Timothy Snyder es profesor en la Universidad de Yale. Hasta hace algunos meses ignorábamos completamente su existencia, pero he llegado hasta él porque quería leer algo inteligente acerca del peligro anti-democrático que constituyen los nuevos modelos políticos occidentales. Era, por lo tanto, inevitable que un título como On Tyranny. Twenty Lessons from the Twentieth Century (en español Sobre la Tiranía, publicado por Galaxia Gutenberg) despertase mi atención.
Más que de un libro, se trata de un pamphlet, una suerte de vademecum con 20 instrucciones fundamentales para diagnosticar y curar la tiranía. Se lee en una hora, no solamente por su brevedad sino también por su simplicidad: no avanza hacia ninguna tesis disruptiva ni hacia ninguna interpretación revolucionaria de los sistemas políticos actuales, ni tampoco desvela hechos hasta ahora desconocidos que reconfiguren el mapamundi.
Las 20 fórmulas de Snyder para preservar la democracia son de una obviedad que desarma; y el hecho de que su libro esté cosechando un gran éxito es solamente un síntoma más del embrutecimiento social en el que estamos inmersos.
No ha pasado ni siquiera un siglo del inicio de la Segunda Guerra Mundial y de las tragedias humanitarias del siglo XX, sin embargo, acordarse de defender las instituciones (lección 2), evitar el monopartidismo (lección 3) o prestar atención a los cuerpos paramilitares (lección 6), parecen no ser ya solo obviedades que solamente haya que enseñar en la escuela, sino material académico de un profesor de Yale.
Las 20 lecciones de Snyder podrían resumirse en una única frase: “usar la razón y el sentido crítico“; esto es, atenerse a los hechos, a la realidad, sin escaparse acaloradamente hacia las teorías de la conspiración, las ideologías predefinidas y los eslóganes políticos repetidos como mantras en las manifestaciones de todos los colores políticos.
La buena política y la historia son el fruto de un enorme esfuerzo interpretativo de la actividad humana, en su complejidad e impredecibilidad, un trabajo meticuloso de memoria y de interpretación del sentido de aquello que ocurre y que ha ocurrido.
En cambio, la mala política y el revisionismo manipulador surgen cuando los hechos no significan ya nada –o, mejor, cuando significan aquello que uno quiere– y cuando lo importante es un proyecto, un programa escrito y pensado en un despacho con las ventanas bien cerradas, para después traducirlo en fórmulas cautivadoras que poder repetir con un megáfono en las convenciones y manifestaciones.
Yes we can o Make America great again, Menos impuestos para todos o No pasarán son la política traducida en un spot publicitario, lo que no estaría mal si uno se esfuerza después por comprender aquello que implican. La cuestión no es el eslogan genial o la espléndida vitrina, sino que detrás de aquellas imágenes y palabras no haya una patraña, cuando no una estafa total.
“La imagen no es representativa del producto” es la leyenda que aparece –casi ilegible– al borde de tantísimos envoltorios con imágenes brillantes. Una obviedad, que sin embargo no es superfluo explicitar. On tyranny tiene esta función, nos recuerda lo obvio: la mentira no es democrática, la violencia no es democrática, la supresión de la sociedad civil y los cuerpos intermedios no es democrático, la eliminación de la privacidad no es democrático, atacar las instituciones no es democrático.
La eterna sinfonía humana
Pactar con acciones antidemocráticas en nombre del mal menor o asentadas en teorías conspiratorias cada vez más ridículas significa repetir los mismos errores que llevaron a las grandes tragedias del siglo pasado. Se dirá que el escenario es distinto, que el contexto no es el mismo y, al contrario de lo que dice el refrán, que la historia no se repite.
Todo eso es verdad. Pero es igualmente cierto que el hombre es siempre el mismo, que su atracción por el mal no se ha movido ni un milímetro y que, por lo tanto, aún si la historia cambia continuamente, se trata siempre de la misma sinfonía humana, que con modos y formas distintas repite los mismos movimientos.
“History does not repeat, but it does instruct […] We are no wiser than the Europeans who saw democracy yield to fascism, Nazism, or communism in the twentieth century. Our one advantage is that we might learn from their experience.”
Plantear el problema en estos términos no implica, por tanto, reducirlo a una cuestión de ignorancia o de falta de conocimiento histórico. Pese a que las políticas populistas, nacionalistas o, directamente, neofascistas y xenófobas poseen su electorado entre los sectores de la sociedad más marginalizados, víctimas de una gestión económica criminal perpetuada durante las últimas décadas, no es, sin embargo, extraño encontrar ciudadanos acomodados e instruidos que apoyan a tales partidos.
El regreso de la propaganda: la posverdad
La condescendencia con las tendencias antidemocráticas, de hecho, en los últimos años ha ampliado su horizonte de un modo sorprendente sobre todo gracias a las estrategias políticas mentirosas que se han beneficiado de los nuevos medios de comunicación que han descabalgado a la televisión y la radio: Internet y las redes sociales.
Los totalitarismos del siglo XX se beneficiaron de la recién nacida radio y de la televisión (la primera transmisión radiofónica fue en 1901 y en 1926 nace el primer programa de televisión) para dirigir la mentalidad común hacia su credo. Tras la Segunda Guerra Mundial aquello dejó de ser posible o, cuanto menos, complicado, debido a que para prevenir el uso ilegítimo de los llamados mass media se elaboró una ética y una deontología profesional que tutelaba la libertad de expresión y de impresión.
