Subsidiariedad y sociedades intermedias: reflexiones sobre economía

En Economía/Pensamiento por

Empecemos por una definición. El principio de subsidiariedad se reconoce en la siguiente formulación:

como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos.” (Quadragesimo Anno, 1931, §79)

Esto significa, particularmente en el orden económico, que conviene que las comunidades más cercanas a un problema tengan la libertad de asumirlo y resolverlo.

Es importante mencionar que el principio no realiza un juicio valorativo acerca de las decisiones que pueden realizar las organizaciones más pequeñas, ni tampoco acerca del estilo de gobierno (por ejemplo, no implica una posición favorable respecto al federalismo), sino que reconoce la supremacía de la persona por sobre el Estado, el derecho a la propiedad como medio para la prosperidad, y que las personas somos seres sociales por naturaleza.

Tampoco es un criterio taxativo acerca del tamaño que deban adoptar las comunidades o las instituciones. El principio de subsidiariedad nos advierte de que, para resolver las necesidades humanas, no hacen falta ni la participación de gobiernos excesivos, ni el exceso de centralización. Además, nos previene específicamente contra de la economía centralmente planificada que caracteriza a las propuestas comunistas.

Las mayores economías centralmente planificadas

De acuerdo con el principio de subsidiariedad, entre otras cosas, no es ni conveniente ni deseable una economía centralmente planificada que se inmiscuya, así sea con buena intención, en todos los ámbitos de la vida cotidiana .

Ahora permítanme presentarles a las economías centralmente planificadas más importantes del mundo:

Fuente: El PAÍS

En efecto, las multinacionales son enormes economías centralmente planificadas, que construyen cadenas de valor tremendamente jerarquizadas, donde no existen mercados internos, se incurre en enormes costos de información, los propietarios son agentes pasivos frente a las decisiones de los directivos, entre otras características que suelen atribuirse de forma peyorativa a las instituciones públicas (Médaille, 2010, p. 197-201).

Y estas estructuras centralmente planificadas son, muchas veces, organizaciones más grandes que los temidos Estados, que imponen a estos su propia política exterior,  manejan la opinión pública y, en algunos sectores, diseñan un mundo parecido a aquel Feliz de Huxley.

Fuente: EL PAÍS

De allí que el principio de subsidiariedad no se aplique exclusivamente a organizaciones públicas, sino también a organizaciones privadas.

Se plantea frecuentemente la necesidad de promover una economía con una mayor participación de estructuras intermedias, no sólo en cuanto a indicadores como el monto de ventas o el número de trabajadores, sino en cuanto a que puedan estar subordinadas a los intereses de la comunidad, y no al revés. Esto no es una suerte de minimalismo, en el cual todas las empresas deban ser microempresas familiares o de autónomos, sino una recomendación en donde entrarán también en juego las características de la producción, la disponibilidad de materias primas o las relaciones entre las personas involucradas.

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Las sociedades intermedias

Una sociedad es un conjunto enorme de relaciones que se entrelazan, que negocian, que se comprometen unilateralemente, algunas que eventualmente se imponen también. Una sociedad saludable cuenta con una gran cantidad de cuerpos intermedios que catalizan algunas de estas relaciones y permiten elaborar un complejo juego de contrapesos donde los más débiles puedan ser protegidos y representados.

En una sociedad en la que las relaciones van desapareciendo o donde el compromiso es suplantado por los acuerdos coyunturales (relaciones líquidas), las sociedades intermedias también desaparecen o se desvirtúan. La personalidad se diluye, y finalmente, los individuos nos encontramos solos frente a grandes estructuras en las cuales no nos interesa participar y hundidos en una vida artificial, que nos hace cada vez más dependientes de procesos que no entendemos.

Se termina pensando en estructuras muy grandes (nacionales o supranacionales) o en el minimalismo carente de estructuras (individuo), enmarcándolo casi siempre en la disputa entre la planificación central y el libre mercado, olvidando por completo el papel de las organizaciones intermedias y dejando al individuo como una víctima del inmisericorde Estado que concentra toda la fuerza coercitiva, o al Estado como una empresa mercantil dedicada a satisfacer los caprichos de los individuos o las empresas.

Por demás está mencionar que la estructura mínima de una sociedad no es el individuo, sino la familia, por tanto, no la incluiré dentro de las sociedades intermedias, aunque es el primer y principal espacio de protección y edificación.

