Sobre el poder en la modernidad y la posmodernidad

En Cultura política/Pensamiento por

La variedad es la vida; la uniformidad la muerte.

Benjamin Constant

Buenas nuevas: Homo Legens acaba de reeditar la obra Sobre el poder en la modernidad y la posmodernidad, de Javier Barraycoa. Se trata de un brillante trabajo de síntesis, donde su autor recorre la mayoría de las referencias notables y determinantes en la materia; logra trazar el recorrido del concepto de poder desde la modernidad y su necesario e inevitable desarrollo hasta nuestros días, poniendo siempre el punto sobre las íes. El valor de este ensayo reside, precisamente, en lograr describir trayectorias, movimientos, que nos han llevado a un panorama político y social tremendamente erosionado.

Barraycoa comienza haciendo una observación: dada la importancia de las estructuras de poder, ¿cómo es posible que no existan reflexiones sociológicas que se introduzcan verdaderamente –dice– en la esencia del concepto? Lo que pretende, pues, es elaborar esa honda reflexión sociológica pendiente a partir de la interpretación de las estructuras de poder que aparecen desde la modernidad hasta hoy[1].

Como él mismo señala en su blog, la obra se estructura en tres partes:

El poder: paradojas de un análisis. «Un marco teórico desde el cuál poder aproximarse al concepto de “poder” estableciendo todas las paradojas y contradicciones de las teorías políticas modernas a la hora de abordar el tema.»

El poder en la modernidad. Los «orígenes conceptuales en la modernidad política a través del protestantismo», ya que la «modernidad es presentada no en primera instancia como una secularización de lo religioso, sino desde la perspectiva contraria: una sacralización de lo profano.»

El poder en la posmodernidad. Esta última parte está dedicada a lo que él expresa como «sutil transformación de la “operatividad” del poder político en la posmodernidad, a diferencia de la modernidad.»

El ensayo culmina en un epílogo donde, a partir de una serie de reflexiones, elabora unas propuestas, a modo de decálogo, para retomar –dice– el pulso de la Historia.

EL PODER: PARADOJAS DE UN ANÁLISIS

1.1. Indefinición del concepto de «poder»

¿Qué es el poder? Este sería, a su vez, el punto de llegada y de partida: una indefinición del concepto de poder. Encontramos numerosas referencias al concepto, pero pocos estudios que ahonden en su esencia. Si bien Barraycoa ubica el origen de la modernidad en la reforma protestante, la referencia a Ockham parece obligada, en donde puede ubicarse –siguiendo a Villey– la génesis conceptual del derecho subjetivo.

Como nos recuerda en su Filosofía del Derecho, para los nominalistas los términos universales no se corresponden con un objeto real, no designan una cosa en tanto real. Es más, no pasan de ser un instrumento del lenguaje para –dice– connotar una pluralidad de objetos semejantes, y por tanto no tienen otra existencia que la mental e instrumental. El nominalismo, como también nos recuerda, parió autores como Hobbes, Hume o Bentham, y –extirpada, consecuentemente, la idea de naturaleza humana– sirve de base para la Escuela del Derecho Natural. Esto conduce necesariamente a una indefinición del concepto de poder[2], que irremediablemente lleva a un pesimismo respecto al mismo, y abocaría a la concepción moderna del poder, donde éste ya no sería connatural a lo social (Aristóteles).

Barraycoa comienza con una serie de referencias a autores notables que han tratado el poder. Así, señala que Karl Mannheim o Bertrand de Jouvenel (autor, precisamente, de la célebre obra Du Pouvoir) no penetran en la esencia del concepto, sino que se limitan a referirse a las relaciones entre los individuos y el poder y a descripciones de las estructuras y sus formas. Igualmente, Comte, padre de la sociología, hace únicamente una distinción entre el poder temporal y el poder espiritual. En una referencia más próxima, Wright Mills, tampoco encontraríamos referencia alguna a un concepto de poder.

Con esto, Barraycoa quiere poner de manifiesto que existen numerosas reflexiones acerca de las relaciones entre los individuos, los grupos y el poder, pero en cuanto sufrido o detentado, y que en sociología nadie se ha detenido a reflexionar sobre el concepto de poder en cuanto tal.

Resulta sorprendente, ya que, para la Ciencia Política moderna, en rumbo distinto al de Aristóteles –que entendía que el objeto de estudio de la Política no es otro que el hombre social y su ordenación en comunidad– el objeto de su disciplina es el poder (Duverger), y sin embargo no encontramos intento alguno de profundizar, de adentrarse en la esencia y el sentido del mismo poder.

A ello se añade una dificultad, y es la constante permeabilidad de las ideas y las categorías políticas en la sociología, es decir, que los autores de nuestra más inmediata tradición filosófica son, por decirlo de alguna manera, contrarios al pensamiento, o dicho de otro modo: vendrían a pasar sus ideas por pensamiento. Esto, por parte de Barraycoa, opera a modo de prevención, y viene a explicitar una actitud; lo que él considera un desistimiento y una aceptación de un axioma «sociológico», el de que el poder es algo evidente, pero sobre lo que no cabe reflexión.

El poder es «amorfo» y, por tanto, contrario, como decíamos, a la concepción aristotélica del poder, en la que éste sería causa formal de la sociedad y, por tanto, le confiriere forma. Hay, como bien dice Barraycoa, un auténtico abismo conceptual entre ambas maneras de entender el poder, y las consecuencias, como veremos, son determinantes.

De esta manera, la moderna sociología, frente a la concepción clásica del poder como autoridad, que «ordena racionalmente respecto a la naturaleza de las cosas» –considerando lo opuesto como tiránico–, poder y voluntad se encuentran manifiestamente identificados. Las relaciones de poder, siguiendo a Weber, se reducen, por tanto, a dominaciones: una voluntad dominando a otra voluntad, que se impone a ella, irremediablemente, por fuerza. El poder es la voluntad que se impone. Es ese algo amorfo que se impone contra todas las voluntades particulares.

