Stefan Zweig y la reconstrucción de Babel (II)

En Cultura política/Pensamiento por

Si llevamos todo lo dicho sobre el ámbito individual (en la primera parte de este ensayo) al ámbito de lo social, podemos entender el sueño europeo de Zweig. Los Estados Unidos de Europa son el fruto de esta tensión constructiva entre la identidad nacional (reflejo de la ciudadela interior del yo) y la fraternidad social (reflejo de la humanidad común desvelada en la cultura).

Para el viejo continente, que comparte una misma tierra y una misma base cultural, Zweig no auspiciaba ni las luchas modernas y fratricidas nacidas en la edad moderna con la insurgencia de los Estados nacionales ni un modelo comunista totalitario que fundiese las identidades en una construcción política sin historia ni memoria.

Al contrario, en lo que soñaba era exactamente aquello que se firmó hace 60 años en Roma entre Francia, Alemania e Italia y que, de hecho, representaba la idea de Wilson de la Sociedad de Naciones mejorándola a nivel europeo. La Europa unida es, para Zweig, el modelo político más consonante con la verdad del hombre europeo. En este último, de hecho, como en el resto de los hombres, conviven dos fuerzas: la egoísta y la altruista.

Queremos que permanezca el yo, la irrepetible personalidad que somos, queremos aprovecharlo todo en la vida para que esta personalidad se vuelva todavía más personal. Sin embargo, nuestro ser irrepetible se esfuerza por legarse al mundo, por fundir nuestra individualidad en la comunidad. ¿Qué son los pueblos, si no individuos colectivos? Y así, del mismo modo, las naciones son sujetas a esta doble tendencia.

El fundamento de los Estados Unidos de Europa

Si pensamos en los últimos 60 años de historia europea, percibimos de forma inmediata la extrema actualidad de las palabras de Zweig. Después de la intoxicación del boom económico en la segunda mitad del siglo pasado, tras la introducción de la moneda única, aparecen las primeras dificultades: la crisis financiera por un lado y el terrorismo internacional por otro. Y, con la crisis, se rompe la unidad, la fraternidad: la familia en la que todos queríamos estar porque nos daba panem (el dinero europeo a fondo perdido) et circenses (La Champions League), se transforma inmediatamente en una madrastra de la que muchos querrían huir para afirmar su propia identidad nacional.

Pero lo que dice Zweig al respecto es que el nacionalismo es “la peor plaga de todas, que ha envenenado lo mejor de nuestra cultura europea”.

Qué tomen nota los varios partidos antieuropeos que están proliferando en los últimos años. Abandonar el proyecto europeo no significa solamente segar la rama económica sobre la que estamos cómodamente sentados sino, sobre todo, traicionar el espíritu y la verdad de la historia de nuestro continente.

En otras palabras, significa traicionar nuestra tradición, no hacer las cuentas con ella y creer poder cultivar el jardín de la historia como nos parezca y guste más, sembrando tomates en diciembre y esperar recoger frutos en primavera, organizar un referéndum en junio y creer que esto es la panacea de todos los males nacionales. Quien siembra nacionalismos, recoge tempestades político-sociales: la historia no se hace en la sobremesa y la libertad es un peligroso deber, una responsabilidad crítica y, sobre todo, cultural.

La tradición es aquello que conforma nuestro presente, aquello que le da su peso según ambos sentidos de esta palabra: el carácter identitario de un lado y fardo  que superar por otro. Por eso la historia de nuestra tradición europea es una responsabilidad: es un llamado a hacer las cuentas con ella, a volver sobre nuestros pasos para corregir los errores cometidos y para ir hacia adelante, poniéndonos al día con los eventos que las visicitudes del destino, la inteligencia y la estupidez humana continuamente hacen y deshacen.

Quiere decir, por ejemplo, mirar a la guerra de los Balcanes de los años 90 y tratar de no tropezar una segunda vez con la misma piedra del odio racial y de la miopía nacionalista, con el debido respeto al señor Wilders, al señor Strache y a la señora Le Pen, por citar solamente a tres.

Abandonar la tradición y creer poder reescribir la historia de cero es caer en la noche de la razón, donde todos los gatos son pardos.

