“Txato txibato”, “Txato opresor”, Txato esto, Txato lo otro. “Herriak ez du barkatuko”, es decir, “el pueblo no perdona”. Eran solo pintadas. Palabras envenenadas que fueron apareciendo en las paredes blancas del pueblo en el que se desarrolla Patria, el best-seller de Aramburu.
La novela, por naturaleza, es una ficción que idealmente hacemos nuestra de una manera o de otra. La historia que Aramburu nos narra con una cadencia regular y dolorosa nos lleva por la vida de dos familias, vecinas, amigas de toda la vida, a quienes el nacionalismo vasco dividió. Una historia imaginada, pero que tanta verdad encierra. El dolor de lo que vivieron tantos en una sociedad que perdió la sensatez. La historia de Bittori, del Txato, de Joxian… Es la historia de una Euskadi con unos entramados sociales en estado de putrefacción. Qué tendrá la política de masas que tantas veces acaba con las manos manchadas de sangre.
Cuando veo esto el corazón me da un vuelco.
Veo esta imagen el mismo día que leo todas esas pintadas que amenazaban al Txato. Y me envuelve un sentimiento de miedo y, sobre todo, de tristeza. De profunda tristeza. Estos casos “aislados” se repiten, a mi parecer, con demasiada frecuencia.


Hoy me duele España, más que nunca; me duele Cataluña, más que nunca. Y ver cómo han convertido mi ciudad, Barcelona, en un campo de batalla en la que ejércitos de gente marchan por ella, con sus abanderados y tamborileros. Ejércitos de distinto color y distintas músicas, pero con el común denominador del vocerío extremo. Y el ruido ensordecedor, de cazuelas, de gritos, de himnos, tienen una consecuencia natural: que la gente no se oiga, que no logre escucharse. Porque por dentro cada uno lleva su salmodia, retumbando en sus oídos, y nada deja entrar ya del exterior que no sea acorde a su melodía.
Siento miedo porque nadie parece haber aprendido de la historia, de nuestra historia humana que se repite erróneamente de manera constante. Somos la época del progreso y de la paz perpetua, dentro de una Europa renacida, y nos olvidamos –o no queremos acordarnos, cosa que sería mucho más deleznable– de que no hace tanto nos señalábamos unos a otros, sabiendo de primera mano las pésimas consecuencias que ese acto conllevaba.
Y siento tristeza porque empiezo a ver algo roto que no se recompondrá en mucho tiempo. Porque la política del miedo y la señalización se han instaurado en el día a día catalán, todo alimentando por un ingente aparato de propaganda (a cuya cabeza, por cierto, luce TV3, la menos imparcial y neutra de todas las televisiones públicas).
Porque desde Madrid no entienden la situación, la tozudez de algunos dirigentes no quiere ver que no es (sólo) un problema de ley. Cataluña no volverá a ser una sociedad sana mientras se gobierne a golpe de decreto, ni por unos ni por otros, sino cuando se indague en las raíces del problema social y, sobre todo, cuando todos tengamos un compromiso real con la verdad, que barra de una vez por todas las mentiras que flotan en el ambiente y que caen como goteo eterno sobre nuestras cabezas. Cataluña no volverá a ser la casa de todos los catalanes mientras la Presidenta del Parlament sea alguien que se atreve a dictaminar quién es catalán y quién no; o el portavoz del Govern siga llamando “súbditos” a quienes no compartan el fervor por su proyecto político.
Pero no sigamos hablando de hacia dónde nos llevan los políticos, porque la vida en las calles es de los ciudadanos. Y somos nosotros quienes decidimos si llega la sangre al río, si paramos de una vez por todas a las masas obtusas que vocean ese “a por ellos oe, oe” cuando la Policía Nacional parte en dirección Cataluña; somos nosotros quienes decidimos si ponemos fin a frases tan lacerantes como el “estarás contento con lo que hizo tu padre ayer”, de una maestra al hijo de un Guardia Civil. Creo que, dentro de toda esta psicosis, nada debería hacernos montar más en cólera que la humillación de los más jóvenes, de la destrucción de su inocencia. Esta maestra plantó una semilla de odio tanto en aquellos que pasaron a señalar e insultar a su compañera, como en la propia niña, que puede desarrollar un sentimiento de desconfianza y rencor, más que justificado, contra todo lo que le rodea.
Ojalá todos pusiéramos pause, hiciéramos por unos momentos examen de conciencia y nos diésemos cuenta de la responsabilidad que hemos tenido en la diseminación del odio, con nuestros gestos, con nuestras palabras, con nuestro condescender hacia ciertas actitudes.
No me gusta airear mi pesimismo, pero sí que es cierto que la sensación que me invade es, como alguien escribía hace un par de semanas en esta revista, de vértigo. Es una especie de desajuste, un delirio de relación. Lo que temo es que ya no hay encuentro, que el odio impide el diálogo. El encuentro entre los vecinos y amigos, entre conciudadanos; el encuentro como lo que es: una experiencia espiritual, del alma humana, que tiene la capacidad de ensancharse y llegar al otro. Para borrar la fisura catalana necesitamos encontrarnos todos, y eso va más allá de tender puentes, eso significa reconocerse mutuamente. Dejar la mirada acusadora y la mirada culpable, limpiar la niebla ácida que envenena las relaciones, no denostar al otro, como se ha venido haciendo en los últimos tiempos. Porque después de tanto sufrimiento nos avergonzaremos de ver lo vano que ha sido todo, y nos abrazaremos como se abrazan, tras tanto tiempo, Bittori y Miren.
¿Llevará ese abrazo toda la sangre seca de nuestros odios irracionales que no supimos canalizar? Confío en que no. Todo sigue en nuestras manos.