Así, un Durkheim no concibe una naturaleza social, como Aristóteles, sino que habla de sociedades particulares, como hechos empíricos, que, como el ciclo vital de los organismos vivos, nacen, se desarrollan y mueren. Comte niega al hombre como tal. Es célebre su negación de la existencia del hombre concreto, sobre la base de que el desarrollo del hombre se realiza por y gracias a la sociedad, y que por tanto sólo existe la Humanidad. La sociología, entendida como ciencia, no puede entrar a emitir juicios de valor sobre el poder; es más, Durkheim sostiene que categorías morales como el bien y el mal no existen en esta disciplina, puesto que el poder se entiende como algo que no es connatural a lo social y cuya legitimidad es la fuerza. Pura física.

Esta dicotomía quedaría resuelta por el marxismo en un sentido ideal, considerando a estas estructuras como algo antinatural pero que serían superadas y eliminadas en la sociedad ideal. De otro lado, el liberalismo entiende que esa fuerza ha de ser ejercida para garantizar todos los derechos individuales, subjetivos. Aparecería como un garante, un mal necesario para que cada individuo pueda gozar de sus derechos. Es la metáfora del contrato social.

Barraycoa divide en dos las escuelas sociológicas. Por un lado, tendríamos todos aquellos que, siguiendo a Weber, entienden que la sociedad no es objetivable, sino que se constituye por una amalgama de subjetividades y relaciones individuales (Saussure, Foucault…); y de otro lado encontramos los que, siguiendo a Durkheim, sostienen que la sociedad tiene un carácter estructural y objetivo y que lo individual se encuentra supeditado y conformado por las fuerzas de estructura de poder, entre los que encontraríamos a los estructuralistas, funcionalistas y culturalistas (Levi-Strauss, Derrida…). Llama la atención que una niegue la posibilidad de objetivar lo social y la otra predique lo mismo de lo individual.

En cuanto los primeros, lo objetivable no es más que el conjunto de las relaciones de dominación, y por tanto de lo que cabe hablar es de la legitimación de la dominación en aras de una cierta ordenación. Los segundos, que dan primacía a lo colectivo sobre lo individual, buscarían otorgar al poder de una cierta naturalidad por su función. Entre estos encontramos a Parsons, autor de referencia del pasado siglo que, según nuestro autor, no parece decir nada distinto a lo que ya apuntábamos sobre Hobbes, al sostener que el origen del poder deriva de la necesidad de asignar bienes y propiedades.

En suma, en la sociología más influyente encontramos dos vertientes irreconciliables entre sí: una, como decíamos, más weberiana, en la que lo social no se da sino en tanto en cuanto que voluntad sobre –y contra– voluntad; y otra más durkheimiana, donde lo individual queda diluido en el propio dinamismo de lo social. ¿Su denominador común? El pesimismo sobre el poder.

1.2. El pesimismo sobre el poder

De una lectura de las fuentes sociológicas, Barraycoa extrae, como se ha anunciado, un denominador común, y es un latente pesimismo hacia la naturaleza del poder, no explicitado, sino impregnado en el pensamiento de los autores.

Por ejemplo, identifica un paralelismo entre el estructuralismo y la Ilustración. Rousseau concibe «una voluntad general que se autodetermina a sí misma y se impone sobre las voluntades individuales», y vemos que no es distinto a lo referido sobre Durkheim y su conciencia colectiva. Se escinde, por tanto, acción individual y dinámica social, y ello sin pasar por alto su influencia historicista, ya que la democracia no sería, atendiendo a sus preceptos, sino un proceso evolutivo, por así decir, a pesar del individuo, del hombre concreto. Aquí nacería ese pesimismo respecto al poder, por una «incapacidad del individuo para decidir sobre el destino de la sociedad y las dinámicas que la impulsan; más aún, por la imposibilidad de participar de una dinámica que pretende anular la individualidad».

Por eso, necesariamente, los autores modernos participan de este pesimismo –la larga sombra de Hobbes, dice Barraycoa–, y así, un Freud o un Marcuse, contraponen cultura –aquí realmente puede leerse ya política o derecho– y libertad. Se habría producido un intercambio entre la libertad y la seguridad, en tanto en cuanto que la libertad no es sino ausencia de obstáculo, esto es, el estado de naturaleza, único territorio posible donde desarrollar la libertad absoluta, anterior al Estado. Todo orden, pues, es límite, y restricción de libertad, y por tanto lo social aparece como la anulación de la libertad. El pesimismo es inevitable.

En este punto es donde Barraycoa ubica el inicio del mito del progreso, que vendría a apropiarse de un sentido del tiempo introducido por el cristianismo: «la necesidad de definir un fin de un desarrollo social necesariamente como una plenitud positivizada. Manifestaciones de algunos de estos “fines” serían la sociedad comunista de Marx, la sociedad universalmente democrática en Kant, el triunfo del estadio positivo en Comte, la racionalidad del Estado en Hegel, etc.»

Esta definición de un fin vendría a representar la transformación del pesimismo hacia un optimismo, asumida la irrelevancia del individuo en el dinamismo de lo social, traducido en la promesa de una realización –una felicidad como meta– alcanzado el fin social.

La deriva de este pesimismo en su expresión anglosajona la encontraríamos en la escuela liberal, donde la voluntad general, siguiendo a Locke, sería la del pueblo, es decir, la de una mayoría, la de la mayoría. Un claro ejemplo de este poder teóricamente ejercido por la mayoría, esto es, lo entendido hoy como democracia, lo encontramos en el preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos. Ese «we the people of the United States» simboliza la afirmación del individualismo de la que habla Barraycoa. Nosotros, todos los americanos, cada uno con su voluntad individual, nos sometemos a esta Constitución, expresión de la voluntad general.

Porque ¿cuál es la gran característica de la Revolución Americana y de su Constitución? El escepticismo respecto al poder, prevenirse de él, y su expresión más clara es la segunda enmienda a la Constitución. De ahí que Locke vea necesaria la atribución de unos derechos naturales. Barraycoa recuerda el tópico: la democracia es el menos malo de los sistemas políticos; pero malo, y por eso inquiere en el aspecto psicológico de esa realidad: «parece como si en la psiqué colectiva de las sociedades democráticas estuviera latente la idea de que el poder es siempre negativo, incluso el democrático».

