He hallado en mi indolencia de hombre confinado la fórmula magistral de la pedagogía doméstica, aquella urbanidad dulce y relajada de un esmerado paterfamilias. ¿A qué me dedico durante las horas centrales del día y el resto? ¿Qué pensamientos me ocupan? Bueno, este es uno de esos asuntos que solo se pueden afrontar con la bata manchada de tinta. Los lamparones de mi batín, como la barba que me he dejado crecer y que me llega casi hasta la cintura, al igual que la deslucida melena que me cuelga de los hombros y que mi mujer persigue ciega de amor para cortármela mientras duermo, hablan de una existencia lánguida y quimérica. Ya solo leo en posición horizontal y mi olfato divaga sobre qué habrá hoy para comer como principal tribulación de la jornada. La cocina y el dormitorio han sido ocupados física y moralmente por mi espíritu desde que la lentitud de la existencia me ha descubierto pliegues olvidados del alma.
Descanso y leo, como y me acuesto, despierto y me duermo. La vida es sueño y transcurre soñolienta y apaciguada por las infinitas regiones del hogar. Cuánto me pasó inadvertido de la casa en que vivo cuando me dedicaba a ir al trabajo por la mañana y volver por la noche. Entonces el hogar hacía las veces de parada y fonda en el tedioso y mezquino viaje del hombre moderno a sus diarias obligaciones. Ahora estas han sido sustituidas por la más placentera disipación, me empleo a fondo en esta tesitura de disfrazar las horas de logros y hechos que no pasan de ser conjeturas y entelequias de una mente abrumada por el sopor y la felicidad. En torno a ella, doy vueltas y más vueltas como un ratoncillo despreocupado de felinos malignos. Sentirse prisionero en los muros del hogar constituye una experiencia única que nos resarce de virus y enfermedades.
Los ritmos lentos de la existencia clausurada han hecho de mí un consumidor desaforado de té. Me he comprado una tetera de hojalata y estoy todo el dichoso día poniendo el agua a calentar para que las oscuras y amargas hojas terminen de apaciguarme por dentro y refrescarme la lengua y el estómago con ese líquido extático, de prodigiosas y nunca suficientemente encomiadas virtudes. Tomo el té como leo y duermo, dejándome llevar por un amargor reconstituyente que no necesita de la cucharada de azúcar para endulzar los días. Todos iguales, todos indolentes, todos soporíferos.
El aburrimiento y la monotonía me han engordado. He cogido unos kilitos y en vez de reprocharme nada me he congraciado con los michelines, al igual que con el pelo desgreñado y la barba tupida. Alguien podría pensar que me estoy abandonando, que viajo en un barco destinado a naufragar antes o después, y sin duda quien así opine, alguno de esos psicólogos tan majos que disertan sobre las amenazas de la vida enclaustrada, acertará de lleno. Me he dejado ir, me estoy yendo en posición horizontal al sueño más profundo de la especie. Soy un cuerpo ávido de sensualidad gastronómica, de espiritualidad mortecina, de afanes tan inciertos como la pasión de escribir un mal poema o de contribuir al bienestar intelectual de mis congéneres con páginas de escaso vuelo. En una palabra, por las circunstancias, pero también por una tendencia oculta de mi naturaleza, he convertido mi hogar en una isba, me he retirado a un nido de nobles, practico el estilo de vida de esos tristes hidalgos perdidos en la soledad del bosque. Tan ocioso como ellos, tan inane como las moscas, tan despreocupado de curvas y aplanamientos y desescaladas y rebrotes como solo pueda estarlo quien vive entregado a la hospitalidad de la taza de té y tiene por principal encomienda la de mullir los cojines antes de apoyar la cabeza para leer, precisamente, “Nido de nobles”. Ah, cuánta sabiduría se concentra en esas páginas melancólicas dedicadas por el gran Turguénev a las viejas formas de vida y los agridulces sinsabores del amor. Nunca he comprendido mejor esa amargura que al delectarme con ella leyéndola o paladeándola pues los libros y el té tienen algo en común: por amargos que sean, en su compañía pocos delitos se tendrá el deseo y la ocasión de cometer.
Tras este rodeo alrededor de mi poblado cráneo, regresemos al asunto de marras, el de la pedagogía doméstica. Yo, que como buen contemporáneo perseguí quimeras y fracasé en mis sueños de camino al trabajo, ahora que he regresado de las insidiosas clases con superdotados adolescentes a la placidez cansina y sin presiones de un hogar que habito entre fábulas de medio pelo, he adoptado un método relajado de convivencia con mi escueta prole. El rudo mozalbete y la casquivana nena que tan acostumbrados estaban al ordeno y ejecútese de repente asisten conmovidos y un poco atolondrados al cambio de look de su progenitor. Este les deja hacer, desconfiado de su natural asilvestrado, pero demasiado tranquilo como para intervenir en sus añagazas y trifulcas. Todo el día andan regañados, estudiando poco y encolerizando a su pobre madre, a la cual el oblomovismo le resulta ajeno e incomprensible. Yo le digo, haz como yo, pasa de todo. ¡Y funciona, vaya que sí funciona! Con mi mujer, no tanto, pero también. Hasta el punto de que mi sensualidad gastronómica ha destapado en ella una lujuria inusitada por las buenas y bien cocinadas viandas precedidas, de lunes a viernes, y no solo los sábados y los domingos, del preceptivo aperitivo.
Y los niños, esos lebreles tan entrañables, esa jauría bienquista, se han topado con un padre que está todo el día de coña con ellos. Ah, la indolencia, la divina indolencia, el gran secreto de la educación y la pedagogía. Qué no seremos capaces de hacer cuando no tenemos más ocupación que disfrutar soñolientamente de la vida y divertir a los otros con el impulso de nuestro bien nutrido bienestar. Sí, les tomo el pelo, me río de ellos y ellos me siguen el juego con esa displicencia del jovencito que se malicia de un ostensible cambio de papel en el adulto. Nunca mis consignas y doctrinas han calado tan hondo en el alma de la juventud. Los jóvenes, saben ustedes de qué andan necesitados, de tenerlos todo el santo día a nuestro rabo. Pues sí, a eso se reduce la educación de Emilio. A ser un mueble risueño que no incordia y da serenidad a la existencia de los demás y en cuya bonhomía pueden desperezarse incluso los ánimos más díscolos. Mi confusa prole se ríe con mis gracias y arguye que como no puedo desquitarme con mis alumnos, lo hago con ellos. Pobrecitos, si supieran.
Confinado en el hogar, me he vuelto parte del paisaje. Pero no como el rey sol, como un tiranuelo cualquiera, sino mimetizando el carácter subalterno de las cosas de casa. Soy un enser más en los días claustrales de mi familia: barbudo, greñudo, hambriento y muy, pero que muy soñoliento. Y ellos asumen mi indolencia como el secreto mejor guardado de la vida, la fórmula magistral que desde siempre persiguen educadores y pedagogos: no molestar, no zaherir, no hacer daño, no imponer, no conturbar.
¡APROBADO GENERAL!
Oblomov.