El juicio mediático: cuando las euménides se vuelven furias

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Como bien sabe todo lector de Dombrovski, el blanco de la ira de los revolucionarios no es el poder, sino los contrapoderes. El derecho, la religión, el funcionariado independiente o la prensa libre formarían parte de esa “facultad de las cosas inútiles” que estorban a quienes quieren diseñar una sociedad futura perfecta, por supuesto a su antojo y bajo su preclara batuta.

Si la prensa libre es un contrapoder, ¿qué es “la otra” prensa?, es decir, la prensa real, la que todo el mundo lee y, sobre todo, ve y escucha por televisión. En su ensayo La prensa libre, mi compatriota Hilaire Belloc, a un siglo de distancia, veía a la prensa dominante como un verdadero poder “por encima de políticos y funcionarios, nombrando y derribando ministerios, imponiendo políticas y usurpando la soberanía sin ninguna responsabilidad”. La usurpación de la soberanía estaría llegando incluso a aquel aspecto más básico y esencial de la civilización y más necesario para la supervivencia de la comunidad: la justicia.

Esquilo ya nos advertía contra el “ojo por ojo” y la inutilidad del ansia de venganza de las furias (las innombrables Erinias, ¡ya las he nombrado!) que perseguían implacablemente a Orestes, hasta que la diosa Atenea las transforma en las benévolas y civilizadas Euménides. Este mito nos cuenta como la venganza es sustituida por la justicia procesal, entendida como un instrumento para introducir la razón en los procesos, con la consiguiente garantía para los acusados, y al mismo tiempo establecer que los castigos solo pueden ser administrados por representantes legítimos de la comunidad.

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El cine, que en un tiempo no tan lejano ocupó el papel del teatro como medio de entretenimiento con trasfondo educativo, nos deja también varios ejemplos, entre los que destacaríamos La jauría humana (1966), de Arthur Penn, en la que un sheriff íntegro y cabal trata de evitar que una multitud enfurecida linche a un sospechoso. Personajes como este agente de la ley interpretado por Marlon Brando, o aquel Atticus Finch de Matar a un ruiseñor, son los verdaderos defensores de una sociedad justa y libre, porque defienden a la comunidad no de una amenaza externa sino de su propia furia y deseo de venganza, que la hace moralmente débil y manipulable.

Los valores que estos héroes representan e invocan al no transigir, que sería lo más cómodo, con el consenso de la masa dispuesta al linchamiento y jugárselo todo frente a todos en defensa de causas perdidas, de estar presentes en la mayor parte de la ciudadanía y de tener ésta el coraje de estar dispuesta a defenderlos, constituirían el más efectivo y definitivo contrapoder que blindaría a la comunidad ante cualquier intento de abuso. Mas no siendo así, han de ser unos pocos, entre otros los exiguos representantes de la “prensa libre”, los que se vean en la desagradable obligación de explicar lo evidente, de decir a todo el mundo que “el rey está desnudo” y ellos ciegos de tanto taparse los ojos.

La otra prensa, la de verdad, ha adquirido tal poder que, consciente o inconscientemente (no sabemos cuál de las dos opciones es la menos mala), nos ha hecho, en el lapso de unos meses, comulgar con dos ruedas de molino totalmente contrapuestas. Si hasta hace poco nos convencían de que la prisión permanente revisable para asesinos reincidentes era una abominación que erradicaba el fundamental derecho a la reinserción, ahora nos facilitan sin rubor imágenes y datos personales de jueces y condenados de un proceso concreto con cuya resolución no están de acuerdo. Pero hay algo más que una simple contradicción de ideas entre ambas mercancías defectuosas que nos han sido suministradas con machacona insistencia. Introducir una determinada pena, por dura que sea, por un crimen, resulta legítimo en tanto se haga por los procedimientos legales adecuados y se aplique con objetividad. Pero mediatizar un asunto concreto con total desdén, cuando no abierta desaprobación, hacia la labor judicial, supone sacar a las Erinias allí donde las Euménides no han servido a nuestros propósitos.

Sin embargo, aún nos queda una esperanza en medio de tanto despropósito: la prensa libre. Según Belloc, cada medio independiente incluido bajo este concepto no nos aporta por sí mismo la verdad, pues se trata de publicaciones generalmente propagandísticas, con propensión a la exageración en asuntos propios de sus objetivos, pero sí nos permite un acercamiento fraccionario a ésta, por ser capaces de tratar los temas desde puntos de vista diferentes y hallarse estos medios menos sujetos a intereses económicos dominantes y menos dispuestos a rendir pleitesía de silencio a las espirales impersonales de la corrección política. En la medida en que estas voces, pequeños pedazos de verdad, escasas pero cualificadas, puedan seguir escuchándose, la prensa libre podrá seguir desempeñando un papel como contrapoder. Pero el agua siempre corre a favor de la corriente, y los tiempos parecen ir en contra de los contrapoderes. Seamos también todos conscientes de la necesidad de preservarlos frente a la ambición desbordada de quienes aspiran al poder absoluto.

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