En una referencia a Raymond Aron (que, aun percibiendo una desconfianza hacia cómo se ha manejado el concepto de poder, persiste en un pesimismo respecto al mismo –«el poder es la capacidad de hacer, producir o destruir»–), Barraycoa argumenta cómo ese «pesimismo hacia lo que significa el poder podría explicarse por la transformación de las formas tradicionales de la autoridad tradicional, tras la revolución, y la aparición de una nueva forma de poder representada por el Estado moderno».

Caído el Antiguo régimen, surgen nuevas formas de poder que habrían generado angustia y miedo social, en tanto que estas estructuras son las depositarias del poder, y lo son totalmente, generando un paradójico desamparo, pues no parecen sino mostrarse como fuerza coercitiva, justificada por su teorización política, y ordenada abstractamente a la ejecución de unas libertades que no podrían darse, de hecho, de otro modo; es decir, fuera del Estado.

Por eso, Weber no puede definir el Estado –dice Barraycoa– sino en clave de poder y de violencia física, válida tanto para los Estados democráticos como para los Estados totalitarios. A su vez, Bordieu, reconocidísimo sociólogo francés, añade a la violencia física de Weber, la violencia simbólica, y habla del poder simbólico del Estado como reinterpretador de la realidad, que es capaz de penetrar en el sujeto para ir creando en él estructuras mentales, en otros términos, que se despliega hasta lo más íntimo del sujeto.

Mientras, Bauman reconoce que el Estado moderno se habría servido, precisamente, de hacer interiorizar al hombre que fuera de él sólo existe el desorden, para legitimar su orden, y todo ello a base de legislación. Por esto mismo, nuestro autor señala, como se ha apuntado, que «el mito del progreso es una forma de legitimar una concepción de la dinámica social donde no puede intervenir el hombre», sumado al mecanismo de «concebir el Estado como el único garante de la libertad individual», puesto que es precisamente este nuevo Estado el que encarna el triunfo de la libertad en contraste con el poder ya derrotado del Antiguo régimen.

Por todo esto, el Estado es revolucionario y liberador, dice Barraycoa, revolucionario en tanto que poder indefinido que se autodetermina y liberador de todas las ataduras de la tradición. Por eso para Bauman el desmantelamiento del orden tradicional supone un rasgo definitorio de la modernidad.

En Hegel –sostiene Barraycoa– se vendrían a sintetizar, por un lado, la voluntad general de Rousseau (esa voluntad abstracta e independiente de los individuos; dominadora) y, por otro, las libertades individuales (esto es, la libertad concreta de cada cual, que, siguiendo a Weber, es voluntad individual; dominada). La cuestión radicaría en resolver cómo puede darse, de hecho, la convivencia de todos los individuos en su anarquía individual, esto es, el absoluto individualismo, en un Estado que se presenta como total y único garante de las mismas, y que es la voluntad general encarnada. ¿Cómo se conjugan una libertad individual absoluta y la voluntad general del Estado? Esta respuesta, en principio, radicaría en el establecimiento de los límites del poder.

1.3. El poder y sus límites

Como se apuntaba, la modernidad contrapone libertad y autoridad, ya que el proceso revolucionario de liberación consistiría, precisamente, en liberar al individuo del poder de la tradición. Es decir, este proceso de emancipación solo puede darse acabando con las formas tradicionales de autoridad y estableciendo el nuevo Estado, garante de las libertades individuales. Claro, Barraycoa entiende que la modernidad ha hecho un uso equívoco de los términos de autoridad y poder – esto es, de la auctoritas y la potestas– y al haberse identificado se habría perdido el tradicional límite que la autoridad suponía para el poder, dejando a éste, en principio –dice– sin límite alguno.

Por esta razón, en la modernidad la voluntad prima sobre la razón, precisamente porque se entiende que lo racional como tal no es más que la voluntad legitimada, voluntad del gobernante, conforme a unas leyes que emanan a su vez de esta voluntad. Weber sostiene que el proceso de democratización y el proceso de burocratización son parejos por esta misma razón, lo que no deja de ser paradójico: la democratización supone el aumento de los aparatos de dominación.

Así, señala Barraycoa:

en vísperas de la Revolución francesa, el Rey de Francia contaba con 180.000 soldados. En 1794, la Convención había reclutado 1.169.000 soldados. Entre 1805 y 1813 Napoleón había reclutado 2.100.000 soldados. Parejo al crecimiento del ejército, fue creciendo la burocracia francesa tras la revolución. Con la burocracia fue aumentando la capacidad impositiva de los Estados modernos y su participación en la economía

Y añade:

En la medida en que los Estados modernos fueron consolidando sus burocracias, sus sistemas políticos se fueron estabilizando y las revoluciones fueron desapareciendo. A finales del siglo XIX en pocos Estados el gasto público sobrepasaba un 10% de la riqueza nacional. Acabando el siglo XX, buena parte del gasto público de los Estados modernos se acercaba al 50% del Producto Interior Bruto.

«El despotismo no había sido en manos de los reyes más que una regla complaciente y floja, en comparación con lo que hizo la “Nación soberana”» (Stiner). Esta referencia a Stirner le sirve para alumbrar el hecho de que los poderes previos a la aparición del Estado moderno no eran absolutos. Existían toda clase de limitaciones al ejercicio del poder. Enumera: aristocracia, corporaciones, asociaciones, municipios, cofradías, gremios, el poder eclesiástico… Contrapoderes cuya disolución comenzó con la Revolución francesa.

Los revolucionarios, señala Barraycoa, sentían auténtica fascinación por ese nuevo Estado desprovisto de contrapesos que había dejado atrás el Antiguo régimen, y que se encargaría de legislar aplicando –como dijera Tocqueville– el principio de centralización del poder. Así, habla de la ley Le Chapelier de 1791, que prohibió las organizaciones gremiales, o la propia Constitución de 1791, que excluye al pueblo del ejercicio de la soberanía, que reside en la Nación. También señala cómo Durkheim, en su célebre El suicidio, ahonda en esta transformación para buscar las causas del suicidio:

«la supresión de las antiguas provincias, la creación de nuevas divisiones arbitrarias y artificiales o la mezcla de poblaciones con motivo de la extensión de los medios de comunicación … El Estado, al encontrarse sin límites internos en los contrapoderes que había destruido, se encuentra frente al individuo solo y aislado.»