Abandonar la tradición y creer poder reescribir de cero la historia es caer en el irracionalismo, en la noche de la razón y de la incultura donde todos los gatos son pardos. A veces puede servir, para determinados y breves periodos de tiempo, para liberarse un poco del fardo de la tradición cuando es demasiado pesado. Es un poco como dar una hermosa acelerada a un coche deportivo que por demasiado tiempo ha circulado por ciudad a 50 Km/h. Se puede hacer. Se debe hacer. Pero por poco, porque no podemos vivir en el autopista. Dice Zweig:

El impulso orgiástico que ha marcado su progreso, parecido al del resto de las demás revoluciones espirituales, ha purificado el aire de la atmósfera sofocante de la tradición, dando desfogue a tensiones que han permanecido latentes por largos años y proporcionando, con su temerario experimentalismo, muchos estímulos valiosos“.

Son palabras espléndidas de un espíritu que está bien lejos de ser conservador, porque reconoce el valor de esas aceleradas de la historia que, afortunadamente, se han dado en el pasado y que han permitido volver a entrar en la carrera: la Revolución Francesa, las revoluciones de 1848, la revolución cultural de los años 60 o incluso el Impresionismo con su Salon des Refusés o Lucio Fontana con sus cortes sobre los lienzos.

Pero deben ser excepciones, porque si se convierten en regla, el caos está asegurado: la revolución debe ser signo de una constitución, esto es, constituyente, que se transforma permanentemente a la vez que traiciona su propia esencia, la historia de la que ha nacido el hombre que, creyendo servir, termina por esclavizar. 1789 se convirtió en el terror de 1793, el 68 se convierte en las Brigadas Rojas y el arte revolucionario deviene en la dictadura de la novedad desenfrenada y de la basura vendida a precio de oro.

Negar la unidad de Europa es traicionar la tradición, negar nuestra historia y adentrarse en un periodo de decadencia moral porque, como hemos visto, quien abandona la verdad abandona también lo bueno y lo justo. Pese a que sea innegable que la Unión Europea hace aguas por muchos lados, eso no significa que sea un coladero: no tira al bebé junto con el agua sucia del baño, sino que se intenta reparar y reajustar aquello que lo requiere. Se reforma, no se destruye.

El poder antieuropeísta es un poder claramente populista, es decir, un poder que hace de la propaganda de dos duros y de la panza de la gente, respectivamente, su arma y su objetivo. Es un poder sin historia (precisamente todos los populistas son partidos de nuevo cuño), que nace y que vive en las plazas y que, como los pescaderos en el mercado, pone la verdad en boca de quien grite más y la suelte más gorda. Al contrario, la verdad, sobre todo la verdad política, es fruto de un trabajo lento y fatigoso de comprensión e interpretación.

La reconstrucción de Babel

Hoy Europa está en crisis y el edificio que se comenzó a construir el 25 de marzo de 1957 corre el riesgo de derrumbarse. Pero no todo está perdido: “cada prueba es un desafío, cada persecución nos fortalece, cada aislamiento nos vuelve más grandes, si no logra rompernos”.

Si Europa lograra oponerse a los movimientos que atentan contra ella, es posible que asistamos a una nueva aurora.

Si en los próximos años Europa lograra oponerse a los movimientos destructivos que atentan contra su existencia, es posible que asistamos a una nueva aurora. Eso depende evidentemente de nosotros, de nuestra capacidad de redescubrir la verdad de la construcción europea. ¿Cuáles son sus raíces? ¿Cuál es su identidad? Si no damos una respuesta a estas preguntas terminaremos por creer que el colágeno de los 27 miembros (uno lo hemos perdido ya) es solo económico. Por eso, ante las primeras voces de un fracaso económico de Europa, algunos están abandonando el proyecto.

Para entender quiénes somos y de dónde venimos, es necesario remontarse a los orígenes de la cultura europea, allí donde, por primera vez, se plasmó aquel espíritu idéntico en todos los pueblos que conforman Europa. Dicho entre paréntesis, eso permitiría considerar como aberrantes las tentativas de anexionar a la comunidad europea por puras razones económico-políticas, a naciones que tienen poco o nada que ver con nuestra identidad cultural.

