En este vídeo, el buen Sam Harris nos propone que el “yo” es una ilusión, y nos invita a trascenderla, en una exhortación conmovedora que une su riguroso materialismo con algunas ideas de sabor claramente budista.
(Habíamos hecho ya notar, en dos artículos anteriores (1 y 2), el gap explicativo del materialismo neurocientífico, que a partir de la observación de cierta actividad cerebral, pretende ser la causa única y suficiente de la aparición de un “yo”, de una subjetividad, de una vida interior que, por su misma naturaleza, no es “observable” directamente por una persona distinta de la que la experimenta y, por tanto, queda fuera del alcance de las ciencias naturales. Éstas pueden establecer correlaciones entre nuestras vivencias subjetivas y su base material-neuronal, pero afirmar que esta base material es toda la realidad o su única causa es una tesis filosófica, no científica, y en todo caso no demostrada).
Y en este vídeo, Sam Harris tiene la honestidad intelectual y el buen sentido de reconocer este hecho: las ciencias no pueden explicarlo todo –nos dice- la descripción neurocientífica es sólo una cara de la moneda, que no puede sustituir la experiencia subjetiva (lo que se siente al ser un “yo” no puede ser sustituido por una página llena de complicadas fórmulas matemáticas). Sin embargo, y aquí es donde se saca el conejo de la manga, nos dice a continuación que el “yo”, de todos modos, es una ilusión.
¿Qué quiere decir con esto? Cuando hablamos de una ilusión, nos referimos a una persona que, por ejemplo, caminando por el desierto ve algo –recibe un estímulo externo- y cree, erróneamente (su mente interpreta) que lo que está viendo es agua; o, por poner el ejemplo de Descartes, a un tío que ve un palo metido en el agua y cree que está roto, para descubrir a continuación que se trataba sólo de un efecto óptico. Notemos que cuando Harris nos dice que el “yo” es una ilusión parece decir algo totalmente distinto: no nos dice que estás tú, persona “A” que percibe una realidad “B” y juzga erróneamente que ésta es “C”. No, ¡nos está diciendo que tú no estás! ¿En qué sentido, entonces, podemos hablar de ilusión? ¿A quién le parece agua el espejismo entonces? Y, si toda nuestra experiencia interior es una “ilusión”, ¿existirá otra realidad- en este caso, la “Ciencia”- de la que nos podamos fiar más? Si ésta fuera su propuesta, Sam Harris se estaría cargando el sujeto que es condición de posibilidad de toda experiencia subjetiva…
Naturalmente, esta interpretación parece demasiado absurda para ser tomada en consideración. Me parece, por tanto, que cuando nuestro amigo materialista nos dice que el “yo” es una ilusión, nos puede estar queriendo decir dos cosas, a saber:
- Que tú, como ser humano, formas parte del universo, no eres algo totalmente distinto del universo.
- Que, si bien experimentas una vida interior, que no puede ser reducida totalmente por las Ciencias, “lo importante” no es eso, lo importante no sucede allí: aunque creas que tu vida funciona por las decisiones que tomas en base a tus pensamientos, en realidad tus acciones están determinadas por procesos meramente materiales, determinados por leyes puramente físicas, que suceden debajo del nivel del pensamiento consciente. Tus decisiones serían sólo los intermitentes del coche: indican lo que harás, pero la dirección la decide realmente el volante (que sería el cerebro y sus procesos físico-químicos).
Respecto a la “1”, personalmente no tengo ningún problema. No creo ser un fantasma que conduce un cuerpo, y me reconozco con gusto como parte del Universo, hecho básicamente de los mismos “ladrillos” –llámense elementos químicos, átomos o quarks- que la ameba y la piedra de río. Sin embargo, una teoría que aspire a explicarme la totalidad de la realidad debería ser capaz de explicarme no sólo la unidad, sino también la diferencia: no sólo por qué soy parte del universo, sino porque me siento como una unidad diferenciada: por qué me experimento como un “yo”, por qué siento que mi dolor de muelas y mis pensamientos son míos, en un modo que no siento los del pato que sobrevuela el Amazonas (¿hay patos en el Amazonas?). Decirme que esa conciencia es una ilusión es gratuito: es, simplemente, negar el problema para no tener que explicarlo.
Analicemos, por tanto, “2”, que parecería prometer una solución, aunque fuera parcial, al problema. Nos dice que la conciencia es un truco de magia: nos dejamos fascinar por la varita del mago y su sombrero, y no nos damos cuenta de dónde sale realmente el conejo. Pensamos que nuestros complicados razonamientos morales guían nuestras decisiones, pero nuestras acciones son en realidad causadas por meros procesos bioquímicos, tan irremediables como la ley de la gravedad y la manzana de Newton.