Esta es la clave para entender el poder desde la modernidad: la paradoja de la aparición del ciudadano y del individuo. Por un lado, el ciudadano se presenta como el hombre nuevo que conquista la libertad, y por otro lado el individuo, desprovisto de historia y de tradición, de todo vínculo social o político, frente al Estado. El Estado moderno y el individualismo, dice Barraycoa, no son dos realidades opuestas, sino que es el primero el que produce al segundo. Y la aparición del individuo es necesariamente el origen de la sociedad de masas, sociedad que habría dejado de ser revolucionaria para someterse a la estructura de poder. Los medios se han dado, ya que todo contrapoder ha sido arrasado, como se ha dicho, y los límites del poder son los que el Estado se impone a sí mismo, dándose «un poder más absoluto que ninguna otra estructura de poder en la historia.» Pero «a pesar de levantar recelos, también genera fascinación … ante el Leviatán»

2. EL PODER EN LA MODERNIDAD

2.1. La fascinación por el Estado

Si la primera parte de la obra es de carácter más bien descriptivo, acerca de las teorizaciones modernas sobre el poder, la segunda ahonda en las implicaciones de las modernas estructuras de poder, como praxis de esas mismas teorizaciones, y cómo todo ello tiene su lugar de origen en el protestantismo, condictio sine qua non de la modernidad política.

Este Estado, este poder instituido, poder visible y legitimado simbólicamente, este poder, siguiendo a Mannheim, concentrado en instituciones y productor de normas, no tiene en principio por qué causar recelo alguno, dirá nuestro autor. Además, en otra referencia a Aron, señalará que no son muchos los autores franceses que hayan exaltado o, por el contrario, condenado, el propio poder. Sin embargo, en el plano individual encontramos un recelo por parte de quien sufre el poder y, por otro lado, fascinación en quien lo ejerce.

Atendiendo el aspecto intrahistórico, ante la caída del orden antiguo, como se ha apuntado, la angustia ante una nueva realidad política es lógica, «una nueva realidad social donde el hombre pierde sus vínculos naturales» y por eso sólo podría entenderse una fascinación por el poder si con éste viniera a su vez la resolución de este desajuste o desintegración. Por eso Barraycoa señala precisamente que en la modernidad se da una relación pseudo religiosa entre el individuo y las estructuras de poder:

«Es la fascinación por un poder inaudito, capaz de operar sin límites, y con el que podemos entrar en comunión. El Estado es como un nuevo dios cuya sola aparición deslumbra a los individuos».

Barraycoa, siguiendo a De Maistre, sostiene que poder político y poder divino siempre han estado asociados, y de ahí su tesis, de que en la modernidad no se produce una secularización de lo sagrado, sino una sacralización de lo profano, por un proceso de inmanentización: como la novedad del Evangelio, la novedad de la liberación; liberación de todo poder que no provenga del propio pueblo.

Por tanto, el Estado acaba con poderes, para asumir él mismo el poder absoluto, y por eso nuestro autor puede afirmar que «con la modernidad no muere el Antiguo régimen sino que se transmuta. Si el Antiguo régimen reivindicaba el derecho divino de los reyes, la modernidad reivindica la soberanía absoluta de los pueblos»

A continuación, esquematizaré las relaciones que establece entre el Antiguo régimen y la modernidad; una sorpresa, como él mismo dice, a la hora de interpretar esta época:

  • El Antiguo régimen es nuevo. El fundamento de la monarquía absoluta es revolucionario y a su vez fundamental para la modernidad política: «Sin Luis XIV no se hubiera producido la Revolución francesa».
  • La doctrina del derecho divino de los reyes es moderna y «opuesta a la tradicional doctrina medieval del poder y la autoridad.» Es, además, opuesta a la Iglesia y pretende dotar a los reyes de autonomía frente a ella. Para este proceso es clave la Reforma protestante.
  • El absolutismo dispone las teorías democráticas modernas: del derecho divino de los reyes se pasa al derecho divino de los pueblos, y luego de éste a la soberanía absoluta de los pueblos.
  • El absolutismo monárquico se encontraba limitado (por todas las estructuras, instituciones y contrapesos ya descritos); el Estado moderno y revolucionario no. O, dicho de otra forma: el poder de la modernidad sí es absoluto: el Estado moderno es un sistema de poder autónomo, ilimitado, que ha superado las limitaciones históricas que sí tenía la monarquía absoluta, de la que hereda la transfiguración divinizada y que hace posible la fascinación por el poder político.

Barraycoa termina esta parte haciendo un comentario importante acerca de la religiosidad gnóstica, cuestión quicial, que define como «un intento de generar, a través de un método un proceso de autodivinización. Todo movimiento gnóstico presupone un estado de perfección, una pérdida de ese estado y una aspiración a recuperar el estado anterior a través de un método que depende esencialmente de la propia fuerza o voluntad del individuo. Este método o proceso lleva a la deificación del individuo por sus propias fuerzas».

¿Quién será el encargado de devolver, de promover, de garantizar a esos individuos su condición divina? El Estado, que pretende divinizar y redimir a sus súbditos, como si se tratase del mismo «Reino de Dios en la tierra».

2.2. El Estado redentor

El Estado moderno se presenta, según hemos visto, como un Estado redentor, en tanto que restaurador de un estado anterior. Si bien la «autoridad política para la filosofía clásica se limita a garantizar un orden social y proveer las condiciones para que surja la virtud moral entre los ciudadanos», teniendo como eje de la acción gubernativa la justicia –suum cuique tribuere–, ahora el poder se ordena a salvar la naturaleza humana.

Como manifestaciones de este Estado redentor Barraycoa señala, en el plano teórico, el contractualismo, y en el histórico, la Revolución Francesa. Ya se ha hecho referencia al estado de naturaleza; éste no sería más que ese Paraíso perdido de libertad, pero de guerra total, al que se retornará individualmente, una vez aceptado el pacto de todas las voluntades –voluntad general– que resolverá, que salvará su naturaleza caída, y le devolverá sus derechos inalienables.

Acerca de estos derechos inalienables, Barraycoa hace una apreciación respecto a una doble descripción de estos derechos: o el hombre pre-social tiene un derecho absoluto a la propiedad privada, o todos los hombres del estado de naturaleza tiene derecho a todo. Dependiendo de cómo se describan estos derechos, se entiende que el Estado nace para garantizar esa propiedad privada o para garantizar la igualdad. Barraycoa identifica aquí las formas de legitimación del liberalismo y del comunismo. Los primeros buscarían un Estado garante de la propiedad y los segundos entienden que la propiedad privada es contraria a la igualdad.

