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¿Por qué el debate público se encuentra intelectualmente cosificado?

Desigualdad, paro, pobreza, empleo, bienestar… han terminado funcionando como cifras terminológicas de datos estadísticos que trasladan un significado unívoco y cerrado sobre la realidad social.

No son palabras discutidas intelectualmente, problematizadas en tanto nombran una experiencia moral compleja y, por ello, por estar vinculadas con los casos concretos de personas singulares, poseen muchas caras y ofrecen amplias posibilidades de interpretación. Al contrario, esas palabras operan como bloques sin fisuras, estructuras simbólicas cuyo sustrato estadístico las transforma en torres inalcanzables para cualquier tentativa de comprensión moral de lo que representan.

La implicación de tales fortines verbales suele ser política. Es decir, al abordarlos como hechos estadísticamente dados, todo lo que concierne a los indicadores que rinden cuenta empírica de ellos se relaciona con las políticas responsables de que la desigualdad suba o baje, de que aumente o disminuya el paro, de que el número de personas en riesgo de pobreza se incremente o descienda. Y, al fin, con la voluntad política benéfica o malvada de cuya recta o perversa intención dependen aquellos movimientos que tanta repercusión tienen en la actualidad.

Que el debate público se base en la hegemonía de unas palabras-estructuras que se dan estadísticamente por supuestas explicaría por qué dicho debate se limita a una cuestión de elegir entre políticas y justificar dicha elección con mayor o menor tino, con más o menos demagogia. Lo que provoca que no se piense el hecho de la desigualdad, el empleo o el bienestar, sino que, aceptado su simbolismo (la desigualdad siempre es mala, el bienestar resulta irrenunciable, el empleo se define negativamente como lo contrario de estar en paro), se confronten en un terreno vagamente ideológico las políticas que, supuestamente, crean desigualdad o la reducen, mejoran las cotas de bienestar o merman este con insidiosos “recortes”, aumentan o disminuyen la tasa de parados.

¿No convendría problematizar intelectualmente esas palabras-estructuras, esos bloques monolíticos ante los cuales cada uno se desnuda políticamente, para entender que representan mucho más que un agregado estadístico de datos e indicadores? ¿No convendría romper su magia estructural a fin de percibir la rica y compleja experiencia humana que hay detrás de ellas?

Al servirnos de una terminología estadísticamente cerrada, el debate público tiende a politizarse por completo. Es decir, se simplifica y pervierte hasta el punto de precipitarse en un reduccionismo asfixiante que únicamente diferencia entre buenos y malos.

Entre quienes tienen la voluntad política de acabar con las nefastas condiciones estructurales imperantes y quienes, por ser deudores o exponentes de sórdidos intereses, hacen el juego a dichas condiciones.

Si miramos al pasado, descubrimos que, por ejemplo, en el siglo XIX, la manera de hablar de política, los lenguajes públicos de referencia y, en definitiva, la batalla ideológica no eran tan monolíticos como en la actualidad. Las ideas esgrimidas por unos y otros estaban abiertas a la imaginación moral de quienes las empleaban, fuesen intelectuales, políticos, periodistas o ciudadanos. El debate no consistía tanto en elegir entre opciones políticas como en explorar ideológicamente los diversos significados e implicaciones de las realidades sociales.

Hoy en día, nadie parece preguntarse, al hablar de desigualdad, qué formas de ésta son positivas y cuáles negativas, qué formas alientan la emulación y una sana competencia y cuáles abortan incluso el deseo de esforzarse para mejorar socialmente.

Tampoco se atribuye al empleo otro significado que no sea el de no estar parado, bloqueándose, con ello, la posibilidad de pensar el empleo como trabajo, en el sentido positivo de lo que tal circunstancia vital aporta al carácter de la persona, que involucra muchas más cosas que tener o no tener un sueldo a fin de mes. Ni, Dios nos libre, se osa cuestionar la noción estructural de pobreza, reduciéndose ésta a la penosa condición de unos sujetos sin margen personal de maniobra para buscar unos mínimos de dignidad y autonomía en su depauperada situación. Como tampoco se equilibra el sagrado bienestar con alguna prudente invocación al perfeccionamiento individual, verdadero fin, y límite, de un bienestar correctamente entendido, que no degenere en la impostura social de confundir derechos con deseos.

Quizá, cuando nos preguntemos de nuevo con inquisitiva ingenuidad apolítica por los diversos significados e implicaciones de hechos tales como la desigualdad, la pobreza, el bienestar y el empleo, el debate público dejará de ser un juego puritano y mecánico de suma cero y recuperará el espíritu de una sana búsqueda intelectual.

Para ello, habrá que destruir esa poca santa alianza, hoy en día dominante, entre la construcción estadística de palabras-estructuras sin controversia posible y la simplificación y mezquindad políticas de las explicaciones ofrecidas a nuestros problemas mediante aquellos bloques terminológicos inmunes a la imaginación moral. Que solo valen para un duelo a garrotazos en horarios de máxima audiencia.

Luis Gonzalo Díez (Madrid, 1972) se dedica a la enseñanza y a emborronar más páginas de las debidas. Sus gustos y aficiones son tan convencionales y anodinos que mejor no hablar de ellos. Le interesa, más que la política, el pensamiento político. Y ha encontrado en la literatura el placer de un largo y ensimismado paseo a ninguna parte. Ha publicado "Anatomía del intelectual reaccionario" (2007), "La barbarie de la virtud" (2014) y "El viaje de la impaciencia" (2018).

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