Las sociedades intermedias pueden ser tan variadas como relaciones las componen: comités de barrio, comités de padres de familia, sindicatos, gremios, cooperativas, empresas, corporaciones, comités de empresa, cámaras de comercio, federaciones, uniones, asociaciones… acerca de ellas habla elogiosamente el Papa León XIII en la encíclica Rerum Novarum (particularmente en §34).

Las sociedades intermedias, además, son un instrumento para la edificación de los individuos. Si fuesen meras bocinas para lanzar proclamas y demandas, carecerían de validez para la construcción de ningún tipo de relación. Son espacios de diálogo y crítica, ocasionalmente de autocrítica, en los que el encuentro con el otro nos permite trascender nuestros proyectos, muchas veces miserables comparados con el bien común. Es preciso observar aquí el bien potencial de las corporaciones donde empleadores y empleados se encuentran, donde unos y otros comparten sus preocupaciones y aspiraciones, y pueden colaborar.

Entre los colaboradores de la empresa no es suficiente que los derechos de cada uno encuentren una satisfacción proporcionada; la simple «coexistencia» entre ellos no es digna del hombre. Deben tener conciencia de pertenecer a una comunidad que da a cada uno tanto como ella recibe, deben contribuir -y el dirigente de empresa, primer responsable del bien común de la misma, más que cualquier otro- a crear un «clima» de igualdad dentro del orden, de libertad dentro de la organización, de respeto recíproco del jefe y de los subordinados; cada uno viendo en el otro una persona humana, razonable y libre; cada uno viendo en el prójimo un colaborador dedicado a una obra idéntica y común; en otras palabras debe haber un ambiente amigable”. (Shaw, Enrique, 1961 [2010]. p. 96, citando a Marcel Clement)

Contrasta esta construcción de sociedades intermedias y relaciones sociales con la visión cientificista de la economía, que no ve en los individuos más que autómatas guiados por el interés propio, sin ninguna percepción de trascendencia.

Si bien la mera presencia de estos cuerpos puede considerarse un buen síntoma de participación y solidaridad de los miembros de una sociedad y, por tanto es conveniente propiciarlos, como todo instrumento humano son proclives a la perversión. No son pocos los casos en los que estas estructuras se han viciado, sus cabezas se han autoproclamado representantes de quienes no los reconocen, o han descuidado sistemáticamente las demandas de sus representados para perseguir beneficios individuales.

Al igual que el Estado, y al igual que los actores relevantes del mercado, la legitimidad de sus acciones no proviene del número de sus integrantes, ni de su capacidad de participación política, ni de su rentabilidad. Una sociedad intermedia que busca exclusivamente el bien de sus representados sin tomar en cuenta el bien común es una sociedad perversa; peor aún una sociedad intermedia que ni siquiera vela por los intereses de sus representados, sino que se convierte en una “marca registrada” que sirve a la publicidad o a las ambiciones de unos pocos.

A día de hoy, alejados de la societas cristiana, la praxis y el fin de los cuerpos sociales son prácticamente diferentes en todo a las indicaciones de la Iglesia y oscilan entre el odio de clase, nunca extinguido, y el individualismo más exasperado.Brachetta, 2018

La delegación de responsabilidades

En el mundo moderno liberal se tiende a perder de vista, exacerbando los primeros y obviando los últimos, que existe una correspondencia entre derechos y deberes.

Es verdad que las estructuras más grandes no deben arrogarse las responsabilidades de las estructuras más pequeñas, pero ¿qué pasa cuando estas estructuras no las cumplen? En una sociedad del mérito y la competencia, se destruyen paulatinamente los cuerpos intermedios que protegen a las estructuras más pequeñas, y los individuos se encuentran sin espacios para resolver sus conflictos y atender sus necesidades comunes. Los individuos se encuentran sólos frente a empresas o Estados, y ante su incapacidad de entenderse entre sí, reclaman por legislaciones que les otorguen derechos, y esperan resolver todo mediantes estrictos sistemas de penas y castigos, que intentando estandarizar justicia y misericordia no atienden a ninguna de las dos.

Las pocas estructuras intermedias que quedan, como empresas, sindicatos o cámaras, cada vez se asemejan más a instituciones independientes y ajenas totalmente a su función social. Si los individuos no están dispuestos a asumir responsabilidades conjuntas, compromisos a largo plazo y a trascender en la colaboración con el otro, estas estructuras intermedias se convierten fácilmente en los botines de los directivos de turno. Las estructuras virtuosas concebidas para proteger, se convierten en estructuras de pecado que amplifican las injusticias.

Si los trabajadores son simples colaboradores externos de la empresa, es natural que exista una tensión económico-social entre ellos y los propietarios de los medios de producción.” (Shaw, Enrique, 1961 [2010]. p. 82)

Si las estructuras funcionaran para el bien común, probablemente no serían necesarias estructuras más grandes, como ejemplo:

“[La planificación estatal] resultaría innecesaria si todas las fuerzas económicas de la nación (todas las empresas y todos los grupos que participan en las actividades de las mismas) colaboraran espontáneamente en la preparación y en la ejecución de un plan económico armonizado”. (Shaw, Enrique, 1961 [2010]. p. 99-100)

En efecto, un Estado mínimo puede concebirse, no como la ausencia de regulaciones, sino como el producto de un entramado tan fuerte y complejo de instituciones más pequeñas (formales y no formales) que regulan (distinto a “reglamentan”) eficaz y eficientemente las relaciones humanas, que un Estado excesivamente propositivo pierde inmediatamente cualquier legitimidad o apoyo popular.

Conviene, por tanto, que la suprema autoridad del Estado permita resolver a las asociaciones inferiores aquellos asuntos y cuidados de menor importancia, en los cuales, por lo demás perdería mucho tiempo, con lo cual logrará realizar más libre, más firme y más eficazmente todo aquello que es de su exclusiva competencia, en cuanto que sólo él puede realizar, dirigiendo, vigilando, urgiendo y castigando, según el caso requiera y la necesidad exija.

Por lo tanto, tengan muy presente los gobernantes que, mientras más vigorosamente reine, salvado este principio de función ‘subsidiaria’, el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, tanto más firme será no sólo la autoridad, sino también la eficiencia social, y tanto más feliz y próspero el estado de la nación.” (Quadragesimo Anno, 1931, §80)

Estructuras supranacionales

Nos encontramos en una época en la que los Estados se ven rebasados en sus intentos por proteger los intereses nacionales frente a estructuras más grandes (por supuesto, cuando lo intentan), y frente a las limitaciones que le impone el nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional (Cfr. Caritas in Veritate, 2009, §24) lo que ha llevado a proponer la urgencia de una Autoridad política mundial (Caritas in Veritate, 2009, §67).

No puede descartarse que, por lo menos en teoría, la existencia de instituciones que permitan coordinar políticas nacionales para evitar fenómenos conocidos como “carrera hacia el abismo” pueda resultar beneficiosa.

Sin embargo, no todo son buenas experiencias con este tipo de estructuras: la supuesta independencia que representan se ha convertido en sinónimo de escasa transparencia y enorme distancia con aquellos pretenden servir, lo que las transforma en la carnada perfecta de quienes se encuentran interesados en eludir las atribuciones de los Estados (ej. aquí y aquí). Con las ONGs el asunto es menos auspicioso: su condición les permite jugar con las jurisdicciones aplicables y logran sortear el escrutinio público. Por lo pronto, contamos con instituciones supranacionales deslegitimadas e instituciones privadas que han asumido el papel de supranacionales con mayor opacidad.

Probablemente los tiempos han cambiado, y no sea posible recuperar la configuración de las cuerpos intermedios de siglos anteriores, pero el ser humano aún puede recuperar las relaciones con sus vecinos, con sus compañeros de trabajo, con sus amigos, con sus jefes o con sus empleados, y convertirlas en hilos fuertes de un entramado de asociaciones que le permitan trabajar por el bien común sin necesidad de acudir a instancias ajenas al problema e ineficaces en asumir su responsabilidad.

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Economista ecuatoriano, con interés en Doctrina Social Católica, Distributismo, Nueva Arquitectura Financiera, Comercio Internacional, Desarrollo Económico, Inclusión Financiera, Teoría Monetaria Moderna. Colaborador habitual del Observatorio de la dolarización. No se sorprendan si empiezo a hablar de fútbol, política o historia, en fin, cualquier cosa que pueda convertir la conversación en interminable.