Para poder ganarse la benevolencia –o la condescendencia– de los votantes, la nueva técnica del poder es la disolución de la verdad y de los hechos en un océano informativo en el que las noticias veraces se mezclan con cantidades inmensas de noticias falsas creadas ad hoc. El poder ha entendido que la mejor forma de sostener sus propias tesis, incluso las más absurdas, consiste en inundar Internet de fake news o denunciar como falsas informaciones verdaderas: en un mundo en el que las conspiraciones están al orden del día, donde todas la noticias son “urgentes”, donde las estelas de condensación de los aviones son en realidad agentes químicos para controlar nuestras mentes, no es difícil creer que el problema sea el Islam, que Clinton fue un señor de la guerra sediento de sangre o que Putin es un aliado de la democracia. Cuando todas las vacas son negras, es fácil dar el cambiazo de un toro por una ternera mansa.
“The first mode [to kill the truth] is the open hostility to verifiable reality, which takes the form of presenting inventions and lies as if they were facts.“
El totalitarismo, hoy y ayer, es como una enfermedad que se infiltra poco a poco: se empieza refutando sus tesis “casi del todo” y se termina infectado mortalmente a causa de aquel casi.
En Italia ocurrió con Berlusconi: nos reíamos de sus cuentas, del bunga-bunga, no compartíamos sus conflictos de intereses, sus leyes ad personam, y nos escandalizaban sus tejemanejes con Gadafi o Putin. Sin embargo, gobernó il bel paese durante casi diez años, porque, pese a todo, siempre había un casi que llevaba al elector a concederle el voto: la conspiración comunista o el passepartout universalmente denominado “mal menor”.
No se puede jugar al ajedrez cambiando las reglas, así como no se puede tener una democracia si se atacan sus instituciones.
Berlusconi en Italia, Le Pen en Francia, Wilders en Holanda, Iglesias en España, Trump en los Estados Unidos, Putin en Rusia y un tristemente largo etcétera de políticos que, en mayor o menor medida, han atacado las instituciones democráticas. No se puede jugar al ajedrez cambiando las reglas, así como no se puede tener una democracia si se atacan sus instituciones. Es obvio, pero hoy parece en vano tratar de recordarlo. La democracia no es un punto de no retorno, no puede darse por descontado y creer que es más fuerte que todos aquellos que por su cauce, es decir, a base de elecciones democráticas, conquistan el poder. El sistema democrático, de hecho, tiene un botón de autodestrucción y es mejor no olvidarlo.
“The mistake is to assume that rulers who came to power through institutions cannot change or destroy those very institutions—even when that is exactly what they have announced that they will do.“
Violencia “simbólica”
Lamentablemente, ninguna de las lecciones de Snyder ha quedado incólume de los ataques de los nuevos partidos antidemocráticos. Incluso los grupos paramilitares y el uso de la violencia son ahora cosas que parece que no hacen perder votos: en la convenciones de Trump, las referencias al uso de la fuerza son constantes, y no iba tan desencaminado al afirmar que “podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”. (Discurso del 26 de enero en el Sioux Center, en Iowa)
En España, partidos como Podemos (tercera fuerza política a nivel nacional) o la CUP en Cataluña (con diez asientos en el parlamento catalán) flirtean también con los movimientos anticapitalistas que no desprecian el uso de la violencia contra sus opositores políticos. Un caso emblemático fue el asalto a la sede del Partido Popular en Barcelona, perpetrado y justificado por la CUP.
La diputada Ana Gabriel, entrevistada por el diario El País, manifestó sin ningún género de culpa que el uso de la violencia es legítimo cuando es simbólico: “El asalto a la sede del Partido Popular forma parte de nuestras praxis políticas. Hay violencias simbólicas y violencias estructurales”, siendo estas últimas las que representa la política de sus opositores políticos.
El conformismo o el tácito asentimiento ante estos actos consentir con la laceración de la democracia; y el consentimiento es siempre responsable.
¿Cómo reconstruir el tejido democrático?
¿Cómo reconstruir el tejido democrático? El punto de partida es indudablemente evitar ulteriores laceraciones y una buena manera de comenzar en esta línea son las 20 obviedades de Snyder. Ya más adelante habrá que remendar los rotos, que es un trabajo mucho más lento y complicado que se llama educación: esta permite romper la superficie de los fenómenos, la apariencia, para alcanzar su esencia, esto es, su significado.
La educación, por tanto, es el sendero de la democracia, porque es el vehículo de la cultura. Internet y las redes sociales –no por nada los medios de comunicación preferidos por los poderes antidemocráticos– no parecen haber facilitado la actividad educativa. Pese a que su potencial, también en el ámbito educativo, es enorme, todo parece indicar que su uso está favoreciendo una nueva forma de barbarie.
No se trata de ser apocalípticos o integrarse, como diría Eco, sino de de aprender a utilizar estos nuevos medios sin pretender de ellos algo que no pueden darnos. Internet y las redes sociales son medios para una educación que, de todos modos, tiene que estar ya presente en una cierta (amplia) medida para poder beneficiarse de ellos.
La educación es por lo tanto, paradójicamente, un medio para el uso educativo de los nuevos medios de comunicación. Esto es lo que, según creo, expresa Snyder con un lenguaje “100% yankee”: