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Los dos círculos de la democracia

En Cataluña/Cultura política/Pensamiento por

Perdonen que uno vuelva al manido tema catalán, pero si una virtud tiene tal turbamulta es permitirnos pensar qué es y qué no es una democracia, explorar y llegar a comprender mejor nuestro sistema político y, quizá lo más importante, sus límites. Aquel punto más allá del cual nos precipitamos al vacío.

El manido tema catalán me ha llevado a percibir que nuestras democracias representativas giran en torno a dos círculos. Uno sería lo que cabe denominar el círculo liberal. Este estaría vinculado con el imperio de la ley, la división de poderes y el pluralismo. Es un círculo yo diría que oscuro, que solemos pasar por alto, pero en el que reposa el significado más profundo de nuestra democracia. Es decir, aquellas ideas y procedimientos que, decantadas por siglos de luchas y conflictos, nos han permitido alumbrar un sistema de libertad en el que tenemos el derecho, como diría Odo Marquard, a ser diferentes sin sentir miedo.

Por ejemplo, si residimos en Cataluña, a sentirnos catalanes y españoles al mismo tiempo y a expresarnos en las dos lenguas por igual sin temor a que un franquismo al revés persiga nuestra condición dual. No es poca cosa una democracia que articule el Estado de derecho indispensable para que el pluralismo esté garantizado.

El segundo círculo lo denominaría el círculo de la demagogia. Aquí cabrían todos los abusos imaginables del flexible lenguaje democrático, desde el propio del político profesional que adula al pueblo para sacar tajada a los extremos ideológicos del populismo, el nacionalismo y el totalitarismo.

La demagogia, como decía Max Weber, forma parte de la democracia representativa, no podemos eludir su presencia y darla por amortizada. Es un fantasma persistente, el reverso de una moneda que lanzamos al aire y que, como el dios Jano, nos hace reparar en las dos caras de una misma realidad política.

La demagogia forma parte de la democracia representantiva, no puede darse nunca por amortizada.

Pero no nos pongamos literarios…Lo que quiero decir es que el círculo liberal y el círculo demagógico constituyen el alfa y el omega de la democracia. Esta afirmación significa que la versión buena de la democracia siempre debe tener las armas listas y en regla para enfrentarse a su poderoso y deletéreo hermano gemelo, respecto del cual es moralmente superior, pero con el cual está condenada a reñir un combate interminable y, a veces, agotador, como estamos experimentando en nuestro país desde que se inició el fatídico procés.

Lo que el manido tema catalán ha puesto claramente sobre la mesa no es una cuestión nacional o territorial, sino de entendimiento de la democracia. Lo que ha puesto claramente sobre la mesa es la lucha entre los dos círculos, el liberal y el demagógico, el que se atiene al imperio de la ley y el pluralismo y el que, en nombre de especiosos argumentos maximalistas donde va impreso el sello romántico de lo auténtico y legítimo, desafía aquel imperio y pluralismo.

En definitiva, el manido tema catalán ha puesto sobre la mesa, en los términos de todo o nada, una elección al pie del abismo entre una Cataluña unida a España, luego diversa, plural y tolerante, y una Cataluña separada de España, luego lingüística y culturalmente homogénea, liberticida e intolerante.

El círculo liberal que envuelve, en un primer y rotundo trazo, a la democracia representativa implica políticamente una cosa por encima de cualquier otra: que ningún partido, por muchos apoyos electorales con los que cuente, puede saltarse la ley sin cumplir los procedimientos establecidos para modificarla.

Entendamos bien este principio de lealtad constitucional y autocontrol político. La renuncia al maximalismo es válida incluso cuando el partido que quiere saltarse la ley dice que no va a imponer su programa autoritariamente porque pide (exige) la celebración de un referéndum.

El referéndum catalán no por ser democrático deja de ser maximalista pues su celebración forma parte del programa máximo e irrenunciable de los independentistas, pero no del resto de sectores y grupos de la sociedad catalana (y ya no digamos del conjunto de España). No por ser referéndum este, su obligada celebración, presentada demagógicamente como un hecho democrático incontrovertible, pierde su originaria condición autoritaria y anticonstitucional. El problema, entendámoslo bien, no estriba en que el referéndum vulnere la Constitución, sino en que, por saltarse la ley, es una opción profundamente autoritaria que se sale del círculo liberal de la democracia y asienta sus reales, sin escrúpulos de ningún tipo, con nocturnidad y alevosía, en el círculo demagógico.

¿Qué hay detrás del referéndum catalán? Para mí, la pregunta que debería formular, pues late en su fondo aunque no termine de explicitarse, sería:

¿Aprueba usted una Cataluña independiente de la diversidad y el pluralismo en la que ya no todos, sino solo una parte pueda vivir sin miedo o prefiere usted una Cataluña dependiente de la libertad y la ley en la que no se persiga a nadie por razón de sus creencias?

Una pregunta como esta, que es la verdadera pregunta que colea tras la convocatoria del referéndum, ¿es asumible en una democracia? Es decir, ¿cabe preguntar cualquier cosa en un hipotético referéndum porque, en principio, es un procedimiento impolutamente democrático? ¿O hay cosas que no se pueden preguntar en una democracia porque literalmente la abocarían a vivir suspendida sobre el abismo?

Si la excusa del referéndum es válida para preguntar cualquier cosa a la ciudadanía, por qué no preguntar si toleramos o no toleramos que las mujeres puedan vestirse con minifalda, que la gente siga comiendo carne, que se pueda profesar una u otra religión, o ninguna, que se puedan emitir opiniones con las que la mayoría esté en desacuerdo o que los padres elijan la educación de sus hijos.

El límite de la democracia radica en no estirar demagógicamente los procedimientos hasta hacerlos convalidar hechos antidemocráticos.

Cualquiera de esas preguntas, aunque figuren en el programa de un partido con grandes apoyos electorales y que se compromete a organizar un referéndum al respecto, resulta inasumible en una democracia sana porque el alma liberal de esta nos dice que afectan a la libertad de las personas y que, por ello, no se puede plantear a la ciudadanía una elección democrática sobre una cuestión antidemocrática en tanto afecta a derechos fundamentales.

El límite de la democracia radica, precisamente, en no poder estirar demagógicamente los procedimientos establecidos hasta ponernos en la tesitura de convalidar hechos antidemocráticos. La ciudadanía carece del derecho a decidir sobre cuestiones que, de inclinarse al lado malo, comprometerían la libertad aunque fuera de un solo individuo. Pero, para la demagogia, todo es posible, incluso hacer pasar por democrática la muerte de la libertad.

El referéndum defendido por los independentistas en Cataluña pertenece al círculo demagógico de la democracia y, por eso mismo, por estar fuera de control, se permite hacer una de esas preguntas que, más allá de toda la nauseabunda retórica con que se adorna, amenaza con destruir nuestro sistema político, la libertad de todos, el imperio de la ley y el pluralismo. Todas ellas grandes y sonoras palabras detrás de las cuales se vislumbra lo que implica optar por un círculo u otro: vivir sin miedo al poder político o vivir aterrado por las posibles decisiones del mismo. Que es la opción que peligrosamente se desliza de este delirante procés en el que se está ventilando algo mucho más fundamental que la independencia de un territorio.

Luis Gonzalo Díez (Madrid, 1972) se dedica a la enseñanza y a emborronar más páginas de las debidas. Sus gustos y aficiones son tan convencionales y anodinos que mejor no hablar de ellos. Le interesa, más que la política, el pensamiento político. Y ha encontrado en la literatura el placer de un largo y ensimismado paseo a ninguna parte. Ha publicado "Anatomía del intelectual reaccionario" (2007), "La barbarie de la virtud" (2014) y "El viaje de la impaciencia" (2018).

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