No hay interés por parte de los autores de concretar o profundizar tanto en ese hombre pre-social como en el desarrollo en el tiempo del proceso. Así, se recurre, como hemos visto, al mito del progreso, o, como también se ha señalado, a establecer por parte de los autores una serie de estadios que culminan en la salvación del hombre, como los estadios de Comte o Marx.

Para Barraycoa, las implicaciones de estas «esperanzas mesiánicas, una vez secularizadas, han quedado traducidas en una función igualadora del Estado», y para constatar este hecho retoma a Tocqueville –para el que igualdad e individualismo se encuentran estrechamente unidos–, que describe con lucidez cómo los individuos se entregan al poder, mediante entregas y cesiones de su libertad al aparato burocrático del Estado. Siguiendo el binomio clásico: entre libertad y seguridad, esta última va ganando terreno.

Para entender esta fascinación por la igualdad, Barraycoa señala, por un lado, que «la idea de restauración o elevación de la naturaleza humana en un sentido gnóstico» es indisociable del deseo de eliminar todas las diferencias carnales, para lo que se hace necesario un proceso de igualación.

Por otro lado, siguiendo a Max Scheler, declara que el resentimiento parece otro de los motores de este afán por la igualdad, de este –dice– deseo desaforado de igualdad, hasta el punto, como se acaba de mencionar en la referencia a Tocqueville, de entregar la propia libertad. Este ímpetu igualador, nivelador, habría devenido, o se habría legitimado, gracias al concepto de racionalidad.

El Estado es lo mismo racional, voluntad sustancial independiente de un orden superior (Hegel), una voluntad ajena y desprovista de otras voluntades; el «Estado moderno, así, se acaba configurando como un sistema cerrado, sin fisuras, donde toda legitimidad, como ya apuntó Weber, emana de una racionalidad sin fundamento racional, puramente voluntarista, que se propone como objetivo igualar a los individuos de la sociedad»

El ideal del Estado moderno, por tanto, no es otro que la igualdad, y su instrumento, un poder uniformador. Esta igualdad no es tal. La igualdad siempre lo es respecto de algo, es decir, ha de existir un plano de relación, pero ¿cómo puede darse igualdad si se ha proclamado la total libertad del individuo y, por tanto, la ausencia total de relación? Puede darse, claro, si entendemos igualdad como nivelación del Estado y destrucción de todo vínculo. Esto es la ciudadanía, el ciudadano, «aquél individuo que se adecua a la voluntad general, expresada en el Estado como poder constituido en un espacio y tiempo», que no puede darse fuera del Estado (que no comunidad política).

Una cosa es la concepción del hombre como naturalmente social, esto es, que no existe aisladamente, sino en comunidad, siguiendo la Política de Aristóteles; y otra distinta es el individuo de la modernidad, revolucionariamente emancipado, liberado de determinaciones y transformado en ciudadano, condición que no puede darse sino en el Estado.

Por eso el propio Barraycoa destaca la asociación que existe entre la ciudadanía y lo universalista y el cosmopolitismo, esto es, que cualquier ciudadano lo es independientemente del Estado en que lo sea. Barraycoa cita a Krause, reconocido masón, para poner de manifiesto de nuevo el carácter gnóstico de estas ideas, el carácter redentor del Estado, encargado de humanizarnos[3].

El resultado de todo esto no puede ser sino la destrucción de toda forma de concreción, tanto del sujeto personal y concreto (el individuo real, dice), como de las sociedades y, por supuesto, de la cultura, en tanto que esta nace de los hombres concretos y libres[4]. Es más, para Barraycoa, en torno al concepto de ciudadano, la cuestión categorial de derechas e izquierdas sería irrelevante, ya que el ciudadano está abocado al mismo fin, independientemente de la religión o ideología que profese.

Otro motivo de fascinación sería la capacidad y el alcance del Estado moderno, que llega hasta las conciencias de los individuos. Siguiendo a Hegel, el Estado ya habría alcanzado el interior de los individuos, donde no eran soberanos ni el monarca ni el Estado, pasando a transformar no solo lo exterior al individuo sino su conciencia; el Estado ya es capaz de ordenar todo racionalmente, como si de un dios se tratase.

2.3. Teocracia moderna y democratismo absoluto

En esta última parte acerca del poder en la modernidad, Barraycoa ahonda en las implicaciones de la Reforma protestante (a partir de 1517), estableciendo una relación entre esta y la modernidad política, por la cual, las revoluciones políticas no podrían haberse dado sin una previa revolución religiosa. Es más, señala cómo pensadores contrarrevolucionarios como Bonald (o un De Maistre, al que ya nos hemos referido) entendieron la Revolución francesa sobre todo como una revolución religiosa.

Este planteamiento, aparentemente sencillo, no está desprovisto de ciertas dificultades. Enuncia, siguiendo a Weber, que las consecuencias de la reforma fueron imprevistas y espontáneas, y en muchas ocasiones se desarrolló y evolucionó donde menos se pretendía y como menos se pretendía. Además, el pensamiento de estos reformadores acerca del orden político fue notable y, sin embargo –dice–, rara vez se integraba en un corpus teológico. Por otro lado, señala la enorme dificultad que se deriva de los constantes despliegues y repliegues de la reforma, así como sus divisiones y evoluciones.

