Por qué el procés en Cataluña no es democrático

En Cataluña/Cultura política por

Los sucesos de los últimos días en Cataluña tienen el aroma de un destino trágico. La persistencia de mis paisanos en avanzar hacia el abismo –creo sinceramente que lo es– nos deja al resto de catalanes con la sospecha de que algún dios se ha conjurado contra nosotros y de que la caída en las garras de las más ocultas fuerzas de la historia fue anunciada mucho antes de que empezara la obra, antes de que se pudiera hacer nada para evitarlo.

Acentúa su carácter trágico la dificultad para encontrar en todo ello culpables en el sentido más grave del término. No dudo ni por un momento de que, salvando un puñado de actores interesados a quienes sí es atribuible responsabilidad grave, la inmensa mayoría de quienes abogan por la ruptura con España a costa de la ruptura de la ley –entre ellos amigos y personas cercanas a mí– lo hacen en nombre del bien y de la democracia, sin saber que las fuerzas que están dispuestos a liberar no traerán ni lo uno ni lo otro.

Y quiero creer que todo esto no hubiera llegado a este punto de no ser porque nadie ha conseguido aclarar –y si lo ha hecho no se le ha escuchado– la naturaleza del error separatista. Entre quienes se oponen a la ruptura del orden y la legalidad constitucional a menudo no ha habido más que análisis pragmáticos y pronósticos agoreros, o a lo sumo unos pocos retazos de una filosofía olvidada sobre la que en su día se construyeron nuestras instituciones.

En el fondo, las democracias modernas en Occidente se fundamentan en una noción contraintuitiva: la de que la ley es la máxima representación de la soberanía popular, incluso cuando entra en conflicto con una parte considerable –acaso mayoritaria– del pueblo, como ha ocurrido en Cataluña.

Quisiera por lo tanto tratar de arrojar algo de luz sobre la relación entre democracia y ley, sirviéndome para ello de una polémica histórica en la que se planteó una cuestión parecida a la que hoy nos divide: ¿De dónde proviene la legitimidad de la ley, del pueblo o de la propia ley? ¿De dónde la soberanía?

La polémica Schmitt-Kelsen: Alemania, 1931

Carl Schmitt

Un ensayo publicado en 1931 y titulado La defensa de la Constitución abrió una brecha en el pensamiento jurídico de la Alemania liberal y democrática bajo la República de Weimar. Su autor, un reputado jurista y pensador político alemán llamado Carl Schmitt, atacaba directamente al modelo de ley de la República construido, entre otros, sobre las ideas defendidas por otro afamado jurista, Hans Kelsen.

En su obra, que generó un severo enfrentamiento público entre ambos, así como en otros textos posteriores, Schmitt atacaba la noción según la cual la ley recibe su legitimidad de su propia legalidad (es decir, del hecho de haberse elaborado conforme a la ley, que es de lo que adolece el pretendido referéndum catalán).

Su argumento central, para lo que nos ocupa, sería la necesidad de reconocer la primacía de lo político sobre lo legal, al ser la soberanía el fundamento de la norma que da legalidad al resto de normas, la Constitución. Según Schmitt, no podía aislarse la ley como si su sola racionalidad fuera suficiente para reconocer y proteger la voluntad del pueblo (pues en última instancia, legisladores, jueces y ejecutores podían perfectamente introducir en la ley elementos ajenos a la racionalidad constitucional). Era necesario, más bien, dotarla de una voluntad, constituir un poder político –un defensor capaz de tomar decisiones— con potestad para modificar e incluso suspender la legalidad vigente en caso de ser necesario, para adaptarla así a las situaciones concretas y a la realidad del pueblo soberano.

La propuesta schmittiana sería el más radical precursor del “derecho a decidir” (cualquier cosa) que hoy hace temblar los cimientos de nuestra democracia. Su democracia radical, fundada no sobre la mera ley sino sobre la “auténtica” voluntad del pueblo, habría de impedir que la soberanía popular quedara secuestrada en manos de un Parlamento cuyo funcionamiento –decía Schmitt sobre el de su época– distaba de ser transparente y en el que las decisiones se tomaban en comisiones y partidos que muy difícilmente podían ser considerados “democráticos”.

La cuestión de la soberanía

En el fondo de esta reivindicación, lo que reside es un concepto de soberanía que necesita ser analizado para que entendamos porque, mientras unos dicen que “democracia es votar” otros digan que lo que está ocurriendo en Cataluña es una aberración que conduce casi inevitablemente al fin de la democracia.

