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Un mundo conversable

En Cultura política/Pensamiento por

En ese fondo inabarcable de relatos que nos legó Grecia, hay uno que cuenta que Zeus, apiadándose de Alcyone y Ceyx –a quienes había condenado a tomar la forma de pájaros alciones–, decretó que durante unos pocos días del solsticio de invierno, en medio de las inclemencias de la estación, se produjera la calma para que pudieran construir sus nidos y resistir así a los embates del clima.

Desde entonces, los días alciónicos han sido imagen recurrente para referirse a esos momentos de aparente inactividad, de tregua con las duras pruebas del día a día, que resultan sin embargo fundamentales para acometer la tarea de vivir y sobrevivir en medio de esto en lo que consiste ser-humano, que es primordialmente ser-en-relación o, mejor aún, ser-en-conversación.

De ahí que, en 1959, un tremendamente profético Oakeshott señalara la urgencia de rescatar del “lodazal” de la a menudo penosa cotidianidad las “verdaderas conversaciones“, en un mundo que preveía cada vez más conectado y veloz pero más y más alejado de aquella tradición dialógica. El “arte de conversar” –según el pensador inglés– es lo que distingue al hombre civilizado del bárbaro, como heredero de una “larga conversación de siglos”. Un diálogo que cristalizó de forma particular en una Europa sembrada, en su momento, de salones donde ciudadanos ilustrados se reunían para conversar y en los que se fraguó en buena medida la “cosa pública” –las instituciones en sentido amplio– que hoy está en crisis.

Esa tradición, la de la larga conversación que rompe la soledad del hombre y le abre a un enriquecimiento espiritual que va más allá del mero intercambio afectivo, es precisamente la que encarnan dos intelectuales de distintas generaciones —Valentí Puig e Ignacio Peyró— que se reunieron hace algunos días en la Librería Neblí de Madrid para la presentación de La vista desde aquí.

Se trata de un libro que pretende ir más allá del género de la entrevista, escenificando un encuentro genuinamente humano, una suerte de homenaje personal de Peyró a Puig –pues el entrevistador admite en todo momento su admiración por el entrevistado–. En sus páginas hay también, sin duda alguna, una afán de compartir generosamente con el lector la amistad que une a ambos, así como una devoción común hacia los muertos. Del prólogo de dicho volumen toma prestado este artículo algo más que el título.

A lo largo de La vista desde aquí, en poco más de 200 páginas, se transcribe parte de una serie de encuentros en los que ambos empezarán por abordar las grandes tradiciones y formas literarias y con los oficios de escritor y de crítico literario (que ejerce Valentí Puig) hasta llegar a arrojar una mirada a la historia reciente de España, incluyendo algunos de sus complejos nacionales y de sus retos presentes, entre los que figuran las disputas de lengua, identidad y política candentes en la Cataluña en la que vive el escritor mallorquín.

Al margen de los muchos temas y de la abrumadora cantidad de referencias que aporta la entrevista, la “larga conversación” que ambos encaran –perpetuando así la tarea civilizatoria– se presenta a ojos de este espectador que hoy les escribe no como un mero divertimento, un descanso de la vulgaridad cotidiana o un mero ejercicio de erudición, sino como un acto de gratitud. Una gratitud hacia quienes les precedieron, que es a la vez capaz de actualizar sus intuiciones y de comprender sus errores y que solo puede entender quien se sabe a hombros de otra generación. Una de la que ha heredado no solo la gran literatura y el gran pensamiento, sino el hecho no tan obvio de que las farolas se enciendan al caer la noche y el pan llegue al barrio todas las mañanas.

Como recuerda Puig que escribió Josep Pla, la civilización se parece a “una vieja casa, una masía catalana: “El esfuerzo de generaciones que supone construir y mantener esa casa íntegra… Y la hiedra la puede destrozar en un par de años si la dinastía de esa familia no trabaja y no sigue fortificando esa construcción.

Frente al “mundo conversable” que ambos pretenden perpetuar (y que exige, qué duda cabe, de un ingente esfuerzo) se ciernen sin embargo hoy dos amenazas:

La primera, la de la incomunicación, ante la caída de la palabra pública y privada en las garras de una brevedad (de 140 caracteres, más o menos) que cercena el espíritu humano y reduce la conversación al mero grito y la decisión política a un Sí o un No plebiscitario.

Pero es que además de reducir los espacios y el alcance de la conversación, dicha deriva va unida a una pérdida de la riqueza expresiva que, según Puig, afecta de forma directa a la capacidad de nuestra generación de alcanzar significados y matices sobre los que se ha construido la civilización:

La necesidad de un lenguaje articulado es fundamental, y para tener un lenguaje articulado hay que haber leído. Eso es lo que se hacía en los salones del siglo XIX francés, lo que se hacía en los cafés de Viena, lo que se hacía en el Café Royal de Londres, lo que se hacía en la tertulia de la Revista de Occidente. ¿Eso existe hoy en día? Yo lo dudo. Me gustaría que existiera.

Oakeshott, que es uno de los grandes pensadores del conservadurismo, decía que la civilización es una conversación. La conversación depende del lenguaje. Si utilizamos un lenguaje rico, claro, de contenidos precisos, pues seremos más civilizados. Si no, nos volveremos en unos seres extraños entre la edad de piedra y la edad del plástico.

La segunda, la de la tabula rasa de quienes únicamente entienden el lenguaje de la revolución y la condena, sin comprender que, como ya señaló Chesterton, “hasta para transformar este mundo hay que estar enamorado de él”. Y estar enamorado de este mundo, como dijo Julián Marías allá por 1971, no es vivir “petrificado” en el pasado como quien se niega a ver su insuficiencia, sino descubrirse apasionado de sus mismas metas y cautivado por sus mismas esperanzas.

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