Jueguen a las naciones si les da la gana, pero háganlo en sus casas, déjennos en paz y respeten la democracia.
Es infantil y tramposo creer que una minoría mayoritaria tiene legitimidad democrática alguna para forzar al resto de catalanes a subirnos a un proyecto que ni queremos ni ofrece ventaja o seguridad alguna de prosperar. De hecho, solo las formas que se están empleando para llevarlo a cabo (la rebeldía contra la ley, el acaparamiento de las instituciones autonómicas, el bombardeo ideológico omnipresente y la utilización del “prusés” para tratar de encubrir a corruptos y violentos) son ya de por sí causas suficientes para que la deriva independentista a muchos nos produzca más dudas que ilusión, como bien señalaba ayer Agustín Pery.
No tiene sentido hablar de democracia sin establecer como principio inquebrantable el respeto a las minorías. Y Cataluña, por mucho que se empeñen en negarlo y en aplastar la voz de quienes nos salimos del esquema nacionalista, no es una “nación” política, en la medida en que no existe esa pretendida unidad de quienes afirman (tanto en Madrid como en Gerona) que “hay que dar una respuesta a Cataluña” o “hay que respetar al pueblo catalán”. Un Estado, y más aún un Estado democrático, no puede ni debe fundarse en el principio de homogeneidad nacional, pretendiendo suprimir los derechos de la minoría y ocultar cualquier nota discordante.
El “pueblo catalán” si es que tal cosa existe, no solamente no tiene una voz única que hable en nombre de todos sino que en las pasadas elecciones votó seis proyectos políticos distintos, con programas electorales distintos, con aspiraciones, sueños y valores distintos.
Por eso, pretender que una minoría mayoritaria (¡e incluso aunque fuera una mayoría!) imponga al resto de catalanes no ya un modelo educativo, no ya una ideología oficialista en las instituciones, no ya un modelo cultural o lingüístico, sino el arrancarnos del Estado y encadenarnos a un proyecto político distinto, no solo no es democracia sino que es una aberración.
Sí, Agustín Pery, muchos catalanes estamos acojonados. Y estamos acojonados porque la sensación que da es que España era mentira, porque nuestra joven democracia conserva aún muchos complejos que no le son propios y que le impiden hacerse valer. Al final, si no es la fuerza la que hace valer la ley (una ley democrática, no lo olvidemos) ¿qué coño hay detrás de la ley?
Hay mucho castellano a quien, desde la seguridad de su sillón, se le llena la boca de diálogo y de prudencia, insistiendo en que la fuerza legal no es propia del demócrata y que no hay que quemar puentes. Lo que no es propio del demócrata –habrá que decirles– es hacer cumplir o no la ley en función de si los infractores son muchos o pocos y pasarse por el forro el hecho de que millones de españoles nos quedamos en la estacada en Cataluña.
Al final resultará que el uso de la violencia legal se reserva para los maltratadores, los violadores y para quienes no pueden pagar sus hipotecas (que son pocos y cobardes) y no para quienes, saltándose toda legitimidad, quieren hacerme a mí y a mi familia un extranjero en mi tierra, condenándome a huir o a quedarme a ver y a experimentar en las propias carnes lo que se le ocurra mañana al ‘noupaís’, ya fuera de España, de la UE y de todo cauce de racionalidad.