los jardines

En Cuarentena por

He de admitir que, confinado como estoy en un piso del centro de Madrid, envidio a las personas que viven a las afueras, en casas ajardinadas. Tal vez idealice su cotidianidad, pero las imagino leyendo Crimen y castigo bajo el agradable sol primaveral, paladeando una copa de vino tinto mientras un jilguero canturrea a su lado o incluso jugando al tute sobre el césped recién cortado. Y, en el preciso momento en que tales fantasías me asedian, cruza mi mente, como un espectro ágil y sombrío, la idea de que el mundo es un lugar de injusticias y de que yo estoy en el nutrido bando de quienes las padecen.

Evidentemente, es ésta una idea de la que conviene zafarse (al fin y al cabo, ¡mi pequeño drama palidece al lado de los tormentos que muchas personas están sufriendo durante estos días!); pero que, aun así, nos sugiere algo importante: que tal vez los hombres estemos hechos para vivir en casas con espléndidos jardines, y no hacinados cual hormigas en edificios que se elevan hasta las nubes como queriendo aguijonear y herir a Dios con su fealdad.

Pero ¿por qué esto es así? ¿Por qué el hombre que habita en cajas de cerillas desea, en cambio, un hogar ajardinado? El marisabidillo de la clase, que se sienta en primera fila y se cree mucho más inteligente de lo que es, podría impugnar nuestro razonamiento y alegar que todo hombre desea lo que no tiene. Así de simple. Y la afirmación sería innegable en su obviedad: el hombre, claro, sólo puede desear lo que no tiene porque, si lo tuviese, no lo desearía. Sin embargo, su perogrullada no bastaría como respuesta al interrogante formulado. ¿Acaso una persona que no sufre envidia a una que sufre? ¿Acaso el que sobrevive envidia al que muere? Parece que el hombre que no tiene un jardín no desea el jardín sólo porque no lo tenga, sino porque reconoce en él un bien.

Sorteada la astucia del marisabidillo, la siguiente pregunta que deberíamos plantearnos es por qué el hombre reconoce el jardín como un bien, como algo lo suficientemente valioso para desearlo. No obstante, nada más formularla, reparamos en que hay otra objeción – ésta mejor encaminada que la anterior – que nos pone en un brete: “Es cierto que los hombres desean aquello que consideran bueno. Pero ¿cómo demostrar que aquello que los hombres consideran bueno es bueno realmente? Así, aunque muchos hombres los deseen, las riquezas y el dominio sobre los demás no son buenos. ¿Cabe la posibilidad de que anhelemos los jardines como anhelamos la fortuna y el poder?”

La lógica del beneficio

A lo largo de la historia, el hombre se ha relacionado con la realidad circundante de dos modos diferentes. Por un lado, la ha utilizado como medio para subsistir y progresar, sí; pero, por otro, la ha contemplado, la ha amado y se ha afanado en conocerla con verdad. En cierto modo, la actitud del ser humano con lo real es semejante a la del buen lector con sus libros: además de servirse de ellos para aprender, los cuida con ese mimo con que sólo cuidamos lo que amamos. Son objetos, sí, pero ante él también se manifiestan como sujetos, como realidades más valiosas por lo que son que por lo que dan.

Desde hace algunos siglos, sin embargo, el equilibrio antaño existente entre estas dos formas de relacionarnos con lo circundante se ha quebrado. El bullicio de la lógica de la utilidad ha terminado por acallar el susurro de la lógica del amor. El hombre ha sucumbido a la inmemorial tentación de objetivar la realidad, de instrumentalizarla. Donde antes preguntaba “¿qué es?”, ahora simplemente pregunta “¿para qué sirve?”. Y si la respuesta es que lo que tiene ante sus ojos no sirve para nada, que, lamentablemente, no reporta beneficio cuantificable alguno, esboza una mueca de desagrado y se va por donde ha venido.

La degradación es tal que la lógica del beneficio ha invadido incluso el ámbito de las relaciones humanas. No hace falta que entremos en una discoteca o que observemos el comportamiento de un pornógrafo para percatarnos de ello; basta con que nos miremos en el espejo: a menudo disponemos de nuestros amigos o de nuestros familiares como si fuesen instrumentos a nuestro servicio, a menudo permanecemos con ellos simplemente porque nos conviene. Ya no se presentan ante nosotros como sujetos a los que entregarse, sino como objetos de los que disponer.

El jardín como reducto

El lector más paciente, que ha resistido con estoicismo esta balbuciente reflexión filosófica, se preguntará qué diablos tiene que ver todo esto con la cuestión inicial. En realidad, tiene mucho que ver, pues sostenemos que nuestro deseo de jardines está cargado de nostalgia de esos tiempos en los que la lógica del beneficio no había eclipsado la lógica del amor. Pensémoslo. Quien tiene jardín no elige los geranios porque sean especialmente eficientes, ni tampoco se decanta por las hortensias en detrimento de las lavandas porque tenga la íntima convicción de que son más productivas. Ni siquiera planta dos abedules en paralelo para que sirvan de portería a sus hijos (aunque luego, de hecho, sus hijos los utilicen como portería). El criterio es bien distinto. No compra los geranios, las hortensias y los abedules para algo, sino por algo. Los compra porque sospecha que, distribuidos armónicamente en un espacio concreto, pueden “quedar bien”; los compra, en fin, porque le resultan bellos.

Así pues, no es extraño que el jardín se dibuje en nuestra imaginación como ese sagrado lugar en el que lo inútil todavía reina sobre lo útil, como ese templo en el que, más que usar objetos, admiramos sujetos. Ahí está el origen de nuestro deseo y también la causa de que esté teñido de nostalgia. Cuando nos sentamos sobre el césped de un jardín hermoso y miramos a nuestro alrededor, nos sobreviene la certeza de que el mundo no es un lugar tan inhóspito como suponíamos y reparamos, por añadidura, en que una casa que no lo tiene no es del todo un hogar.

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Director de la editorial Homo Legens. Graduado en Periodismo y Relaciones Internacionales. “Non intratur in veritatem nisi per caritatem”.