En 1936, durante el régimen la Segunda República, el Ateneo de Madrid se erigió en juez supremo para decidir –democráticamente, por supuesto– la existencia o inexistencia de Dios. Todo un hito de la historia de la democracia y de la estupidez humana.
Desconozco si la pretensión de los que aquel día ejercieron tal acto de soberanía particular –el voto– esperaban que su decisión se hiciera extensiva al conjunto de la Humanidad, a la nación española o simplemente encontraron en el voto una herramienta adecuada para solventar sus discusiones de puro y salón. Parece claro que ni la Humanidad, ni España, ni Dios se tomaron muy en serio el resultado.
En cualquiera de los tres casos, la anécdota (porque no pasó de ahí) nos sirve para poner de relieve una actitud, un concepto o una desviación de la idea de democracia que, lejos de ser un hecho aislado en la historia, viene desarrollándose cada vez con más fuerza y está fuertemente arraigada en buena parte de los problemas a los que hoy nos enfrentamos, y de forma particular en la cuestión catalana.
“Derecho a decidir” (sobre mi cuerpo y sobre mi terruño, por poner dos ejemplos) es una expresión que da forma a una demanda generalizada de una sociedad que se siente incómoda bajo la autoridad del del Estado y de su supuesta orientación al bien común (no me lapiden por mantener la presunción de inocencia).
Este derecho a decidir, que en su correcta acepción es la razón de ser de todo sistema democrático, ha llegado a convertirse en los últimos tiempos en una aberración, un acto de rebeldía, ante el sistema.
Podría alegarse –no sin cierta razón– que el sistema se ha deformado hasta hacerse inmune a las preocupaciones y necesidades de la sociedad que rige. En esa premisa se fundan, por ejemplo, las “propuestas” de Pablo Iglesias y su tropa. Pero este no es el problema al que nos enfrentamos hoy, o al menos todavía.
Por el contrario, lejos de ser un clamor ante las situaciones de injusticia social (el mal social por contraposición a la obligación de buscar el bien por parte del Estado), el derecho a decidir tal como se plantea actualmente es una afirmación del Yo frente a los otros, de las aspiraciones particulares frente a la justicia y el bien social de la comunidad.
En el caso de la demanda independentista en mi tierra, Cataluña, esto se hace especialmente evidente en dos cuestiones fundamentales: en que hasta el día de hoy nadie ha conseguido explicar en qué modo o por qué razón la independencia pondría fin a las injusticias sociales y en que la misma aspiración independentista no se ajusta a otras razones fuera de la indignación que provoca a los catalanes que les rasquen la “butxaca”.
Huelga decir que el problema subyacente (el que importa) no se encuentra en las dimensiones de la comunidad española ni en una supuesta descompensación de la aportación al bien común de las distintas regiones españolas. De hecho, el catalán pobre aporta tan poco (en términos exclusivamente económicos) a la comunidad como el extremeño, andaluz o gallego que sufre la misma carestía.
Más bien habría que preguntarse si no tiene que ver más con un acto de individualismo, de insumisión ante el bien común, es decir, de egoísmo. De ser así, la pretensión de abandonar la comunidad resultaría se lo más antidemocrático que se puede plantear.
Está claro que todo esto se puede maquillar con puñados de derechos inventados ad hoc (hasta el punto de no estar reconocido del supuesto “derecho” de autodeterminación “por las bravas” por ningún país del mundo) para calmar las conciencias y adornarlo con un poquito de “sentiment” y de culturilla y leyendas populares (ya que lo que se celebra, por ejemplo, el 11S no alcanza los mínimos que exigen la Historia y la Cultura).
Como guinda del pastel, la panacea del voto, que todo lo puede y todo lo legitima, incluso cuando votemos sobre la existencia o falsedad de Dios en el salón de casa, incluyendo al perro pero dejando fuera al hermano menor –no vaya a aguarnos la fiesta–, eso sí, democráticamente y con las urnas de rigor.