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La literatura de voces de Svetlana Alexiévich

En Democultura/Periodismo por

La llamada literatura de voces de Svetlana Alexiévich tiene el mismo propósito que el tipo de periodismo que reconocemos en Kapuscinski; un periodismo intencional, que busca remover las conciencias y provocar algo concreto. Un tipo de periodismo que nos recuerda qué es lo verdaderamente humano y que pone en su justo valor aquello que somos y vivimos. Por ello, la obra de Alexiévich no pretende ser una crónica periodística ni tampoco una obra de literatura sin más, sino (y he aquí la novedad) algo nuevo que integra ambos géneros y que saca lo mejor de cada uno para crear riqueza literaria con lo mejor de la escritura periodística.

En una entrevista que le hicieron en El País, Alexiévich cuenta que  fue firme defensora del régimen soviético, pero lo que vivió allí fue un antes y un después. Un viaje a Afganistán para repartir juguetes a un hospital de Kabul le cambió su juicio sobre los acontecimientos. Afganistán estaba ocupado por el ejército de la URSS y, cuando Svetlana le dio un juguete a un niño,  su madre la apartó diciéndole: “mira lo que han hecho tus soviéticos, como hizo Hitler”. El niño no tenía piernas ni brazos. 

A raíz de esa experiencia, escribió “Los muchachos de zinc”, que cuenta la historia sobre el regreso a Rusia de personas muertas en ataúdes de zinc sellados y la negación por parte del gobierno ruso de que todo eso hubiera ocurrido. El libro recibió durísimas críticas por parte del Gobierno.

Alexiévich durante un viaje a Afganistán, en 1988.

A día de hoy, Alexiévich es una gran crítica del gobierno ruso de Vladimir Putin, así como del conjunto de la élite política rusa. Les critica que no se atrevan a denunciar a su presidente por la corrupción política y la desigualdad social  en pos de unos pocos. Decía en un debate de Aspen Institute en Barcelona“ahora la gente tiene mucho que perder, antes sólo las ideas”.

Ha sido perseguida por el gobierno soviético en varias ocasiones a causa de sus libros. En el año 1985, antes de la caída del Muro de Berlín, le impidieron publicar “La guerra no tiene rostro de mujer”. A pesar de ello,  Alexiévich, con una valentía digna de admirar, no se ha dejado opacar y ha sido reconocida por instituciones importantísimas para el mundo de la literatura y del periodismo.

A raíz de sus palabras y por lo que sugiere la experiencia de leer alguna de sus obras, sería injusto describirla sólo por su trayectoria o profesión, ni siquiera por el reconocimiento social que tienen sus galardones. ¿Por qué? Porque ella no lo hace así con sus entrevistados. Svetlana es, ante todo, una mujer de oído. Una mujer que tiene el don y el arte de plasmar en papel lo que escucha, captando los entresijos de unas vidas que le dan un poquito de sí. Sabe leer lo que está detrás de la palabras, captura lo invisible, narra el drama de la vida humana como pocos saben hacerlo, logra plasmar la nostalgia por lo que pudo haber sido y la esperanza que irrumpe al de haber seguido con vida.  En definitiva, todo aquello que las estadísticas no pueden contar cuando se sufre una guerra. Y esta es su gran aportación y su valor, su don particular que ha tenido a bien compartir a través de sus obras con cada uno de nosotros. Literatura de voces.

Flaubert decía de sí que era un hombre de pluma, yo diría de mí que soy una mujer de oído.

El hecho singularísimo de que los relatos estén escritos tal cual lo cuentan los protagonistas, en primera persona y con sus propias palabras, sin modificaciones en el uso de las mismas, sin cambios en las expresiones y en el orden o en el modo de contarlo, hace que los entrevistados pasen a un primer plano. Es como si la autora quisiera desaparecer, dejándoles a ellos un protagonismo casi total. La manera de contar estas historias son, sin embargo, palabras potentes y llenas de fuerza, aunque en apariencia se la autora haga silencio.

Alexiévich, al elegir este formato, renuncia casi por completo a brillar como escritora y como periodista, a dar a conocer su forma de escribir y el arte de su relato. Renuncia a sus interpretaciones explícitas sobre los hechos aunque, de alguna manera, implícitas en la elección y el orden de los testimonios. Paradójicamente, esta pureza y honradez hacen que no pueda pasar desapercibida. Su obra es una palabra arrolladora al mundo que cuida con mimo y que sabe valorar la importancia de un dolor escondido de personas anónimas que conforman la historia. Ahora ya no son tan anónimas.

“Por sus escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y coraje en nuestro tiempo”, dijo la Academia Sueca a raíz de que le concedieran el Premio Nobel de Literatura en 2015. Ella dijo en su discurso: “Flaubert decía de sí que era un hombre de pluma; yo diría de mí que soy una mujer de oído”

En todas sus obras, el tema de la muerte es constante. Últimos Testigos o Voces de Chernóbil son dos ejemplos muy representativos. La vivencia de la guerra era para aquellos que la contaban una experiencia de muerte en varios niveles, aunque siguieran con vida. Guerras que se convierten en personas, y personas que abren de tal manera su corazón que el lector, casi sin darse cuenta, transforma su mirada hacia una realidad que creía conocer.

Tamara Parjimóvich, que tuvo que vivir la Segunda Guerra Mundial en Bielorrusia siendo niña, cuenta que cuando su marido le pidió matrimonio, estalló en llanto. Su marido se asustó pensando que no era feliz con él. A raíz de esto, ella dice esto en Últimos Testigos: “(…)en realidad, nunca puedo estar del todo feliz. No se me da bien la felicidad. Me da pánico. Siempre me parece que se acabará de un momento a otro, me acompaña siempre”.

El hilo de historias captura los detalles de tal manera que logra reproducir en un español de nuestros días que no ha pisado la guerra, la empatía y la cosmovisión de aquellos niños que a sus pocos años ya habían vivido experiencias límite inimaginables, atroces y, paradójicamente, llenas de vida.

¿Qué me da la guerra? No entiendo lo que son los desconocidos porque mi hermano y yo crecimos entre gente desconocida. Nos salvó la gente desconocida. Pero ¡si no son desconocidos! Toda la gente es familia. Vivo con esta sensación, pero a menudo me decepciono. La vida en tiempos de paz es otra cosa…”, reflexiona uno de esos últimos testigos.

Alexiévich, una y otra vez a través de sus entrevistados, abre la puerta de una manera excepcional a la contradicción que existe dentro del ser humano. El calificativo no puede ser otro que “excepcional” por el gusto, la delicadeza y el valor que he descubierto que tiene la ausencia de conclusiones hechas o respuestas rápidas. Una “ausencia” que en realidad es presencia porque pone al lector, de un plumazo, ante las preguntas que nos queman, incluso cuando es evidente que la experiencia de quien lee es totalmente distinta de las personas. Literatura de voces.

La obras de Alexiévich tocan, afectan, cuestionan, educan. La mirada hacia las guerras (las pasadas y las que vivimos hoy), se transforma. El periodismo que tan nostálgicamente anhelamos algunos pasa de una teoría idealista (y muchas veces frustrante) a un periodismo que abraza la realidad hasta las últimas consecuencias, muchas veces sumido en el dolor y, lo mejor de todo, posible. Leer a  Alexiévich deja un anhelo de silencio que no sé explicar del todo, me recuerda a Momo, esa niña de la novela de Michael Ende que transforma a quienes escucha:

“Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía (…).Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. O los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres. 

Y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era sólo había uno entre todos los hombres y que, por eso, era importante a su manera, para el mundo.”

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