Ahora bien, este esquema tan sencillito y prometedor hace aguas si intentas aplicarlo a la totalidad de los fenómenos humanos: ¿cómo causa un huracán en Minnesota un titular de periódico en París? ¿Cómo causa el visionado de una película el derrame de unas lágrimas en los ojos de una niña? Si lo reflexionas, te darás cuenta de que ninguna ley física será capaz de relacionar –por principio, y no sólo de hecho- estas parejas de fenómenos. Siempre podrás decir que una determinada combinación de luz y de colores, incidiendo en la retina de la niña, desencadenó el proceso biológico que culminó en el llanto, pero estarás inevitablemente regando fuera de tiesto. Porque estarás perdiendo de vista que esa combinación de colores son una imagen, y estarás perdiendo de vista lo que significa para la niña esa imagen.
Este hecho nos puede dar una sugerencia poderosa y otro misterio: el poder causal de la información. El poder causal del significado, que como tal es independiente del soporte material en que se realiza. Si se muere tu madre y te lo dicen, da igual que la noticia te llegue por mail o por teléfono. El resultado emocional es el mismo, y no depende de ninguna ley física; depende de la información en sí, del contenido mental que te sugiere.
¿Qué es esa información? No puede ser objeto de una descripción operativa, y por ello las ciencias cuentan con ella, pero no la pueden definir. Es uno de esos conceptos que sólo es accesible a la reflexión filosófica. Y para entenderla, nos puede ayudar un poco el iniciarnos en la propuesta aristotélico-tomista del hilemorfismo. Esta corriente filosófica propone que todas las realidades materiales objeto de nuestra experiencia están compuestas de dos dimensiones fundamentales: materia y forma, o dimensión material[1] y dimensión formal. Cuando hablamos de dimensión formal, nos referimos al hecho de que todas las “cosas” tienen una serie de características estables, una serie de propiedades de su ser y de su obrar, que permiten que las conozcamos, les pongamos nombres, las clasifiquemos en especies y podamos realizar previsiones[2]. Gracias a que existe esta dimensión formal, puedo saber lo que previsiblemente me ocurrirá si me lavo la cara con salfumán, y puedo guardarme muy bien de hacerlo. Gracias a que existe esta dimensión formal, puedo llamar “husky siberiano” a dos perros distintos, y “oro” a dos piezas distintas de metal, porque encuentro en ellos una misma estructura formal y una serie de características análogas. Gracias a que existe esta dimensión formal, puedo afirmar que tu perro sigue siendo el mismo que compraste, aunque hayan cambiado ya todas las células de su cuerpo. Gracias a esta dimensión formal, en fin, existe la Ciencia y la tecnología, que parten de esa fe en que, como decía Galileo, “el universo está escrito en caracteres matemáticos”, y que conociendo y “jugando” con esa dimensión formal puedo obtener previsiones fiables sobre el futuro comportamiento de las “cosas”. La Ciencia supone, acertadamente, que toda la materia está “cargada de información”, “inFormación” que dirige y se encarna en esa misteriosa estofa del universo que subyace a todas sus determinaciones y cambios posibles. Esta dimensión formal, por tanto, no es demostrable por la Ciencia, sino que es su presupuesto necesario.
Y esta dimensión formal, ya patente en la materia inanimada, se vuelve escandalosamente evidente en el caso de los seres vivientes. En ellos una mirada estrictamente científica no podrá encontrar en ninguna parte nada llamado “vida” y, sin embargo, descubrimos en ellos algo más que una aglomeración causal de materiales varios. Existe un proyecto que da forma y dirige la materia, un proyecto que constituye órganos especializados, que estimula al organismo a defenderse de agresores y de enfermedades, que guía al viviente hacia un objetivo (supervivencia de la especie y del individuo). Sin esta perspectiva, el origen y permanencia de la vida sólo puede ser considerado como milagroso, como lo calificaba el premio Nobel y descubridor del ADN Francis Crick (que no estaba precisamente cargado, por cierto, de “prejuicios religiosos”).
Y cuando hablamos no sólo de vida, sino de vida animal, aparece un fenómeno aún más curioso: la subjetividad hace su entrada en el universo. Los animales no sólo reaccionan a estímulos (como la planta ante la luz) sino que conocen y sienten. No sólo hay una forma/información que guía su obrar hacia un objetivo, sino que aparece un “esbozo de “yo”, aparece un punto de vista subjetivo capaz de asimilar información y actuar en consecuencia.
Si se analiza lo dicho hasta ahora (dimensión formal en los seres inanimados, en los seres vivientes y en los animales), se verá que existe una jerarquía lógica entre los distintos seres, según el modo en que la dimensión formal adquiere más y más protagonismo. Las cosas tienen una serie de características formales, que determinan también su obrar. En los vivientes esta “forma” deja de ser, por así decir, un dato estático, para convertirse en un proyecto dinámico que unifica el organismo, y en los animales aparece una subjetividad incipiente que se relaciona con la información: conoce.
