Desde que tengo uso de razón, he mirado por encima del hombro a los animales en tanto representante de una especie noble para la cual burros, cerdos, perros y hormigas no pasan de ser oscuros y anónimos siervos de la gleba. Durante mucho tiempo, he dado por supuesto que el Antiguo Régimen que separa jerárquicamente a la especie humana del resto de especies animales formaba parte de la Gran Cadena del Ser y, por ello, era incontrovertible.
Mas todo cambió revolucionariamente un sábado de noviembre cuando regresaba a casa después de un largo y ensimismado paseo galdosiano por la ciudad de mis amores. Puede decirse sin asomo de exageración que sufrí una catarsis, que experimenté una revolución interior fruto de la cual fue el derrumbamiento de mis certezas aristocráticas y etnocéntricas respecto de los animales no humanos.
Debo confesar, a fin de contextualizar mi conversión, que estaba yo algo sensible y excitado por el tema catalán. Lo cual me predisponía a un choque de realidad como el que sucedió al oscurecer de aquel sábado húmedo y tibio. Caminaba por las calles pensando en la decisión de la jueza Lamela y el encarcelamiento de buena parte de la Santa Compaña cuando me vi sorprendido a la altura del Reina Sofía por una no muy concurrida manifestación. En un primer momento, me costó entender la razón de la protesta y solo llegué a atisbar un buen número de furgones policiales y de curiosos que asistían divertidos a la algarabía. Mi poca despierta mente política, por puro automatismo, me impulsó a buscar en los gritos y eslóganes coreados alguna relación con el fatídico procés.


Sin haber entendido a qué me enfrentaba, pues aquella relación supuesta por mí carecía de fundamento, traté de esquivar la manifestación con tan mala fortuna que, al doblar una esquina, me di de bruces con la cabecera de la marcha. No sé si han comprobado en sus propias carnes lo difícil que resulta avanzar a contracorriente de una muchedumbre gritona y jovial. En definitiva, fui abducido por el tumulto y me precipité a un agujero negro donde rigen leyes físicas y categorías del espacio y del tiempo de un orden inverso al convencional.
Aún no tenía muy claro de qué iba aquello y el estupor inicial empezaba a ceder su lugar a un agradable aturdimiento, pues la multitud siempre ríe contigo, aunque solo lloré contigo un día, cuando resonó con fuerza el siguiente eslogan:
“El veganismo no es una opción, es una postura contra la opresión”.
Y, a continuación, este otro menos abstracto;
“¡Li-be-ra-ción a-ni-mal!”.
Una chica simpatiquísima se me puso al lado con una sonrisa de oreja a oreja y me dio un pasquín. Adecuando el ritmo de mis pasos a la lectura del texto cuyo formato recordaba al ticket de la compra de un supermercado, pude enterarme de qué demonios era aquello del “especismo” y el “veganismo” rodeado por el ímpetu mesiánico de quienes profesan sus misterios. El especismo “consiste en dar mayor o menor valor a la vida y las necesidades de un individuo en función de la especie a la que pertenezca, priorizando unas frente a otras”, mientras que su antítesis, el veganismo, avalaría “una actitud de respeto hacia todos los animales, contraria al uso de productos de origen animal”. Vamos, pensé para mí, que el especismo es el viejo etnocentrismo imperialista de los occidentales transmutado en desprecio ya no de las culturas inferiores, sino de los animales inferiores y el veganismo, el reparador multiculturalismo transmutado en igualdad radical ya no entre todas las culturas, sino entre todos los animales.
El tono del pasquín era mesurado y analítico, se esforzaba por persuadir dando razones, eludiendo el exabrupto y, sobre todo, sin apelar en ningún momento a la democracia, el voto, la urna y el dichoso referéndum. Después de tantos meses de inundación política, de manipulación, falacias y mentiras, aquel texto rezumaba racionalidad, parecía escrito con la sabia elegancia y el escéptico distanciamiento del Spinoza del Tratado teológico-político. Miré a mi alrededor y me creí envuelto por el halo de una multitud filosófica y empática que, más que gritar, lanzaba al aire nocturno tesis y antítesis y formulaba argumentos mediante los que probar la verdad de su creencia.
Seguí leyendo:
“El especismo es una discriminación injusta y arbitraria al igual que el racismo y el sexismo. ¿Si no quieres ser racista, ni sexista, por qué seguir siendo especista?”.
Esta última pregunta, con su lógica impecable e implacable, me tocó el corazón. No solo habría que destruir la jerarquía que separa al hombre del resto de animales, sino también la que hace distinciones entre estos últimos pues “en nuestra sociedad, se tiene más en cuenta a los perros que a los cerdos”, y así nos va…
Uno de los grandes momentos de aquella marcha que estaba produciendo en mi interior un cambio de paradigma aconteció al pasar junto a la terraza de un Burger King. Los clientes devoraban con ansia poco vegana y muy especista sus apabullantes hamburguesas, pero ninguno de los manifestantes dirigió contra ellos su dedo acusador. Solo la chica que me había dado el pasquín, sin dejar de sonreír, fue depositando sobre las mesas unos textos escritos en tinta roja que lucían como la buena nueva entre los restos de un naufragio civilizatorio. A punto estuve de vitorearla, pero me contuve y simplemente acerté a darle un clínex para que se limpiase la mancha de ketchup que asomaba en su mano.
La catarsis psíquica, emocional e intelectual alcanzó su paroxismo al leer que “todas (en femenino) somos animales con capacidad de sufrir y sentir” y que los animales no humanos, en un ejemplo antinatural de injusticia y desigualdad, son “asesinados y transformados en comida, ropa o algún complemento, esclavizados para trabajar en contra de su voluntad”. El momento gestalt de mi conversión, en que dejé de ver a la bruja-vieja etnocéntrica y especista y vi por fin el perfil bellísimo de la niña multicultural y vegana (¿recuerdan el anfibológico dibujito?), se produjo al leer las palabras finales del pasquín, un ejemplo inolvidable de la mesura que inspiraba aquel escrito racional y filosófico:
“Tenemos claro que en una sociedad como la actual dejar de consumir productos que implican explotación (humana o no humana) es prácticamente imposible”. Pese a ello, “es necesario buscar alternativas con la mínima explotación posible”.
¿Se imaginan a Puigdemont, Junqueras o Rovira dar un ejemplo de sensatez y realismo como el de las palabras finales del pasquín vegano y antiespecista?, ¿reconocer que el independentismo, por legítimo y deseable que sea, “es prácticamente imposible” y que, por tanto, hay que “buscar alternativas”?
Quizá sea mucho imaginar porque quienes han alimentado a las masas durante los últimos años con la carne política de peor calidad que existe, la más repugnante y fraudulenta, la carne adulterada del mentir a sabiendas y sistemáticamente (España nos roba. El Estado español nos oprime. Votar nunca puede ser ilegal, ni considerarse un acto violento. La Cataluña independiente será una Dinamarca bañada por el Mediterráneo. En España, se persiguen ideas y se encarcelan opiniones. Los jueces españoles son siervos del gobierno. Los independentistas somos buenas y pacíficas personas. Libertad para –nuestros- presos políticos) difícilmente cambiarán de dieta y sustituirán las grasas animales del nacionalismo más basto y procaz por alimentos tan sanos y light como las verduras, las legumbres y la fruta. Alimentos que, por otra parte, parecen haber sido los consumidos en un tiempo no demasiado lejano por el catalanismo no independentista y leal con el Estado (por cierto, ¿existió alguna vez un catalanismo así o fue un sueño de la razón del que hemos despertado entre fantasmas y monstruos?).
En fin, que, en estrictos términos políticos, un independentista nunca aceptará convertirse en vegano y renunciar al sabroso especismo, a las bacanales de la patria que le permiten sentirse superior, elegido, iluminado y odiar lo español y a los españoles (las huestes “murcianas” de sangre siriaca-oriental, cristianos nuevos con apellidos que delatan su manchada estirpe, charnegos de alma nocturna) con verdadero odio africano. Qué bien nos iría a todos y a todas si los independentistas considerasen que todos y todas los animales y las animalas humanos y no humanos, humanas y no humanas somos iguales y compartimos una misma dignidad natural…
Poco a poco, fui perdiendo de vista a la multitud que me había engullido y transformado pues ya era hora de volver a casa. Ciertamente, pensé, mientras un gato tuerto y patizambo me observaba agazapado entre las sombras, prefiero esta “¡li-be-ra-ción a-ni-mal!” que pone el foco en las bestias a esa otra liberación animal (que no nacional) que, a algunos, convierte en bestias (i.e., golpistas).

