¿Se puede ser independentista y hedonista? Separarse de España, ¿no obliga a romper con aquello que Benjamin Constant denominaba “la libertad de los modernos”, es decir, “la seguridad de los goces privados”, “el goce pacífico de la independencia privada”? Los modernos somos hedonistas y vivimos entregados al hiperconsumismo, descrito por Gilles Lipovetsky como la fuente de la identidad moral hoy en día hegemónica. Para nosotros, la única independencia objeto de adoración es la privada, la que fluye de ese mundo anodino y prosaico constituido por el trabajo, la familia, los amigos y las diversiones en que saciamos nuestra sed de espíritu…
Un independentista, en principio, es más antiguo que moderno ya que por él transpira la devoción al deber que da cuenta de su grandeza. Los movimientos de liberación nacional se nutren del heroísmo del patriota, quien, llegado el momento, afrontará la elección entre esclavitud dichosa y libertad dolorosa, entre el deseo de la amada y el amor a la nación sin titubeos ni dudas. Llegado el momento, la libertad y la nación prevalecerán sobre la felicidad y la amada. Este es el cuento épico de todo nacionalismo a la altura de su misión histórica. Un relato donde, evidentemente, no hay lugar para “la libertad de los modernos” y sí un amplio espacio para lo que Constant, no sin melancolía, llamaba “la libertad de los antiguos”. Esa libertad virtuosa y ascética que lleva al patriota a renunciar al amor, la familia, el trabajo y las diversiones y a hacer desaparecer su acomodada individualidad en la gran ola del entusiasmo ideológico, de la política de la fe, con toda su carga de dolor y sufrimiento justificados por las voces ancestrales.


Montesquieu venía a decir, cuando especulaba sobre las diferentes morales políticas, que la virtud implica un acto de voluntad por el cual se renuncia a vivir bien (independencia privada) para ser mejor (independencia política). Lo que nunca se le habría pasado por la cabeza a Montesquieu, ni a Constant, ni a Lipovetsky; como tampoco a líderes nacionalistas de la talla de un Patrick Pearse o un Ho Chi Minh sería pensar que “la libertad de los modernos” saldría indemne del enfrentamiento con el Estado opresor.
La gente normal tenemos otras prioridades que la épica política, somos más “homo felix” y “homo consumericus” que cualquier otra cosa.
Tal enfrentamiento exige, en pura lógica, unas dosis de ascetismo y férrea voluntad completamente ajenas a la ética de la felicidad que, según Lipovetsky, define a la sociedad y el hombre actuales, un “homo felix” y, también, un “homo consumericus”, mas no un hombre del deber y la virtud. Y ello a pesar de que tal enfrentamiento sustituya el alzamiento violento y armado por la insurgencia democrática y pacífica. Pues la urna y el voto, en términos de la estrategia nacionalista del 9 de noviembre del 2014 y del 1 de octubre del 2017, no son actos propios de la normalidad política, sino de una excepcionalidad política que, abiertamente, pretende diseñar una nueva realidad, la de la independencia, a las bravas, saltándose todos los diques constitucionales y legales establecidos en un Estado de derecho con el fin de evitar el lado salvaje de la voluntad popular. Tal excepcionalidad política, pese a que se pretenda suavizar mediante la falaz invocación a la democracia y el falaz rechazo de la violencia, demanda una virtud netamente antiliberal que aspira a convertir el sueño de algunos en norma de obligado cumplimiento para todos. Lo que hace indispensable poner en juego una energía ideológica y estar dispuesto a una entrega fanática y entusiasta cuyo coste en términos de sufrimiento solo puede justificarse en nombre de un imperativo político categórico. Justo el principio moral más opuesto que existe a la ética de la felicidad que predomina en nuestra sociedad.
Cuando veo a las masas independentistas, estudiantes universitarios en horas de asueto gritar sin el más leve asomo de autoironía “prensa española manipuladora”, padres y madres organizando actividades lúdicas en los colegios ocupados como si de una yincana se tratara, jóvenes que practican la estética de la resistencia al mismo tiempo que guasapean con el móvil y quedan para el fin de semana, no puedo dejar de verme a mí mismo y a los que son como yo. Es decir, a gente que, en la vida, dada nuestra mediocridad, tenemos otras prioridades que la épica política, somos más “homo felix” y “homo consumericus” que cualquier otra cosa. Esos estudiantes, padres, madres y jóvenes con los que comparto casi todo, menos las minúsculas diferencias culturales que, supuestamente, nos separan, ¿han dejado de ser modernos, han renunciado a la satisfactoria libertad de estos tiempos consumistas, se han convertido a la religión cívica del sacrificio por la patria o, por el contrario, esperan ingenua, pacífica y democráticamente que la independencia se logre sin alterar e incluso perfeccionando su estilo de vida hedonista?
El independentismo catalán no solo se ha saltado la Constitución, sino las reglas gramaticales más elementales de todo movimiento de liberación nacional
Cuesta encontrar en la historia artefactos ideológicos como el independentismo catalán. Un artefacto que predica la unión entre dos extremos contrarios, la independencia y el hedonismo, esto es, la exigencia moral de la libertad antigua, que permea las luchas nacionalistas contra Estados opresores, y el ejercicio poco ejemplar, pero muy placentero de la libertad moderna, inherente a una sociedad ajena a las pasiones políticas. Esos dos extremos unidos inopinadamente por el independentismo catalán representarían, al fin, dos nociones éticas opuestas, dos tipos de hombre situados en las antípodas el uno del otro. Dándole la vuelta a los argumentos de pensadores serios como Montesquieu, Constant y Lipovetsky y contradiciendo la evidencia histórica suministrada por la Pascua irlandesa de 1916 y la guerra de Vietnam, entre otros ejemplos de épica nacionalista, el independentismo catalán habría sembrado una intencionada confusión al proclamar que la ruptura con España sería posible sin necesidad de que los catalanes se transformaran en héroes políticos y abandonaran su estilo de vida moderno y hedonista, sin necesidad de que expusieran su trabajo, sus bienes y su libertad al sacrificio invocando la causa sagrada de la autodeterminación.
¿Se imaginan a Patrick Pearse y Ho Chi Minh aleccionando a irlandeses y vietnamitas contra el imperialismo sin abrirles los ojos a lo que tal lucha significaba y les demandaba? Incluso la insurgencia democrática y pacífica obliga a asumir un coste real en la vida de las personas que les ha sido escamoteado a las masas independentistas catalanas por sus líderes. Los cuales, sabiendo perfectamente a qué sociedad se dirigían y conociendo el tipo humano prevaleciente en la misma, se han cuidado muy mucho de reconocer en público lo que un Pearse y un Ho Chi Minh dejaban claro en cada una de sus intervenciones y escritos: que la independencia tendría un precio que únicamente la abnegación por una causa más grande y valiosa que uno mismo y su plácida existencia sería capaz de pagar.
El independentismo catalán no solo se ha saltado la Constitución, sino las reglas gramaticales más elementales de todo movimiento de liberación nacional, los heroicos y terribles valores en que se inspira, la moral antigua, severa e implacable, impuesta por el culto de las voces ancestrales. El procés ha acontecido como si la tierra prometida fuese una emulsión natural y espontánea del “goce pacífico de la independencia privada”, una performance realizada desde “la seguridad de los goces privados”, una posibilidad más de disfrute ofrecida por el hiperconsumismo capitalista, verdaderamente proteico en su infinita versatilidad, a los herederos de Wifredo “El Velloso”.

