“Pues tú más”. Así podrían resumirse, en un ejercicio de síntesis radical, bastantes de las sesiones parlamentarias de estos días. Tanto del Congreso de los Diputados como de los parlamentos autonómicos, quienes no han dudado en aprovechar la situación para decir “esta boca es mía” y aparecer como los verdaderos y únicos gestores eficaces de la crisis.
Lo que observa el español que asiste a estas sesiones es un continuo navajeo dialéctico, discursos repletos de palabras hirientes, monólogos incendiarios donde abunda la propaganda y la voluntad de concordia brilla por su ausencia. Palabras hirientes, por cierto, que rebasan las fronteras de la incriminación entre los propios diputados y que se dirigen desde el púlpito a grupos enteros de ciudadanos: políticos que levantan la espada ya no hacia otros políticos, sino por ejemplo contra el conjunto de votantes de otro partido. Y al ciudadano que ha perdido el empleo, que no sabe si va a poder abrir su negocio de nuevo, que ha perdido a alguien… En definitiva, al ciudadano que está pasando un trance doloroso, que el político de turno le insulte o le ridiculice, le inflama.
Tenemos la sensación de que no hay diálogo, como dijo el propio Sánchez: que el Congreso ha dejado de ser la casa de la palabra para convertirse en un burdo ring de boxeo. Y el poco diálogo que hay es torticero, se realiza a escondidas, como si se tratara de una relación de niños pequeños, en la que uno se enfada cuando su amiguito juega con otros niños en el patio. Ministros que no conocen decretos que se emiten, compañeros de coalición que se enteran por la prensa de cómo su querido le ha puesto los cuernos, partidos que en todo este circo ibérico aprovechan para barrer para casa. Niños defendiendo su castillo. El problema es que “su castillo” resulta ser el conjunto del Estado. Y de eso se están dando más cuenta los ciudadanos que los políticos.
Pero la degeneración del lenguaje político –de nuestro tiempo– hay que buscarla tiempo atrás. Recuerdo el nacimiento del movimiento 15M, hace ya once años. Ese movimiento transversal surgió a raíz del enfado que la ciudadanía tenía con el gobierno y políticos de turno, así como con la forma de hacer política. El 15M vino a cambiarlo todo y las calles parecían ser un escenario mucho más efectivo que las urnas. Pero el vástago político del movimiento 15M, Podemos, trajo también un lenguaje distinto a la política: era un lenguaje agresivo, de combate, que canalizaba unos sentimientos concretos de animadversión hacia “la casta” y que defendía que la brecha entre políticos y “pueblo” era insalvable. Se dieron cita sentimientos como el miedo, la indignación o la rabia y el discurso social mutó. Considero que todavía no se ha hecho un estudio lo suficientemente preciso de cómo este nuevo lenguaje –por otro lado, más viejo que el sol, ya que es un lenguaje que sí se veía, por ejemplo, en la política del primer tercio del siglo pasado– ha afectado a la convivencia democrática. Lo que es seguro es que desde el epicentro de ese movimiento emergió un lenguaje que no le era propio a nuestro sistema político actual, era un lenguaje “contra-político”.
Hoy aquella brecha entre casta y pueblo probablemente sea la misma. Pero lo que vino para quedarse es ese lenguaje combativo, que ha penetrado mucho más y que el resto de viejos y nuevos partidos hacen también suyo. Hemos venido señalando al enemigo como práctica casi deportiva: al que es casta, al fascista, al “progre”, al sindicalista, al que lleva la bandera tal, al que habla en el idioma que sea… Los políticos han perdido las formas y el respeto por los ciudadanos a los que sirven, probablemente porque las formas se han perdido, en general, en los distintos ámbitos de nuestra vida diaria. Es más, muchos de estos nuevos políticos han denunciado esas formas, como algo elitista o carnavalesco, algo ajeno al “pueblo”, y por eso su desaparición está siendo un paso esperado. El problema es que las formas, también en el Congreso, son el depósito de un saber hacer basado en el bien de todos, y canalizan el respeto que hay entre personas a pesar de sus diferencias. Si volamos el puente, volamos la posibilidad de encontrarnos.
El Gobierno tiene la responsabilidad de cuidar de su ciudadanía, de toda. Pero este gobierno, que en su día denunció la brecha entre élites y “pueblo” ha decidido ridiculizar a parte de ese “pueblo”. Observo con pasmo cómo algunos de los miembros más autorizados de los partidos políticos ridiculizan las caceroladas de reciente creación; cayetanos, pijos… No nos tenemos que quedar en la anécdota: humillar es de las actitudes más peligrosas que existen. Sólo inflama más. El Dr. Alfred Fernández, quien dedicó la mayor parte de su vida a los Derechos Humanos en las Naciones Unidas de Ginebra, solía repetir una frase: “la humillación está en la raíz de muchas guerras”. Porque en la humillación subyace una voluntad peligrosa: apartar de la discusión, sin razonamiento suficiente, a cualquier adversario. El que ridiculiza está diciendo “tu voz es la de un idiota, no merece ser escuchada”, mientras se le quita nuestra dignidad de seres racionales y políticos. En esta situación, la pretensión de quien humilla es rebajar el estatuto del ciudadano humillado al de un mero necio. Quiere tener ciudadanos “de segunda”, con voces apagadas, algo inconciliable con la idea de una democracia real. Así que en menos de una semana tenemos caceroladas por todo el país. ¿Sorpresa? Ninguna: a nadie le gusta ser insultado, menos aún si el insulto viene de aquel que tiene la misión de servirle (sí, el Estado).
La reconstrucción será larga, pero la sociedad civil es fuerte y tejerá de nuevo con todo su vigor el entramado social y económico que se ha hecho trizas en tan poco tiempo. No obstante, para ello parece necesario que los que van a tomar el mando recuerden de dónde les viene la legitimidad, y que están ahí para ser los primeros en servir. Y, por descontado, será necesaria una madurez política que nos recuerde que vale la pena mantener las formas, aunque sea solo para poder dejar el puente en su sitio y poder visitar las antípodas ideológicas de vez en cuando. Eso nunca viene mal.