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Stefan Zweig y la reconstrucción de Babel (I)

En Cultura política/Pensamiento por

El propósito de este breve texto es arrojar algo de luz sobre lo que Stefan Zweig puede decirnos hoy a nosotros como hombres y como europeos. Los escritos a los que nos referiremos son de su autobiografía, El mundo de ayer; una serie de escritos publicados tras su muerte bajo el título Europäisches Erbe (traducido al español con el título El legado de Europa); y algunos artículos e intervenciones explícitamente referidos a Europa, recogidos en italiano en el libro Appello agli europei.

Como podrán ver, el recorte que implica la crítica nos obliga a prescindir de escritos más conocidos como, por ejemplo, Momentos estelares de la Humanidad. Al fin y al cabo, el objetivo de este análisis no es otro que poner las cosas en claro: desprenderse de lo superfluo y resaltar lo esencial. El crítico, como el artista, obtiene un vistazo de la realidad y aumenta la presión arterial de los eventos, de los objetos, para que su verdad aparezca de modo patente al lector y al espectador.

Eso que podría darse por descontado, eso que es cotidiano o simple acercamiento a los eventos del pasado, manifiesta su verdad en las páginas del crítico o en el lienzo o la piedra del artista.

La realidad se desvela en el arte del mismo modo que la historia muestra su sentido cuando es asimilada críticamente. El artista no copia la naturaleza, igual que el trabajo del historiador no se reduce a la tarea del cronista ni el crítico literario es un simple copista. Al contrario, el arte imita la naturaleza, lo histórico interpreta la historia y la crítica literaria filtra las palabras para traducir a imágenes y conceptos la verdad del mundo. Eso es lo que hizo Van Gogh con unos simples zapatos de campesino, Cezanne con una manzana y es eso lo que nosotros queremos hacer con Zweig.

Para ello, no nos interesa tanto su biografía. Lo único que consideraremos de sus días en este mundo es que, a diferencia de la mayoría, predicó bien y razonó todavía mejor: fue un ejemplo de coherencia, de puesta en práctica de sus ideas. Una coherencia quizás excesiva, hasta el punto de llevarle al suicidio cuando pierde toda esperanza en un mundo futuro sin la sombra del nacionalsocialismo y de la barbarie cultural y humana.

Zweig estaba seguro de que Hitler conquistaría el mundo y, en ese mundo, él no hubiera podido vivir. Fue un nostálgico del mundo de ayer y, temeroso de haber fracasado en su misión, nos deja a nosotros el cometido de hacer fructificar su herencia:

Aquello que yo temía más que a mi propia muerte, la guerra de todos contra todos, estaba ahora desencadenándose por segunda vez, y aquellos que durante toda su existencia habían trabajado con pasión y entusiasmo por la fraternidad de los hombres y de los espíritus, frente a aquel súbito ostracismo en la hora en que, más que nunca, exigía una unión indisoluble, se sintieron inútiles y solos como no se habían sentido nunca en toda su vida.

La función veridictiva del arte

Para Zweig, toda la cultura es arte y todo el arte es cultura, porque ambos poseen la misma función: desvelar la esencia de la realidad. “La verdadera misión del poeta es la de custodiar y proteger aquello que hay de universalmente humano en el hombre”. Al contrario que Platón –para quien el arte es doblemente falso, ya que es copia de una copia–, Zweig considera que el arte es aquello que nos permite salir de la caverna de la rutina cotidiana y alzar los ojos al cielo de la verdad. Una verdad, sin embargo, que no esta separada de la realidad, situada en las alturas del Hyperuránion porque, al contrario, es la verdad de esta realidad, de esta vida. El arte, como la cultura, pela la realidad quitándole la cáscara de lo banal y dejando a la vista el nudo de su esencia dramática.

El hombre puede decidir edificar su vida en la superficie de lo real o, al contrario, sobre aquello que es más humano en él. En el primer caso, cada uno modelará su existencia según su propio gusto personal, sus caprichos, sus dificultades y se sorprenderá cuando los demás no lo entiendan o no lo compartan: “Mi problema debe ser el problema de todos porque es indudablemente el más importante”, así es como piensa el bárbaro, es decir, el inculto, aquel que sabe cultivar solamente su pequeño huertecito.

En el segundo caso, el hombre se acerca al otro hombre y vive su existencia junto a él, con su estilo, con su cultura, pero consciente del hecho de que, en el fondo, el hombre es uno solo: cada uno vive personalmente aquel drama que, aún cuando con formas diversas, es la misma materia de la existencia de cada uno.