Sin embargo, dice Barraycoa, una certeza en sí sería esa complejidad de un mapa configurado en buena medida por la espontaneidad y el cambio, que podría explicar la aparición de la modernidad política, en la que se conjugan toda clase fenómenos e ideas inesperadas, contradictorias, que detalla:

«El protestantismo, al no ser un fenómeno unitario, generó tanto rápidas secularizaciones, permitiendo la aparición del liberalismo, como posibilitó la aparición de los movimientos más radicales, revolucionarios y escatológicos. Fue capaz de generar movimientos teocráticos que luchaban contra todo orden político o poner las bases de la teoría del absolutismo al entregar el control de la reforma religiosa del poder político. De los reformadores surgen tanto los argumentos a favor del absolutismo, como proclamas de la anarquía atómica. Con facilidad asombrosa se pasará de los argumentos a favor de la revuelta a las teorías de la no resistencia. Esta heterogeneidad, y las asombrosas evoluciones del protestantismo, puede explicar por qué del mundo en el que se negó el libre arbitrio acabó surgiendo el liberalismo; por qué donde se afirmó la teocracia acabó apareciendo el ateísmo; por qué del mundo que negó la regeneración de la naturaleza por la gracia, salió un artificioso naturalismo que secularizado originó la tesis organicistas y mecanicistas para interpretar lo social y político; por qué de los movimientos más revolucionarios y violentos aparecieron los movimientos pacifistas; por qué del mundo que rechazó la acción del hombre en la historia, surgió la teoría democrática moderna»

Ahora bien, ¿cómo se generó ese cambio?, ¿cuáles son las claves para entender por qué la Reforma fue esencial para la configuración de la modernidad política? Barraycoa entiende que son las siguientes:

  • El concepto de Iglesia invisible. El protestantismo parte de que la fe tiene que ver con la intimidad, una relación entre cada individuo y Dios, sin identificarse con un poder visible, como la Iglesia católica, dejando así como único poder visible al poder secular[5].
  • La teoría de la predestinación. Según esta teoría, habría quienes están predestinados a la salvación y quienes están predestinados a la condenación. En un primer momento no solo se desautorizó a la Iglesia católica, sino que se identificó a todo lo terrenal con el poder político y la condenación, antítesis de un hipotético Reino de Cristo invisible. Es con Calvino con el que se trata de visibilizar ese Reino, como una pura teocracia, donde se busca la preservación de la gracia y custodia de los predestinados, que habría de convivir con el otro poder, el político, el de los precondenados.
  • El inmediatismo. La posición respecto al orden político se va transformando, hasta que el luteranismo y el calvinismo terminan por «considerar el poder secular como el representante directo de la voluntad de Dios» –segunda teocracia–, por la que Dios concede, inmediatamente, el poder al gobernante, y por tanto su poder quedaría legitimado independientemente de que el mismo fuese un tirano. El calvinismo entenderá en una de sus derivas –un proceso de judaización, dice Barraycoa– que la comunidad de fieles tiene que entregar toda su voluntad mediante un Pacto con Dios para configurar la comunidad de predestinados. Esta teocracia radical sería la que, gracias a sus fracasos y la secularización, habría dispuesto la modernidad política.
  • La interpretación del pecado original. Según Barraycoa, fue en el seno del protestantismo donde, gracias a las diversas interpretaciones que formularon acerca del pecado original y un supuesto estado anterior al orden social, se originó la idea del estado de naturaleza, «que utilizará el contractualismo moderno para legitimar la aparición de un contrato social que da lugar al Estado».
  • Cuatro autores: Hobbes, Spinoza, Locke y Rousseau. Barraycoa sostiene – siguiendo a Berdiaeff– que «la filosofía democrática es la consecuencia lógica de la secularización teocrática». Estos cuatro autores habrían construido la modernidad política con los restos del naufragio, o mejor dicho: habrían construido la coartada filosófica para justificar un negligente naufragio, un acto de destrucción, explicitado en las revoluciones democráticas, la desarticulación de toda realidad política para fundar una nueva política a partir del Pacto, de la Nueva Alianza: «El primer punto de acuerdo que encontramos entre los contractualistas antes propuestos es que sólo tras el pacto o contrato social se erigirá el Estado y sólo entonces aparecerá la justicia y el derecho. La constitución del Estado y por tanto de la justicia –[ahora, tras la Reforma y la secularización de sus categorías teológicas] la determinación de lo que es bueno y lo que es malo– presupone el ejercicio de un poder absoluto».

La lectura de la modernidad de Barraycoa a partir de la Reforma es sumamente interesante, desde luego original donde las haya, acostumbrados a las lecturas historicistas y marxistas, que son las más. En los libros de texto de las escuelas se habla del Descubrimiento de América, de la Caída de Constantinopla o del Renacimiento y de la Imprenta para anunciar la Modernidad, mostrando la Reforma como otro episodio añadido, una lectura más acerca de cómo, a medida que la Luz de la Razón se habría paso, hubo quienes se negaron a abrazarla, prefiriendo resistir tras las murallas de los tiempos anteriores a la gran liberación de los tiempos que estaban por venir.

Según avanza la historia, el individuo, en el plano teórico, más emancipado y liberado que nunca, cada vez se encuentra más sometido por el Leviatán, cuya formación en el tiempo irá siendo cada vez más redentora y absoluta, mediante el perfeccionamiento de sus formas de ejercer el poder. Así como el poder de la modernidad, un poder visible y exterior, se hará cada vez más violento, más policial, más terrorífico, hasta las expresiones más siniestras en el siglo XX, como los totalitarismos o las Guerras Mundiales, en la posmodernidad se transformará en un poder mucho más sutil, atractivo, e invisible para las masas.

3. EL PODER EN LA POSMODERNIDAD

3.1. El poder invisible

El poder en la posmodernidad no es sino la culminación de las pretensiones de la modernidad política, en marcha desde 1789: crear el Reino de Dios en la Tierra. El Estado, como un Dios Padre que cuida de sus criaturas –los ciudadanos– desde su nacimiento hasta la muerte, despliega su omnipotente y omnipresente aparato estatal; la macroburocracia que hemos descrito refiriéndonos a Weber, el inquietante poder de las sociedades democráticas que Tocqueville no logró bautizar pero al que temía, el resultado de la secularización de las categorías teocráticas que parió la Reforma; el sueño de Hegel hecho realidad, el dualismo del poder temporal y el poder espiritual resuelto en el Estado, síntesis, culminación del Espíritu.

Bertrand de Jouvenel, en su obra homónima a esta que nos ocupa, hablaba del Estado Minotauro, el cual, por el Pacto, devora a sus súbditos, destruyendo toda forma de relación entre los hombres, toda clase de vínculo, en pos de la seguridad, de la garantía, del bienestar, en definitiva, de su liberación. El Estado Minotauro, en el que se encarna toda la autoridad, no hace correr la sangre por las calles, sino que prefiere exaltar a sus súbditos mediante el espectáculo y el placer, y se vale de formas de dominación como el alpiste del consumismo. Devasta clandestinamente, en silencio y de forma higiénica, liberando a los individuos hasta de su cuerpo, de su naturaleza, de sus hijos y de sus padres, de sus maridos y de sus esposas, a medida que el Estado se va haciendo efectivamente social y democrático de derecho.