La historia cultural de Europa es la historia de una incesante construcción y destrucción de un edificio en el que conviven identidades nacionales, lenguas, usos y costumbres diferentes, comunicados, sin embargo, por una misma tradición. Zweig lo compara con la torre de Babel. El proyecto de la torre bíblica naufragó porque Dios sembró la discordia entre las gentes, introduciendo la diferencia lingüística y , por ende, cultural. Sin embargo, aquello que en un primer momento parece una condena, se convierte en Europa en un talento:

Cuando supieron que también más allá de las lenguas era posible la unidad, los hombres amaron más la vida, agradecieron a Dios por el castigo infringido, le agradecieron por la multiplicidad asignada, porque de esa manera les había dado la posibilidad de degustar más veces del mundo y de amar con mayor conciencia de las diferencias, la propia unidad.

La diferencia cultural y lingüística, en lugar de ser un obstáculo, se revela así como una oportunidad, un prisma que difunde la riqueza de los colores y de los matices contenidos en aquella única identidad que nos reúne. La Babel de ladrillo y mortero se convierte en una Babel espiritual: “y del material refinadísimo, indestructible, de la naturaleza terrena, del espíritu y de la experiencia, sublime sustancia del ánimo, fue construida la nueva Torre”. Entonces, este es el punto: la cultura, el arte y la tradición de Europa como fundamento de la unidad entre los Estados miembros.

El proyecto europeo, a nivel teórico, fue elaborado en Grecia y su primera piedra la puso Roma. El pensamiento griego ofreció los instrumentos teóricos, el modelo, los planos de la obra que después fueron traducidos en términos de unidad política y espiritual solamente con el Imperio Romano.

En términos puramente cuantitativos, aquel imperio fue lo máximo que la Europa unida fue capaz de alcanzar: la extensión de la torre fue realmente impresionante y, mientras duró, la armonía en su interior fue extraordinaria. En el curso de la historia de la Humanidad no se ha logrado crear otra cosa tan maravillosa. El drama fue que –como dice el refrán: “quien más alto sube con mayor fuerza cae”– el desmoronamiento de Roma inauguró un periodo oscuro en el que la unidad cultural se fragmentó en decenas, centenas, de riachuelos que, si contribuyeron, por una parte, a formar la armonía de las identidades nacionales de los estados europeos, también se manifestaron como una cacofonía incomprensible, como un caos barbárico.

Tras Grecia y Roma, la historia europea ha sido un sucederse de movimientos hacia la unidad y contramovimientos tendentes a la fragmentación. Afortunadamente, ningún desmoronamiento ha sido nunca definitivo y, así, normalmente ha servido para inducir un nuevo vigor e introducir nuevas formas en el sucesivo periodo de construcción. El pueblo europeo reconstruía la torre europea vaciando los cascotes de la torre destruida, abandonando aquellos ahora inservibles, recuperando aquellos que todavía resultan útiles y sumándolos a los aportados por la fuerza destructiva.

El cristianismo fue evidentemente una fuerza unitaria importantísima y no reconocer su importancia para las raíces de Europa no solo es una falsedad histórica sino que significa mutilar la propia identidad cultural privándola de uno de sus caracteres principales. Tras la fragmentación de las lenguas vulgares, en el humanismo y en el renacimiento se recupera una nueva fuerza unitaria que resiste hasta el 1500, cuando la Reforma Protestante derriba nuevamente la unidad cultural y lingüística, el latín, dando paso a las terribles guerras de religión por un lado y a los nacionalismos literarios por otro.

