Decía Ratzinger que la duda era el punto de encuentro entre el creyente y el ateo. De igual manera, el hartazgo hacia nuestra clase política parece ser el lugar común donde nos encontramos todos los credos ideológicos.
El curso político empezó como terminó el anterior: convulso, extraño, tedioso. De la dimisión de Maxim Huerta, apodado “El breve”, llegamos a la de Montón, que vino a durar lo de 7 Máxims.
Los coletazos de la titulitis, una enfermedad obscena que adolecen los que quieren marcar paquete de folios, igual que los chulos de Gandía hacen con sus biceps, ha dejado un halo de sospecha en los principales líderes políticos de nuestro país.


Casado y su máster de ida y vuelta al Supremo, Rivera con el quita y pon del doctorado, Sánchez, con sus plagios velados y sus querellas de papel de fumar.
Los españolitos de bien, los que gustamos de las terrazas metálicas que ya se están poniendo frías y nos mordemos los muñones a la hora de abonar lo que nos sale a pagar con el IRPF, vemos espectáculos bochornosos allá donde fijemos la vista dentro del cosmos político.
El otro día en el Congreso, sin ir más lejos. El rifirrafe de las izquierdas morales contra el hombre sin bigote, fue de traca.
El Rufián con su respiración cansina, con ese modelaje de ondas que parece que están azotando a algún mancebo descarriado. El Iglesias con su patriotismo caraqueño de fariseo sin ley. El Aznar, con su juego meloso de medias verdades con medias mentiras, especiando una olla podrida que aunque no la hemos pedido, nos la estamos jamando pero bien.

