La “delgada línea roja” es una expresión utilizada generalmente para resaltar la fragilidad, en muchos casos, de la frontera entre lo correcto y lo incorrecto, aunque su origen primitivo fuera la línea de 500 casacas rojas ingleses que detuvo, el 25 de octubre de 1854, a 2.500 jinetes de la caballería rusa en la épica batalla de Balaclava, en la guerra de Crimea.
En el mundo de la comunicación puede usarse para, por ejemplo, señalar la aparente facilidad con que algunos periodistas y algunos medios saltan de la información al espectáculo. En los últimos tiempos hemos vivido algunos ejemplos de esta información-espectáculo, como la imagen conmovedora del niño Aylan Kurdi ahogado en una playa turca durante el viaje de su familia en busca de tierra de asilo en Europa. Aunque son muchas las personas que naufragan huyendo del horror, solo la imagen de Aylan convirtió el horror en noticia. Muchos dirán que en este caso esa imagen despertó la conciencia de muchos europeos y, sobre todo, de sus dirigentes políticos. Y que, en definitiva, su amplia y reiterada difusión fue positiva.
Pero en otros casos sobrepasar esa delgada línea roja establecida por los principios éticos puede hacer saltar las alarmas. Algunos recuerdan todavía la fotografía de un colaborador del New York Post en la que se ve a un hombre que intenta subir al andén después de haber sido arrojado a las vías del metro. A los pocos segundos de que el fotógrafo disparara la cámara el hombre fue aplastado por el tren.
Tampoco ha caído totalmente en el olvido el caso del fotógrafo que se suicidó poco después de obtener el premio Pulitzer por la foto que tomó en Sudán en la que se ve a un buitre esperando, a unos pocos metros, la muerte de una niña famélica.
Y no demasiado lejos en el tiempo se encuentra el suicidio de la enfermera inglesa por haber recogido la llamada de una locutora y de un locutor de una emisora que se hicieron pasar por la reina Isabel II y el príncipe Carlos para obtener información sobre el embarazo de la princesa de Cambridge, ingresada en el hospital en que prestaba servicio la enfermera. En este caso, la mayoría recordó que suplantar a una persona es una falta o un delito, y que obtener información de carácter reservado suplantando una identidad está castigado.
Es cierto que siempre ha habido bromas de este tipo, como cuando, en nuestro país, el locutor de una emisora catalana habló con el rey Juan Carlos haciéndose pasar por un representante de la Generalitat, aunque en este caso la emisora decidió no transmitir la grabación por motivos deontológicos que figuran en su libro de estilo. Sin embargo, estos motivos no importaron a una emisora radiofónica nacional que difundió una conversación de alguien que se hizo pasar por el presidente electo de Bolivia Evo Morales con el entonces presidente del Gobierno Rodríguez Zapatero. La emisión estuvo a punto de provocar un conflicto diplomático porque los bolivianos consideraron la broma como una ofensa.
Estos saltos de la delgada línea roja plantean el eterno debate sobre el papel de los periodistas en algunas situaciones y sobre la frontera deontológica que no se debe traspasar. ¿Debe un periodista intentar salvar una vida (metro de Nueva York, planicie de Sudán) o desempeñar su labor de informar? ¿Es moral suplantar la personalidad de otro (hospital inglés, felicitación a Evo Morales) para obtener una noticia?
Aunque la frontera sea aparentemente difusa, las asociaciones profesionales de periodistas subrayan que debe seguir prevaleciendo la ética, porque saltarse esa delgada línea roja acaba por hacernos caer, en algunos casos, en la ilegalidad, y siempre, en la inmoralidad.