En Match Point, Woody Allen desarrolla con maestría una secuencia clave dentro de su filmografía.
Ocurre después de que un desesperado Chris Wilton, al ver que su estatus de vida pende de una bola de mentiras insostenible, decida dar matarile a su amante, al bebé que hay en sus entrañas y a la vieja que, cosas de la caprichosa rueda de la fortuna, tenía que morir para servirle de coartada.
Igual que el hastiado Raskolnikov, cuyos pesares y febril estado le impiden gozar del botín sustraído a la usurera, Wilton se arrima al Támesis para deshacerse de los despojos que puedan inculparle. La idea es hacer creer a la policía que se trataba de un robo con violencia cuyo principal móvil eran las joyas. Tira las sortijas, las pulseras, los collares de perlas y en última instancia, lanza el anillo de matrimonio de la anciana.
El ofuscado tenista y asesino que interpreta Jonathan Rhys Meyers se da la vuelta, rumbo a la comisaría, antes de saber dónde cae el anillo.
En un universo que a veces beneficia a los cretinos y otras veces a los santones, se ve cómo la alianza no cae al agua, sino que se queda en la banca, cayendo al otro lado de la red metálica. Paralelismo efectivo y resultón que da pie a un punto de giro inesperado.
Un detalle reseñable de toda esta secuencia: de pasada se ve una obra de Banksy, donde una niña – la infancia, la juventud, la inocencia- deja marchar un globo en forma de corazón.
Cristina Cifuentes quería ser presidenta del gobierno y existía una remota posibilidad de que lo hubiera logrado.
Eso sí. Se tendrían que haber juntado el mismo número de astros para que Cifuentes se acostase en el tálamo de los presidentes como el que se ha dado para que en tan solo treinta y cinco días haya terminado por dimitir con traje de blanco roto, de pureza quebrada.
Después de un paseo por las pocilgas digitales, de comparecencias parlamentarias, de un rosario de declaraciones políticas donde quedaba de tuit el “yo no me voy” por el caso Máster, quién le iba a decir que iban a ser unas cremas del Eroski lo que iba a tumbar a la mujer que no descansa; ni siquiera en el agosto madrileño, que funde cualquier buena intención en el asfalto.
De toda esta vaina me resuena la siguiente reflexión: es significativo ver cómo al final son las pequeñas cosas las que tienen la última palabra en la historia de una persona.
Aquella mirada fortuita, aquella caricia sobrante, aquellas cremas de más… Aquel obispo pillado con una dama de compañía gozando de los placeres del verano, aquel director de un medio retozando de forma salvaje con alguna señorita, aquel futbolista al que todavía le recuerdan desde las gradas el claim más famoso de Torrente… Éstos “trapillos sucios” no son el pilar que fundamenta nuestras tragedias y caídas, pero sí son la última mota de polvo que hace que se reduzca a escoria toda una carrera. Y todo por ser, sencillamente, humanos.
Es impresionante el desconocimiento tan abismal que existe de la condición de la persona. Seguimos, en este país, anclados en nuestras miserias reduccionistas que creen que con el ¡Abajo la corrupción! ¡fuera los chorizos! Irrumpirá la felicidad en la casa de los justificados. Pero, ¿qué hay de ti? ¿y tú cuota de mierda y responsabilidad? ¿dónde tienes tu paquete de chicles trincado al chino de la esquina? ¿dónde está declarado el alquiler de tu piso turístico? ¿en qué lugar se esconden los céntimos de la cerveza que el camarero se ha olvidado de poner en la cuenta?


La equiparación es pertinente, independientemente del grado de responsabilidad y honorabilidad que quepa exigirle a la presidencia de la Comunidad de Madrid. Es pertinente porque apunta a la misma falla humana donde ni las más exquisitas calificaciones, ni los mejores másteres del mundo, ni las más altas dignidades laborales, ni los mejores reconocimientos populares -si no que se lo digan a Rato, Puyol, Ana Mato, Strauss – Kahn, Clinton, Trump, Mosley o la Pantoja- te eximen de hacer algo tan estúpido como mostrarte tal y como eres. Esto es: una persona con más carne que hueso. Capaz, en cada situación de la vida, de justificar la existencia humana con un acto de nobleza fuera de lo común como de chapotear en el lodazal de las perversiones y las pasiones más bajas.
Tenemos los mejores CV de la historia, pero no sabemos mantener a raya al bicho que hay dentro. Acumulamos carreras y doctorados pero la cuestión afectiva se nos va por la bragueta o por las uñas largas. Y hoy, poco profesional será el comercio, bar o mitin al que acudas si no tienes una cámara en el cogote viendo qué andas trasteando en todo momento y a todas horas.
Los fariseos sin ley, ávidos de ritos muertos y mecánicas de chivos expiatorios, se sentirán, por fin, liberados. ¡La opresora de los justos y esforzados ha caído!
Y por un momento, el tuitero y el opositor político descansarán sabiendo que ellos; sí, sí, ellos, junto al panfleto de Inda, han terminado por derrumbar al becerro estirado.
Pero… Mala pata. La mímesis girardiana tiene menos caducidad que un potito de verduras. Ahí tenemos a las redes sociales, foco de exposición de vanidades y pedorretas filmadas, donde ninguno nos salvamos. Y ahí tenemos nuestras carreras profesionales, a las que siempre andamos dopando para llegar más lejos y más rápido.
¿Cuánto tardará en salir aquella borrachera en la playa? ¿o ese canuto del colega de fondo? ¿dispones del kit de limpieza quirúrgica de tu imagen para llegar a ese puesto?
El próximo saldrá hoy en televisión, estará hoy en el parque o al lado nuestro en el ambulatorio. Y caerá con estrépito y desacreditación funesta. Para propios y ajenos. Y entre tanto, la humanidad, de la que los periodistas de vez en cuando tendrían que ocuparse de tratar después de la oleada informativa, se difuminará porque otro aventurero ha hecho lo que tenía que hacer; ser humano.
Por terminar. Hurtar cremas anti-edad es una falta deplorable y después de todo el acumulado, no quedaba más remedio para Cifuentes que la dimisión. Pero es, y siempre lo será, más triste que falsificar un máster. Porque al final todo se resume en un mantra que no a pocos nos acompaña en las noches más allenianas.
¡Qué difícil es envejecer con dignidad! ¡Qué triste es robar cremas para tapar lo inevitable!