Solamente el hombre culto descubre las bases sobre las que es posible erigir una forma de vida que afirma la comunión sin renunciar a la propia identidad.

Solo quien comprende esto, solamente el hombre culto, descubre las bases sobre las que es posible erigir una forma de vida, también política, que afirma la comunión con el otro sin renunciar a su identidad. Se trata de una tensión creativa entre la identidad personal y la fraternidad social, entre el propium y el alienus, en la que lo propio deja de ser lo único y lo ajeno deja de ser lo extraño, reconociéndose ambos miembros de la comunidad humana, de la fraternidad universal.

Así, se entiende por qué Zweig rebusca en la historia humana buscando aquellas personalidades, aquellos momentos fatales, que dejan al descubierto aquello que hay de “universalmente humano en el hombre”. No le interesan los grandes conquistadores, los vencedores o los héroes de la historia política, sino aquellos que, gracias a su esfuerzo cultural, a su sufrimiento intelectual, nos desvelan a nosotros mismos:

En los relatos que he escrito, me identifico siempre con aquellos que sucumben ante el destino; en mis biografías me sitúo solamente, no en quién consigue el éxito concreto en el ámbito de la realidad sino en quien se demuestra vencedor en el plano moral.”

La cultura y el arte, en cuanto veridictivas, desempeñan una función eminentemente moral, es cuanto emerge constantemente de los varios escritos e intervenciones de Zweig: lo verdadero, lo bueno y los justo se dan la mano. Descubrir quienes somos, nuestra esencia es aquello que debemos hacer si queremos ser hombres verdaderos, buenos y justos o, en una palabra, hombres tout simplement.

La humanidad se mide, para Zweig, con el metro de la cultura, no con el del talento o el de la fama:

No es la posición externa ni la ventaja del linaje y del talento aquello que constituye la nobleza del hombre, sino el grado en que logra preservar su personalidad y vivir su vida“.

La máxima escrita en el templo a Apolo en Delfos encuentra sus ecos en todo el Occidente, en todas las filosofías y artes que son realmente humanas y en las profundidades de todo hombre que lo sea realmente. “Conócete a ti mismo”, dice el oráculo al hombre de todos los tiempos, porque la historia humana no es otra cosa que el trabajo infinito de este descubrimiento: el hombre descubriéndose hace la historia y la historia no es otra cosa que el relato de este descubrimiento. Una historia infinita porque humana; una historia viva que exige por ello un trabajo constante de interpretación y reinterpretación, de recuperación y relanzamiento del pasado para modelar el presente y proyectar el futuro.

Como dijo Montaigne, un autor en quien Zweig se refugió los últimos meses de su vida, “incesantemente comenzamos de nuevo a vivir”.

Zweig es un elitista de la humanidad: considera que el hombre se vuelve evidente sobre todo en algunos momentos precisos del tiempo y del espacio, encarnándose en algunas personalidades que son aquellas a las que vale la pena retornar. Escuchar a la masa, el murmullo anónimo y efímero de la mayoría o la arrogancia pedante de los nuevos profetas de la televisión, es perder el tiempo. No prestar atención a los grandes hombres de la historia significa dejar sin cultivar nuestra vida y darla como pasto para el poder, condenándonos a nosotros mismos a la mediocridad: el verdadero pecado contra el espíritu.

La historia vive y se hace constantemente de nuevo, floreciendo en Claudel, Freud, Einstein, Strauss, Pirandello, Rodin y un elenco interminable de hombres, todos ellos contemporáneos de Zweig y a quienes él conoció personalmente.

No solamente los libros de historia, no solamente las eminencias del pasado, no solamente el David de Miguel Ángel o la capilla de los Scrovegni de Giotto o el Paraíso perdido de de John Milton. Todas estas son condiciones necesarias pero no suficientes, funcionales en la verdadera pregunta que debemos hacernos y rehacernos constantemente: ¿Quién, hoy, en nuestro tiempo, encarna y expresa mejor nuestra humanidad? ¿Dónde está floreciendo el hombre?

Es una pregunta fundamental, porque solamente descubriendo quién es verdaderamente el hombre, podemos hoy verdaderamente abrir los ojos ante la realidad: “Desde hace algún tiempo, mucho más que aquellas personas que me dirigieron hacia la literatura, me aparecen como más importantes quienes, en lugar de eso, me abrieron los ojos ante la realidad”.

Y la realidad está siempre presente. Es histórica, pero es también presente. En constante devenir, siempre y cada vez por rehacer.

