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Órdago a la chica en Cataluña

En Cataluña/España por

“Jugador de chica, perdedor de mus”, dicen quienes conocen los entresijos de este juego que hay que dominar para poder fanfarronear en cualquier bar castellano que se precie. Lamento decir que no me cuento entre ellos.

El caso es que lo vivido ayer en Cataluña, una declaración de independencia en diferido, con toda su pomposidad y su épica no es sino la única opción que permiten los resultados de las pasadas elecciones catalanas. Eso, o tirar la toalla e irse cada uno a su casa.

Si hubieran tenido “pantalones” o, en realidad, si el movimiento independentista contara con la legitimidad que de cara al público pretende para sí —si fuera capaz de movilizar realmente al “pueblo catalán” (ese sujeto indeterminado)– es difícil pensar que la cámara autonómica hubiera apostado por seguir “pinchando” al Estado para tratar de forzar una reacción con la que poder seguir jugando a la víctima ante el resto del mundo.

Si en Cataluña existiera una mayoría clara, activa, reivindicativa y dispuesta a salir a la calle para defender la independencia es dudoso que por mucho guardia civil que mandaran desde Madrid lograran recuperar el control. Pero no la hay.

Dicho lo cual, no me malinterpreten: lo ocurrido ayer en el Parlamento de Cataluña es grave y constituye, tal como denunció la lideresa de Ciutadans en la cámara “el más grave desafío a la Democracia de los últimos 30 años”, al nivel del golpe de Estado del teniente coronel Tejero en 1981. (Por otra parte, el discurso de Arrimadas fue brillante, no dejen de escucharlo)

Esta declaración lo que dice es que (…) a partir de ahora, los gobernantes serán quienes eligen cuáles son las leyes que quieren cumplir y cuáles no. Lo que quiere decir es que esos mismos gobernantes que obligan al ciudadano a pagar sus impuestos, a cumplir con la burocracia, a pagar sus multas, a ir ante la justicia… Esos mismos gobernantes no tienen que hacerlo porque ellos han hecho una declaración en la que deciden cuáles son sus tribunales y cuáles no.” Inés Arrimadas, 9 de noviembre de 2015.

Y esto, más allá de ser una lectura interesada del “prusés” por parte de quienes se oponen a la independencia, es tan real como que lo reconocen en petit comité los miembros del gobierno en la sombra que tienen constituido los separatistas en la ANC y el Ómnium Cultural. A continuación el “plan” explicado por el presidente de la ANC, Jordi Sánchez:

Conscientes en su fuero interno de que el resultado del 27-S no legitima su hoja de ruta, Sánchez expuso sin inmutarse que los partidos independentistas deben seguir actuando como si la independencia fuera cuestión de horas, como si estuvieran plenamente legitimados para culminar el proceso. ‘A partir de ahora lo que tenemos que hacer es hacer actos de soberanía, dar a entender que la cosa va en serio para forzar la situación’. Cuando le preguntaron qué entendía él por ‘forzar la situación’, contestó que de lo que se trataba era de obligar al Estado a reaccionar. Reconoció que al independentismo le iría de perlas que el Gobierno aplicase el artículo 155 de la Constitución, pero admitió que no lo veía probable porque entonces ‘el Estado estaría perdido’ ante la comunidad internacional“. Tribuna de Ignacio Martín en El País. 4 de noviembre de 2015

Más allá de las primeras lecturas que se hicieron tras las elecciones del 27S, en las que, como siempre que hay elecciones, ganó todo el mundo, lo cierto es que el fracaso del frente nacionalista se hace tanto más patente cuanto que su continuidad depende de una reacción del Estado para poder justificarse.

No tienen ustedes diputados ni para cambiar el título del Estatut“, les recordaba ayer Arrimadas, justo después de señalar al líder de la CUP, Antonio Baños, quien reconoció tras los comicios que “los resultados suponen una derrota del plebiscito“. Ayer Baños no intervino en la cámara catalana pero sí apoyó con su voto la puesta en marcha de una “desconexión” con España calculadamente agresiva pero comedidamente descafeinada.

La respuesta del Estado

No cabe duda de que hay quienes, en España, con toda la legitimidad del mundo reclaman la puesta en acción de toda la fuerza del Estado (que no otra) para meter entre rejas a quienes en un acto abiertamente sedicioso han optado por dejar de jugar al juego de la democracia mediante un acto de pura voluntad, saltándose a los catalanes a quienes dicen representar.

Son muchos aquellos a quienes exaspera la lentitud mastodóntica de la respuesta del Estado, que aún tardará unos días en plantear un recurso de la Declaración de ayer, que a su vez tendrá que ser analizada por el Tribunal Constitucional, que deberá emitir un veredicto para ser rechazado por los diputados de Junts Pel Sí y las CUP para que, a continuación, el Estado ponga en marcha el primer nivel de los mecanismos dirigidos a realizar una llamada al orden. La aplicación del Artículo 155 de la Constitución, para disgusto tanto de quienes exigen una respuesta firme como para quienes la esperan (los separatistas ansiosos de convertirse en víctimas) no se atisba todavía en el horizonte temporal.

Sin embargo, la estrategia del Estado pasa por asumir aquello que hay de real en la declaración que tuvo lugar ayer (la sedición) y, al mismo tiempo, por quitar hierro a aquello que hay de fantasía –no tragarse el farol– calculando que lo que no es real no ha de tener efecto: A nadie se le escapa que, sin fuerzas del orden capaces de respaldar una declaración de independencia, sin dinero para pagar sus servicios y sin la posibilidad de vender ante el mundo una respuesta violenta por parte del Estado español, el “cuento” catalán está condenado a sufrir una lenta y penosa travesía (quién sabe si agonía).

Por ahora solo queda esperar a que los acontecimientos sigan su curso, lento pero inflexible, y confiar en que Rajoy, Sánchez y quienes a día de hoy nos representan a todos los españoles no vayan también de farol. Solo podemos rezar para que tras la pretensión de evitar a toda costa entrar en el juego (sin dejar por ello de responder efectivamente al pulso), se encuentre, tal como aseguran, la firme disposición de no abandonar a quienes nos hemos visto traicionados por nuestras instituciones.

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