La unidad perdida se reconstruye en la música: Händel, Mozart o Haydn escriben obras en varias lenguas, haciéndose portavoces de una nueva tendencia unitaria que, sin embargo, habrá de ser destruida por los nacionalismos compositivos de Beethoven, Schubert, Wagner, Verdi o Rossini. Esta unidad fragmentada se recupera culturalmente con Goethe, uno de los primeros profetas de la unidad europea y –algo realmente fascinante– en Nietzsche. Este último, de hecho, criticó duramente los espíritus “patrioteros” de finales del siglo XIX y apeló a la construcción de una “nueva Europa”.  Nos deja para ello estas frases de Más allá del bien y del mal

Gracias al morboso extrañamiento que la locura nacionalista ha interpuesto y todavía continúa interponiendo entre los pueblos europeos, gracias igualmente a los políticos de vista corta y mano rápida que, con la ayuda de esta, están hoy en auge y no presiente cuánto la política disgregacionista que practican ha de ser necesariamente una política de interludio –gracias a todo esto, y a algo más hoy del todo inexplicable, se está tergiversando, o arbitraria y mendazmente pasando por alto, los signos menos ambiguos que se manifiestan de que “la voluntad de Europa es la de unificarse”.

Entonces, no solamente Atenas, Roma y Jerusalén plasman nuestra identidad europea, sino también Nietzsche, Erasmo de Rotterdam, Mozart y muchísimos otros. El deber de descubrir quién ayudó a edificar la identidad europea es el propio del historiador; el deber de descubrir la actualidad de estos “padres de Europa” y cómo se deben declinar sus voces hoy es el deber de cada uno de nosotros y, en primer lugar, de la educación.

Educación y descubrimiento de la identidad europea

A propósito de esta última, Zweig considera que este es el camino maestro para evitar el resurgimiento de los instintos nacionalistas a nivel político, sea la reducción del horizonte de la mirada de los pueblos a sus propios confines territoriales o, peor todavía, la reducción de los intereses del yo a su mera propiedad material. El hombre no nace, se hace. Esta probablemente podría ser la fórmula que asume el pensamiento de Zweig sobre la educación: solamente el rescate de nuestra historia cultural permite descubrir aquello que de más humano hay en nosotros.

Por lo que respecta entonces a la idea de Europa, Zweig sabe bien que no es algo innato en los pueblos del viejo continente, sino algo que debe ser desvelado por medio de la actividad educativa. Si nos abandonamos al instinto, si se deja al pueblo correr indómito, el proyecto europeo está condenado al fracaso:

La idea de Europa no es un sentimiento primario, como lo es el sentimiento patriótico, como lo es el de la pertenencia a un pueblo; no es original e instintiva, sino que nace de la reflexión; no es producto de una pasión espontánea, sino el fruto lentamente madurado de un pensamiento elevado“.

Sería interesante profundizar en las propuestas pedagógicas de Zweig, pero eso excede nuestro objetivo.

Vale sin embargo la pena recordar que entre sus intervenciones, fue particularmente iluminador y profético en una conferencia que dio en Roma en 1932 en la que ideó aquello que hoy se conoce como proyecto Erasmus. Esto por lo que respecta a la educación.

La unidad en la era de la ‘posverdad’

Quisiéramos dedicar una última palabra a la información. La educación, de hecho, mira al pasado para aprender a moverse en el futuro; la información, en cambio, mira al presente y lo describe. Sin embargo, la A del abecedario de la ética periodística es la fidelidad a los hechos, el afán de objetividad. El uso capcioso de la información para dirigir los eventos políticos es, por lo tanto, éticamente reprobable, pero lo que es más grave, es históricamente destructivo, porque a menudo es fuente de la que brotan el odio y la violencia:

La experiencia enseña que rara vez el odio entre las naciones, entre las razas y clases, entre los grupos de personas nace del interior, en la mayor parte de los casos nace de una infección o de un estímulo, y la forma más peligrosa de azuzarlos es la falta de veracidad pública, difundida a través de los periódicos impresos“.

Zweig vivió en primera persona la difamación propagandística por parte del régimen Nazi, que no solamente prohibió sus obras sino que ocupó los medios de comunicación para dirigir el curso de la historia. En los últimos meses, asistimos al resurgimiento de una política que recurre a la desinformación para proteger sus propios intereses y pilotar a las masas. El hecho de que esto no haya suscitado todavía un rechazo neto como hubiera sido de esperar en una democracia sana no es presagio de nada bueno para el futuro. El tren de Europa está pasando. Tratemos de no dejarlo escapar.

  • Artículo publicado originalmente en Margini.org y traducido por Ignacio Pou para ser publicado aquí con permiso de su autor.