A la luz de esto, se entiende porque, para Zweig, la grandeza no reside principalmente en la obra, porque esta no es sino el fruto de aquello que verdaderamente cuenta: la creación. Lo esencial es el devenir, no el ente; el crear, no la obra; la pregunta, no la respuesta. La pregunta, el devenir, el crear, es el hombre vivo; el ente, la obra y la respuesta son sus frutos, porque para permanecer vivos deben ser siempre puestos de nuevo en cuestión, reinterpretados, si no quieren transformarse en momias sin valor y en fetiches sin sentido.

Frei sein ist nicht, frei werden ist de Himmel (“Ser libre no es nada, volverse libre es el Paraíso“), decía Fichte, y Zweig lo habría suscrito plenamente: la alegría está en el descubrir hoy la verdad del hombre, mi verdad, que, por otra parte, es mi verdadera libertad.

Por eso el artista no se cansará nunca de crear: la obra nunca será perfecta, nunca estará acabada. Por eso el amante nunca podrá decir: “al fin te conozco”, sino que siempre repetirá: “¿quién eres tú?”, “¿quién eres tú hoy?”, “¿quién eres tú verdaderamente, en lo más profundo?”. Por la mañana te descubro solamente para olvidarte por la noche y hoy me doy cuenta de que ayer no te conocía todavía. “Siempre ha sido el placer de crear algo lo que me ha dado alegría, en realidad, no la cosa creada en sí”.

Por eso la obra nunca estará acabada. Por eso el amante nunca podrá decir ‘al fin te conozco’, sino que repetirá siempre ‘¿quién eres tú?’

La cultura me desvela a mí mismo y, en lo más profundo de mí, se encuentra aquello que Goethe llamaba “la ciudadela” interior y que Zweig cita tantas veces identificándola con la propia individualidad espiritual, la esencia de nuestra vida. Se trata del punto de la identidad absolutamente personal, que nos vuelve absolutamente insustituibles. Eso es del todo inviolable: ningún poder podrá nunca penetrarlo, ningún hombre podrá nunca acceder, nadie más que yo.

Y eso que, precisamente, vuelve al amante en última instancia en algo misterioso, es en realidad aquello que lleva al hombre de todos los tiempos a descubrirse como un misterio para sí mismo, porque esta ciudadela es un pozo sin fondo, del que surge la humanidad más verdadera y la bestialidad más terrible: Cristo y el marqués De Sade. Aquí nacen los ángeles y los demonios de nuestra historia: Madre Teresa y Hitler, Gandhi y Pol Pot.

¿Cómo puede el hombre penetrar su ciudad profunda? De nuevo, solo la cultura y el arte poseen las llaves: “el eterno secreto de todo arte o, mejor, de toda gran obra del hombre, es la concentración, el recogimiento de todas las energías, de todos los sentidos, la capacidad de cada artista de abstraerse de sí mismo y del mundo”.

Replegándome sobre mí mismo, en el interior intimo meo agustiniano, descubro el secreto más profundo de mi vida: mi esencial libertad espiritual. Aquí reside mi valor y el punto de partida para construir una verdadera sociedad hecha por hombres libres. Solamente quien ha penetrado en el fondo de su ánimo se reconoce a sí mismo y a los otros como absolutamente inviolable. Solo este comprende que, pese a que veces sienta el deseo de destrozar a su hermano, no puede hacerlo, no puede atentar contra su identidad, asediar su ciudad interior, la cual, pase lo que pase, permanecerá de todos modos inviolada.

Es precisamente en este castillo interior –por usar una reminiscencia teresiana– donde podemos refugiarnos en las épocas oscuras de la historia: cuando las nubes de la irracionalidad, de la violencia, del totalitarismo y de la mentira oscurecen la verdad, en el fondo de nosotros mismos siempre estará encendida la luz de la razón.

Aquí se refugió Zweig, como Montaigne en su torre, al final de su vida: “refugiado en tu más profundo escondite, en tu trabajo, allá donde estarás solamente tú, tu yo respirante, no más que un ciudadano, no más que un objeto pasivo en este juego infernal, allá donde ese poco de razón que te queda podrá todavía actuar racionalmente en un mundo ya presa de la locura“.

Hasta aquí, la parte antropológica de este breve ensayo. En la siguiente parte abordaremos la cuestión del proyecto Europeo y la reconstrucción de Babel.

  • Artículo publicado originalmente en Margini.org y traducido por Ignacio Pou para ser publicado aquí con permiso de su autor.

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