Barraycoa divide en dos los tipos de Estado que trajo la modernidad. Por un lado, tendríamos los Estados donde lo colectivo se impuso sobre lo individual (ejemplos de este tipo de Estados los encontramos en los totalitarismos del siglo XX) y, por otro lado, los que exaltaron el individualismo, cuya expresión más definitiva es el Estado del Bienestar. En cuanto a estos segundos, la contradicción parece evidente: ¿cómo puede conciliarse un Estado ultralegislador con un individualismo exacerbado?

Para comprender mejor la evolución de la estructura de poder en la posmodernidad, Barraycoa revisa algunas referencias sociológicas. Entre ellas, de nuevo, Durkheim, el cual habla del paso de las sociedades mecánicas a las sociedades orgánicas. Las primeras se identificarían con las llamadas sociedades holistas; en ellas el individuo queda sometido por completo al colectivo, que ejerce una violencia visible sobre los miembros de la sociedad, de tal forma que se produce un autocontrol social: «El orden social, por tanto, es generado por todo el colectivo».

Las sociedades orgánicas, que se identificarían, siguiendo su esquema, con las sociedades modernas, son aquellas donde, paradójicamente, a la vez que se desarrolla la individualidad, lo va haciendo también la dependencia al colectivo, en tanto que el individuo se ha especializado de tal forma que, aunque sea radicalmente individualista, lo es en tanto que especialista, y por esto mismo depende del colectivo. «De ahí que el individualismo pueda convivir con la consolidación del Estado como organismo especializado en la coacción y control social»

Norbert Elias, siguiendo la misma línea, habla del paso de la coacción visible a la coacción invisible. Así, las sociedades modernas habrían configurado un sistema de autocoacción por el cual el individuo, aun estando sometido a la estructura de poder en mucho mayor grado que en el pasado, sin embargo, tiene una sensación menor de opresión, ya que la coacción es invisible e interna, frente a una coacción visible y externa.

Lipotevksy describe de igual forma la posmodernidad como ese desarrollo de la estructura de poder de coacción hacia la autocoacción. Los inicios de la modernidad tenían un fuerte componente moral, el de la moral del ciudadano, la idealización del deber-ser, dice; la exaltación del sacrificio por la República, hasta dar la vida por ella. En la posmodernidad, sin embargo, nos encontramos con las éticas individualistas, donde todo ese lenguaje vinculado a la entrega, el servicio e incluso la muerte por la nación, desaparece. Lipotevsky habla de una sociedad posmoralista, culminación de los derechos subjetivos. Marcuse, por el contrario, concibe esta evolución en sentido opuesto. Él entiende que el proceso civilizador oprime precisamente la individualidad y que por este motivo tiene que acompañar a este desarrollo una liberación individual.

No estaríamos hablando entonces de una eliminación de esas estructuras de poder que se originaron en la modernidad, sino de una transformación de sus mecanismos en la posmodernidad[6].

Es, por tanto, pertinente, detenerse a analizar el sentido de dicha violencia. O, como lo expresa Barraycoa, en el marco de una dinámica funcional, analizar qué acciones se encuentran ritualizadas, ya que «allá donde aparece una ritualización descubrimos una función social imprescindible para la pervivencia del colectivo».

La violencia en las sociedades holistas o mecánicas pretendía de alguna forma reparar el daño causado a la colectividad mediante el castigo, ritualizado bajo los códigos del honor o la venganza. Sobre la venganza parece identificarse un lugar común en torno a su ritualización, que es su fuerte delimitación y restricción (quién, cómo y en qué casos), para evitar, fundamentalmente, una cadena interminable de violencia descontrolada.

Nuestro autor sostiene que esta ritualización de la venganza obedece a una lucha contra el individualismo, ya que, de ejercerse una forma de venganza, esta no puede quedar al libre arbitrio de cada individuo, a su privada satisfacción, sino que ha de estar delimitada por el colectivo y en función siempre de una reparación a ese mismo colectivo.

En cuanto al honor, responde a la misma lógica, a la misma función social: la entrega del individuo al colectivo. En todas las culturas, nos recuerda, podemos encontrar toda clase de ritos iniciáticos por los cuales el individuo pasa a formar parte del grupo, y ello implica siempre el sacrificio del aspirante a iniciado, mediante una serie de pruebas, de sacrificios, de padecimientos, de expresiones del viaje iniciático, por el que el individuo muere, para resucitar, ya elevado a iniciado, a perteneciente al grupo. En estas sociedades el individuo, dice Barraycoa

«no siente, no conoce, el individualismo. Los individuos se encuentran interrelacionados por mil codificaciones simbólicas bajo formas de parentesco, fidelidad y fraternidad, con los otros miembros de la sociedad. El hombre no se siente solo, pues este tipo de sociedades han desarrollado múltiples formas de identificación y pertenencia … En la modernidad la lógica holista ha desaparecido para dejar paso a la lógica del individualismo»

Esta lógica del individualismo, según Barraycoa, «sólo puede ser explicada por la secularización de la civilización occidental cristiana, que recogiendo el sentido “cristiano” de persona lo despoja de su fin trascendente en la eternidad, para inmanentizar y absolutizar su fin en el presente»

Y a esto se le añadiría el hecho de que el Estado detente el monopolio de la fuerza[7], por la acción de la justicia y sus expresiones a la hora de ejercer su coercibilidad. En suma, Barraycoa sostiene, por lo dispuesto, que el individualismo tal y como lo conocemos ha sido generado gracias a la disolución de los códigos de honor y venganza y al monopolio de la fuerza del Estado, que detentaría un poder simbólico por el cual el individuo deviene autónomo –en cuanto que liberado de sí mismo– gracias a un verdadero proceso de desarticulación de los medios comunitarios para pasar a depender de la seguridad, la fuerza y los medios del Estado, tras la revolución, donde la individualidad es superada.