La diferencia humana no se debe un cambio cuantitativo, como muchos parecen pensar: un animal con más neuronas, capaz de resolver problemas más rápido. No, el hombre no es un súper-mono, un bicho más dotado para recoger plátanos con rapidez que sus primos los chimpancés. Nos encontramos ante un cambio cualitativo: el hombre conoce la información en cuanto información. Es capaz de separar el significado (la “forma”) del soporte material en que la encuentra. Por eso el hombre es capaz de lenguaje, mientras que sus primos peludos sólo son capaces de transmitir a gritos sus estados emotivos y una serie instintiva y codificada de datos concretos. Por eso el hombre es capaz de tecnología, porque tiene un mundo interior en el que puede analizar la información, aislándose de la situación concreta, y de elaborar teorías aplicables a la realidad en contextos materialmente distintos.
Así pues, el hombre supone un ser en el que la dimensión formal domina la materia, “excede” por encima de ella, se autonomiza de ella: se relaciona con ella de un modo mucho más libre que la del resto de los seres. Esta capacidad del hombre es la que ha llevado a muchos filósofos a afirmar el carácter espiritual del hombre. Espíritu no quiere decir “fantasma-que-conduce-el-cuerpo”. Quiere decir un ser cuyo principio formal, por estar unido a la materia pero, en cierto modo, libre de ella, es capaz de “volver sobre sí mismo”, de autoconciencia, de un modo que sería imposible para un ser meramente material (el ojo no se ve a sí mismo).
Se me dirá que esto no es una respuesta científica. Responderé que me parece una respuesta más seria que llamar “ilusión” a lo que mi método no es capaz de explicar. Éste es sin duda uno de los campos en que la explicación meramente científica (encuentro una cosa “X” que me explica otra cosa “Z”) encuentra sus límites. Si se quiere indagar las raíces de la realidad, se requiere una reflexión propiamente metafísica. La Metafísica elabora modelos hipotéticos, no verificables de modo experimental, es cierto, pero sí criticables racionalmente, y encuentra su fuerza en la racionalidad misma de sus argumentos (y en la confianza, claro está, de que el Universo, la Realidad…son, en última instancia, racionales).
Esta perspectiva filosófica, por otra parte, encuentra un poderoso aliento en el hecho de que la misma investigación científica esté sugiriendo que el modelo reduccionista (que busca explicar el todo a través de las partes; la realidad por los ladrillos de los que está hecha) es claramente insuficiente, y que es necesario sustituirlo por un paradigma de la complejidad, holístico, en el que el todo es cualitativamente superior a la suma de sus partes[3], y en el que a las explicaciones bottom-up hay que unir las explicaciones top-down (en que una totalidad se auto-organiza). Pensemos en cómo las ecuaciones no lineales la suma de dos soluciones no sea generalmente una solución, o en la creciente conciencia, en campo científico, de que la Biología no es reducible a la Física, y que es más bien aquella la que le dicta leyes a ésta.
Para acabar, una provocación: hemos hablado largo y tendido sobre la dimensión formal. Ahora bien, ¿cuál fue el Big Bang de la información? ¿Es realmente concebible que el Universo esté escrito en caracteres matemáticos, esté cargado de información que resulta comprensible a la inteligencia humana…y que este Universo no sea, a su vez, obra de una Inteligencia?
[1] Cuando hablamos de dimensión material no nos referimos a la materia que estudian las ciencias, como distinta de la energía, por ejemplo, sino de la “estofa fundamental” que subyace a todas esas transformaciones y que adopta todos esos rostros. En nuestra experiencia todas las realidades que encontramos se encuentran ya por definición necesariamente revestidas de “forma”, compuestas por esa dualidad fundamental: la “materia prima” de Aristóteles es, por tanto, un concepto límite, pero necesario para explicar la realidad. Del mismo modo, como espero que quede claro por la explicación, cuando hablamos de “forma” no nos referimos al aspecto exterior o la configuración física de los distintos seres, sino del principio fundamental por lo que algo es lo que es: la raíz metafísica de su identidad y de su obrar.
[2] Naturalmente, un materialista podría atribuir estas propiedades a los elementos inferiores de los que está compuesto un ser, pero, entonces, ¿quién me explica las propiedades de los elementos inferiores? Podemos iniciar una cadena al infinito, pero al final siempre nos veremos obligados a explicar por qué, por ejemplo, la materia se puede transformar en energía, y viceversa, pero sin embargo no son lo mismo: hay una base común (dimensión material) pero una diferencia (dimensión formal).
[3] La importancia de una perspectiva de este tipo para el problema de la mente, resulta evidente, si pensamos que el problema de la mente es que presenta precisamente una propiedad, la de la subjetividad, de la que carecen los componentes físicos del cerebro considerados por sí mismos.