El oficio de periodista es lo suficientemente diverso como para acudir a simplificaciones sobre qué área del periodismo representa más fielmente la esencia de esta profesión. Cronista de sucesos, columnista de opinión, editorialista, director de sección, entrevistador, crítico de espectáculos, reportero, analista… facetas todas de un arte admirable, que nace de la urgencia de comunicar algo a alguien, que exige la convivencia más o menos prolongada con el objeto del artículo, la crónica o la noticia en cuestión y que adquiere relevancia por su valor eminentemente personal. Los productos del periodismo —escrito, radiado, visualizado— podrán transparentar más o menos la personalidad de los autores de sus piezas, pero en todo caso es un oficio que procede de personas que se dirigen a otras personas a las que dan cuenta de distintos aspectos de una realidad común protagonizada por personas.
El reporterismo es un arte sumamente delicado, pues exige combinar con sabiduría tanto la narración de hechos objetivos como el adentramiento crítico dentro de esos mismos hechos. Cualquiera que haya cubierto un evento del tipo que sea o haya conducido una entrevista relativamente extensa, sabe bien lo difícil que resulta no identificarse con el hecho o el personaje e ir más allá del fenómeno observable. Cualquiera que haya tenido que documentarse e investigar para poder preparar una crítica o un análisis decente, sabe bien lo difícil que resulta eliminar las explicaciones, los perfiles y las aclaraciones que dicen más de la recién adquirida erudición del escritor que de la historia en cuestión que se quiere contar.
Este es el difícil equilibrio que Cristina López Schlichting (Madrid, 1965) consigue en la mayoría de sus reportajes. Para muestra, un botón. En marzo de 2001, El Mundo publicaba “Las nuevas esclavas” en su suplemento Crónica, una interesante pieza en dos partes sobre el mundo de la prostitución en España. La parte objetiva del reportaje venía indicada en la entradilla, en los pies de foto y en algunos datos recogidos dentro del reportaje (el negocio lo controlan diez hombres, poseen hoteles y salas de alterne, mueven 4 billones de las antiguas pesetas, etc.). Pero esto no era ni lo más significativo ni lo más brillante del texto. Al inicio del reportaje, López Schlichting conversa con un “empresario” del alterne de Madrid que se autorretrata con sus declaraciones: un tipo convencido de estar llevando a cabo un negocio tan legítimo como otros.
Un reportero al uso quizá se hubiera quedado ahí y, como mucho, habría introducido algún comentario propio o de otro. López Schlichting da un paso más y le cuestiona. Le pregunta si lo sabe su esposa (al principio no, luego sí), si sus hijos conocen a qué se dedica (no, lo que quiero es que reciban una buena formación), si el negocio no le causa problemas morales (algo, pero defiendo a mis chicas) y si no le molesta llevar una doble vida (un poco, pero en mis salas me encuentro a la misma gente que fuera de ellas). La conversación queda ahí. Algunos párrafos más adelante, la periodista describe cómo es un night club y recoge las opiniones de gente del sector, críticos con el hecho de que el empresario en cuestión tenga habitaciones con cama en su club, cuando en teoría son clubes y no burdeles. “Él dice que son camerinos”, acaba el reportaje. Y de un modo magistral. ¿Por qué? Porque en pocas líneas permite al lector formarse una opinión sin imponérsela. ¿Cuál? Variará de un lector a otro pero, al menos, la autora nos ha dotado con los suficientes elementos de juicio para saber que el empresario no es fiable —es un tipo con dos caras— e incluso, a más a más, para pensar que el negocio entero del alterne es una gran mentira.
Yo viví en un harén recoge algunos de los que ella misma considera sus mejores reportajes entre todos los que realizó en el período que va de 1989 a 2001, esto es, desde la caída del Muro de Berlín —que ella cubrió— hasta los atentados contra las Torres Gemelas. La selección, claro está, puede resultar discutible, y no todos los textos están al mismo nivel de calidad, pero sí revelan que hay una periodista con cabeza detrás de ellos, “poseída por un deseo intenso de enterarse de cuanto ocurría, apuntarlo con minuciosidad de notario y transmitirlo con pasión de escritora para que sus lectores pudiesen hacer el viaje con ella y vivir la aventura a través de ella” (p. 11). Una periodista que, más incluso que su afán por relatar unos hechos con fidelidad, destaca por no perder nunca de vista la necesidad de contar con un criterio sólido. Un criterio que, de algún modo, ella misma explicita en el prólogo y que se apoya en dos premisas: la realidad es positiva y el ser humano está constituido por el deseo. Una premisa existencial y antropológica que dirige y se convierte en pauta metodológica.
Como reconoce la autora, “la realidad siempre le ha atrapado y ha sido estímulo para contar algo interesante a los lectores”. ¿Cómo? Reconociendo, por detrás de las cosas, “la pregunta sobre el significado de la existencia, la urgencia del misterio que envuelve la vida del ser humano y nos revela que estamos hechos para algo más que llenar la tripa, multiplicarnos y morir” (p. 14).
