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Líneas a un amigo

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Un homenaje póstumo, especialmente de forma escrita, suele adolecer de las siguientes características: es cursi, lacrimoso, está plagado de calificativos, amplifica las virtudes del fallecido, a veces busca revanchismos extraños, le cuelga medallas personales difíciles de encontrar en la hemeroteca, escenifica las circunstancias comunes que trazaron la relación; buscando dejar claro de todas las maneras posibles la cercanía con el extinto en cuestión.

No hay nada malicioso en este proceso. Es un resultado espontáneo, propio del que tiene poco trato con la muerte. De hecho, creo que está lleno de buena intención y cariño. Es una forma, en definitiva, de dejar patente que no sólo nos vale con un quirúrgico “descanse en paz”, “mi más sentido pésame a la familia” o el Emoji que junta las manos en actitud piadosa.

Los que se lanzan a escribir en un ejercicio de memoria histórica interpersonal buscan ensalzar recuerdos que, por lo general, no tienen nada de extraordinario: una clase cualquiera, la espuma de una pinta en un labio canoso, una carcajada sacada fuera de contexto, un brazo tibio y arrugado por encima de tu hombro en la fiesta de graduación. Sin embargo, estos momentos -que es el decorado de lo cotidiano- cobra un relieve singular cuando te llega la esquela del ser querido al móvil. Ya no vive. O lo que es lo mismo: ya solo me quedan mis lugares cotidianos con él. Por tanto, la fragilidad de mis recuerdos. Por tanto, la posibilidad de que más pronto que tarde le olvide y sea solamente un nombre pegado a una sensación entrañable.

Y nada más.

Núcleo duro democresiano pensando en las Melopeas del 2018

Ocurre entonces lo humano. Rebelarse contra el tiempo. Hacerle trampas a la memoria como si por hacer un repaso febril de lo que había en común fuéramos a conservar cada instante vivido. Vamos al WhatsApp para ver la última conversación, la última vez que se conectó. Rememoramos los últimos encuentros al por menor: ¿de qué hablamos? ¿qué me contó? ¿cuándo habíamos dicho de volver a vernos?

Nos lanzamos a releer sus textos publicados, donde quedarán encerrados por siempre sus ecos y carraspeos inconfundibles. Te ruborizas porque te ves haciendo correcciones que no se acometieron en su momento y que definitivamente no tocan ahora. Sin embargo, tras cerrar el editor de texto, queda el rescoldo crítico: algunos de estos artículos están demasiado afectados de la asepsis de adjetivos, santo y seña de los periodistas de raza que no tuvieron carrera sino escuela.

Otros, los menos pero más sabrosos, son agudos y con cierta sátira de la que andan bien provistos los mejores maestros, empeñados en aprovechar cada oportunidad para dar su pedagogía.

Empiezan entonces a reproducirse las batallitas en el aula de redacción periodística del viejo lobo del cuarto poder. Aquellas que relataban a un tierno Suárez dándole indicaciones como director general de TVE, las peleas con los jefes de la radio en los sesenta y setenta, las peripecias de su viaje a Rusia con los de la Asociación de la Prensa de Madrid, donde le perdieron las maletas en San Petersburgo.

Cuando queda agotado este recurso, se pasa de la introspección a la acción sentida. ¿Habrá funeral? ¿ya habrá sido? ¿tengo una corbata negra? ¿y el traje? ¿estará limpio? ¿cómo me entero? ¿a dónde llamo?

Las prioridades del día se disipan. El cumplimiento de obligaciones se pospone. Esta situación fuerza a la justificación con los demás y entonces se mete algo impostado que te da la sensación de estar removiendo el aura del ausente: la culpa de no saber rendirle el adecuado homenaje a tu amigo.

Como vivo que escribe a un ausente, solo queda agradecimiento por el que se prestó a escucharme cuando en el sueldo no andaba esa competencia. A corregir una y otra vez los textos para que estuvieran más afilados y precisos.

Espero con ternura confiada nuestro próximo encuentro.

Pero aún no.

 

El pasado sábado 19 de mayo, Homero Valencia Benito, el que fuera director de RNE, colaborador de Democresía y amigo cercano de esta casa, falleció a los 75 años de edad después de una larga pelea contra el cáncer.

Todos los amigos de Democresía prometemos una pinta por su eterna salud. Hasta pronto, maestro.

 

(@RicardoMJ) Periodista y escritor. Mal delantero centro. Padre, marido y persona que, en líneas generales, se siente amada. No es poco el percal. Cuando me pongo travieso, publico con seudónimo: Espinosa Martínez.

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