Habrá un momento, puede ser dentro de meses o de años, en el que toda esta crisis quede lejana en el retrovisor de la memoria. Los familiares de fallecidos seguirán extrañando los abrazos que no pudieron dar en velatorios y funerales, en la retina perdurará el dolor de ver lugares de entretenimiento convertidos en morgues y las calles de las nuevas metrópolis convertidas en un escenario cualquiera esperando a los actores. Los afectados por los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo serán, en muchos casos, parados de larga duración. Personas trabajadoras convertidas en vulnerables e imposibles de reincorporar al sistema laboral por múltiples causas de índole económica o formativa que no serán más que excusas y eufemismos muy prácticos para abaratar costes. En resumen, sanará la herida pero perdurará la cicatriz de la brecha social.
Cuando este momento pase de ser rabiosa actualidad a un hecho histórico, el espacio de análisis de los gobiernos se limitará drásticamente: ¿cuánto se tardó en decidir que se prefería una sociedad más pobre pero con menos bajas?, ¿hubo decisiones valientes o tibias?, ¿había comunicación y coordinación o primaron otros factores? Entre una infinitud de preguntas que difícilmente serán respondidas porque, en la nueva normalidad, la nueva política ya estará embadurnada del barro que tanto le afeó a la antigua.
El romanticismo del aislamiento en el que todo el mundo hablaba de un “cambio significativo” quedará eclipsado por una vuelta a la carretera de miles de coches que lucharán contra la descontaminación, empresas que no entenderán qué pueden mejorar, sociedades precozmente olvidadizas. Volverá el ritmo frenético, si es que alguna vez se ha ido, y la falta de espacios y tiempos para una reflexión activa que lleve a conclusiones prácticas.
Este cambio significativo lo viven, lo vivirán muchas familias que partieron de una situación triste y llegarán a una situación desoladora; que tendrán que educar a sus hijos en la precariedad, que tendrán que agachar la mirada al llegar las facturas, que tendrán que trabajar en B para poder comer y una gran lista de ‘tendrán que’ porque les quedará poca elección. A no ser que nos pongamos de acuerdo en que todo esto no suceda, que no se queden solos.
Durante esta crisis he visto con mis ojos, los mismos que ven a algunos políticos polarizar el ambiente, a una madre de familia llorar al ver que en el paquete de alimentos que una ONG le entregaba iba un puñado de pañales. Pregúntate: ¿cuándo fue la última vez que lloraste? E inmediatamente después piensa que para muchas madres hoy -no ayer, ni mañana- la ausencia de un saco de pañales es un verdadero drama vital.
He escuchado, con los mismos oídos con los que oigo las caceroladas contra unos u otros desde mi casa, cómo se le quebraba la voz a una chica de no más de 25 años explicando que no le quedaba nada para comer. Ella, brillante en los estudios, ha visto paralizada la beca internacional con la que se costeaba alojamiento y manutención mientras su familiar más cercano está a más de siete mil kilómetros de distancia.
Quiero no olvidar nada de esto, ni cómo un amigo me hablaba del último día que estuvo con su madre, horas antes de que falleciese. Cómo su abrazo fue cuidar de ella, una última caricia que se desprendía a través de un gesto sin contacto y una gran carencia, no de algo material, sino de una despedida arrebatada.
Cuando todo esto pase, no quiero una sociedad más rica, la quiero más solidaria; no la quiero libre de mala conciencia, la quiero cargada de gestos tangibles que nos recuerden que, lejos de los telediarios, el mundo era otro; que tan cerca del ruido pudo haber un silencio estremecedor como el llanto contenido por la necesidad de un plato de comida o de un abrazo y un “no te vayas todavía, por favor, todavía no”.