El libro se compone de dieciséis historias divididas en cinco secciones. Y se lee con facilidad y soltura, si bien en ningún caso se llevará el lector la impresión de estar leyendo pura información o simples noticias. Al contrario, saldrá enriquecido en su comprensión del mundo islámico, la seducción deshumanizadora de la ideología, el poder destructor del mal, el oportunismo político o la luminosa esperanza que aporta la entrega desinteresada por los demás.
En tierra de hombres
Uno de los temas recurrentes del libro, en efecto, es el Islam, que ocupa de algún modo los reportajes de López Schlichting en Yemen, España, Irán, Ceuta, Albania, Argelia y Kosovo. Cada uno tiene como eje una historia distinta: la convivencia en una familia poligámica (“Yo viví en un harén”, pp. 19-44), los conversos hispanos al islam (“Yo, Yusuf Martínez”, pp. 45-58), la entrada en la era Jomeini (“Ser mujer en Irán”, pp. 59-71), la frontera hispano-marroquí (“Saltar la frontera de Marruecos”, pp. 75-87), la guerra civil albanesa (“Así entré en Valona disfrazada de monja”, pp. 117-130), las religiosas misioneras (“Monjas en tierra infiel”, pp. 251-265) o el terrible conflicto fratricida entre serbios y croatas (“Kosovo, la última batalla”, pp. 267-295).
Ideología contra experiencia
Otro tema de interés que aparece en el libro es lo cegador e inhumano que resulta la sujeción a postulados ideológicos. Es lo que se desprende del tramo del libro que recoge los reportajes sobre el terrorismo de ETA. En “Yo estaba allí cuando mataron a Miguel Ángel” (pp. 133-145), López Schlichting se traslada al País Vasco para captar el ambiente que rodeó al secuestro, chantaje al Estado y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco, un joven corriente cuyo único “fallo” era ser concejal en Ermua del Partido Popular, por aquel entonces en el gobierno de la nación. La familia, los amigos, los compañeros de trabajo, los vecinos de Ermua y Éibar, cada cual queda retratado en su reacción ante el hecho: consternación, temor, rabia, dolor, emoción, valentía, tristeza. Pero todo el mundo se sintió afectado por lo que, a todas luces, era un juego intolerable con la vida de una persona inocente…
…Todos menos unos pocos reunidos en la herriko taberna de Ermua, adonde se dirige la periodista para intentar comprender qué piensan quienes apoyan a ETA. La voluntad de estos últimos de interpretar las cosas a su favor es más que patente cuando, ante la pregunta de qué piensan sobre la concentración de quince mil personas del pueblo en protesta por el secuestro, uno de ellos responde que es fruto de la manipulación de los medios. “Pero hay una persona amenazada de muerte…”, argumenta la periodista. “Sí, pero ¿quién es el asesino?” contesta el batasuno. Sin amedrentarse ante una contestación tan cínica, López Schlichting da un paso más y les pregunta si consideran “que una idea es más importante que la vida de una persona”. Todos parecen callar… “Yo sí”, contesta de repente una chica joven, que a continuación se justifica alegando que la incomunicación y la violencia pueden ser malas, pero entrar a discutir esas cosas sería como dar la razón al enemigo. “Es verdad que a veces me miro y me doy miedo a mí misma”, termina la chica. Pero, para ese momento, ya ha quedado claro la deshumanización de la ideología, que obliga a escindir cabeza y corazón, y a censurar lo que sería una reacción perfectamente humana y normal (a saber, la condena o repulsa hacia aquellos que asesinan inocentes) a favor de su justificación racional.
Es lo mismo que la periodista encuentra cuando acude a la herriko taberna de Andoain, el pueblo donde asesinaron a José Luis López de Lacalle, antiguo militante comunista, administrativo y periodista autodidacta. Los parroquianos batasunos ofrecen todo tipo de justificaciones: algo habría hecho, se lo buscó por chulito, también sufre el asesino, con sus artículos otros perdían su libertad, matarle es un acto de libertad… (pp. 164-165).
Como se ve, estos son asuntos que van más allá de la mera información y que tocan directa y existencialmente al lector. Es lo mismo que consigue la periodista en el resto de reportajes, como cuando percibe la soledad de los camioneros (“Una semana en un camión”, pp. 89-104), el afán latente de felicidad del cliente que paga por sexo (“El día en que fui puta”, pp. 105-115), el dolor de los violentos (“Skins: odio en vena”, pp. 211-222) o el poder destructor del mal, presente tanto en las minas instaladas en electrodomésticos, como en la limpieza étnica (matar y quemar cadáveres) y el odio racista entre serbio y kosovares.
En la siguiente parte, concluiremos con algunos apuntes conceptuales.