Partamos de una base común: en cierta manera, ser soberano es sinónimo de ser libre; significa poseerse políticamente a uno mismo. La soberanía de los pueblos es, por lo tanto, el primer principio democrático.

Según el concepto de democracia de Schmitt, la clave fundamental de la soberanía sería que el Gobierno de la nación lo ejerza el pueblo; más siendo esto imposible, debería ejercerlo una persona o grupo de personas que encarnasen el núcleo sustancial de la nación.

Esta idea se basa en el principio profundamente democrático de que el mejor signo de democracia es la igualdad entre gobernantes y gobernados. Allí donde una nación está sometida a una legislación producida por quienes son “sustancialmente distintos” –aquí está el problema–, por fuerza debe ser ilegítima.

Decimos que ahí hay un problema porque en esto consiste precisamente la famosa definición de el concepto de lo político de Schmitt: en que hay diferencias que, cuando se convierten en identidades políticas, no pueden convivir bajo un mismo Estado porque pasan a considerarse entre sí como extrañas/enemigas y, por tanto, estarán siempre potencialmente en conflicto por la hegemonía.

Desde esta perspectiva, la convocatoria de un referéndum en Cataluña, aún a costa de la ley, no puede ser más conveniente. Deben ser los catalanes y solo ellos quienes decidan lo que son: si son o no esencialmente distintos –es decir, incompatibles– de los españoles y si, por lo tanto, deben convivir bajo el mismo Estado o ser “soberanos”. Primero es el pueblo y solo después, la ley.

Esta sería, a grandes rasgos, la perspectiva nacionalista-schmittiana de la cuestión de la soberanía y del “dret a decidir”.

Ahora sí: por qué el procés en Cataluña no es democrático

Sin embargo, existe otra definición de soberanía, que es la que se desarrolló en la Europa de la Ilustración, la del nacimiento y desarrollo de la democracia liberal y los Derechos Humanos.

Según esta idea, gestada en un continente aún sembrado de monarquías, la soberanía se definiría en dos direcciones: por un lado, el derecho de los individuos a participar en el poder y en la toma de decisiones que les atañen como comunidad; por otro, su derecho frente al poder, protegiéndoles primero de los abusos de los poderes todavía monárquicos y, más tarde, frente a los posibles abusos de los gobiernos democráticos, cuando estos se excedieran en su ejercicio del poder. Esto son el derecho a la vida, a la propiedad, al trabajo, a las propias creencias e ideas, a las particularidades de su identidad, a la libertad de expresión, etc.

Ahora bien, este doble rasero de la soberanía implica que, si la democracia ha de garantizar el libre poseerse políticamente de los pueblos y de los individuos, no basta con que sea un mero sistema para sumar mayorías; es necesario además que se dote de un retén, una base mínima de libertad política, que proteja a la propia democracia y a las minorías y su derecho a la diferencia. Este retén –lo habrán adivinado– es la famosa legalidad de la que hablábamos al principio. De ahí la necesidad de hacer primar la ley sobre las voluntades políticas.

Esta misma legalidad, que es la que garantiza un régimen auténticamente democrático y no una mera dictadura de las mayorías, es la que ha garantizado durante la democracia que pueblos como Cataluña o País Vasco tuvieran blindado su derecho a mantener sus particularidades ante un hipotético intento de la mayoría castellana por acabar con las diferencias. Y este retén es también el que en Cataluña se ha tirado abajo para acabar con la democracia en nombre de la democracia; y con la soberanía en nombre de la soberanía.

El derecho a la diferencia que estaba garantizado en democracia, ahora se esgrime como argumento para intentar fundar un Estado basado en la diferencia (lo opuesto a la pluralidad). Al haber intentado romper el principio de legalidad y haber pretendido poner la representación política por encima de la ley, lo que se ha hecho es tratar de dar vía libre a la mayoría para tomar decisiones sobre el conjunto de la población catalana en los asuntos más graves.

Se produce así la paradoja de que, pidiendo ser más “soberanos” –en uno solo de los sentidos de la soberanía– el movimiento independentista ha de hacernos menos soberanos. Si una democracia basada en la legalidad nos permitía mantener nuestras diferencias razonables y participar equitativamente en el poder político; una democracia basada únicamente en la participación en el poder político ha de conducirnos invariablemente a un Estado cada vez más cercano al totalitarismo.