En este punto, la importancia radicaría en analizar la transformación de la estructura de poder y, una cuestión todavía más determinante, cómo se legitima. Si antaño lo hiciera principalmente a través del monopolio de la fuerza (visible), en su desarrollo posmoderno habría expandido su poder por medio del control simbólico, «uno de los elementos fundamentales para explicar la institución y perpetuación de las estructuras de poder.» Un control «más efectivo que el control físico».

3.2. La legitimación simbólica del poder

Barraycoa establece como condición para la legitimación del poder una específica construcción cultural del tiempo. Según su tesis, la posmodernidad no vendría sino a sustituir un sentido del tiempo anterior, que ya de por sí no era original de la modernidad. El cristianismo introdujo el sentido lineal del tiempo frente al cíclico, un sentido del tiempo que, aunque resulte difícil de imaginar para nuestra cultura, tiene como cualidad precisamente una ausencia de tiempo. Como nos recuerda nuestro autor, en la modernidad, con la secularización racionalista, la historia es liquidada bajo dos formas gnósticas, que son el contractualismo y el progreso.

Por eso, en otra de sus obras, habla de un neotribalismo en la posmodernidad, de un retorno a aquellas viejas concepciones pre-cristianas de las que Occidente se liberó, propias de las sociedades tribales y que se han mantenido en Oriente, como el budismo. La globalización, Internet, en manifestaciones como la desnaturalización de los tiempos, en todos los ámbitos, desde la comunicación interpersonal a las relaciones de comercio, no son sino expresión, el símbolo del triunfo de la inmanencia y del subjetivismo, que propician formas de pseudoidentidad, como las llamadas tribus urbanas, y en definitiva la posibilidad de que uno sea quien quiera ser, donde y como quiera, sin límites: si el Estado en la modernidad se presentaba como redentor, es el propio individuo en la posmodernidad el que se salva a sí mismo.

Pero la sociedad posmoderna nada tiene que ver con la sociedad de las revoluciones del siglo XIX. La posmodernidad es, como hemos podido ver, consecuencia de la modernidad, la distinción del periodo no es baladí. Si la modernidad fue el tiempo del absolutismo, el despotismo y, en su última expresión, el totalitarismo, la posmodernidad es el tiempo del nihilismo, es decir, el hombre de la masa, desarraigado, apático, consumista y reivindicador: el hombre a la postre, apolítico. Ahora, bajo la lógica del individualismo, se buscan, se exigen toda una serie de libertades individuales, pero siempre al Estado liberal democrático, aceptado generalmente como la forma definitiva de gobierno (lo que llevó a algunos a hablar del fin de la historia, a otros decir que era la forma menos mala de gobierno…). No parece sino la culminación del sueño spinoziano, donde la moral solo emana del poder político, y éste debe permitir a cada cual pensar y decir lo que quiera.

En su praxis, la globalización no sería sino la pretensión de construir un súper- Estado, como expresión de la voluntad racional sin límites. Nuestro autor, tras Weber, reconoce que la tendencia de la burocracia no es otra que la del crecimiento, y con él su ocultación, así como una actitud silenciosa y opaca. Para arrojar luz sobre este asunto nuestro autor recurre a la obra de Toynbee, que entiende que el Estado universal nace como reacción a un proceso de desintegración social:

«En su Estudio de la historia, Toynbee concibe los actuales Estados europeos como Estados provincianos fruto de un colapso de la civilización cristiano-occidental. El Estado universal de la civilización occidental … es el intento inútil por frenar la desintegración social. … Los Estados universales provocan en los individuos bajo su dominio un «sentido de unidad y universalidad», pero no consiguen restaurar una sociedad que se desintegra: «De manera que la amenaza de este inmenso vacío social que se extiende constantemente impulsa al gobierno del estado universal … a construir instituciones, a manera de válvulas de contención, para llenar el vacío, pues éste es el único medio que le queda de conservar la sociedad misma»

Otra obsesión de los Estados posmodernos, como hemos dicho, es la de acabar con la violencia. Si el Estado moderno desplegaba su poder visiblemente, mediante la violencia física, el Estado ahora se muestra como el pacificador. Toda forma de violencia es condenada. Se persigue la violencia por parte de los padres a sus hijos y, por supuesto, de los profesores a los alumnos. Nuestro autor, sin embargo, no es muy optimista respecto a una hipotética paz total, sino que sostiene que la violencia se va transformando.

La alternativa al principio de autoridad es el dominio, del que ya hemos hablado en referencia a la dominación weberiana. Tras Hobbes no cabe autoridad. Él mismo, llevando a sus límites la conciencia subjetiva protestante, de herencia nominalista, secularizada y racional, definió en su Leviatán la libertad del individuo como ausencia de oposición, en un puro sentido físico, sin límites al movimiento. Toda la filosofía del poder, que inauguró Hobbes, se nutre de esta idea por la cual el individuo queda emancipado, y que aboca, necesariamente, a un radical subjetivismo, a la coexistencia.

Los Estados nacionales consiguieron resolver el desarraigo de las sociedades de forma artificial, mediante lo que Hobsbawn llamaba la invención en serie de las tradiciones. Las banderas que se hondeaban, los himnos que se cantaban, las Naciones a las que se idolatraban, no son sino productos que se han originado desde siglo XIX hasta nuestros días, creados con el fin de cohesionar a la colectividad.

«Las almas de los pueblos –dice Barraycoa– fueron sustituidas por una artificial conciencia colectiva dominada simbólicamente por el Estado. Ahora [en la posmodernidad], el individuo se ve abocado a ser un ciudadano universal.» En este punto, nuestro autor retoma la doctrina de la predestinación calvinista, ya que entiende que el proceso de democratización (Weber) que se extiende a todos los ámbitos de la sociedad lo infunde el poder mediante un estado de conciencia, por el cual solo aquellos que acepten, asimilen, las cualidades del ciudadano universal pueden, de hecho, serlo. Es decir, que, a la postre, todos están obligados a cumplir estos requisitos cívicos, sincretizados en un pensamiento único. Pero, como venimos advirtiendo, no lo hace mediante la violencia física, sino de una forma más sutil.

Uno de los rasgos más particulares de la estructura de poder posmoderna es su capacidad para no crear un rechazo social gracias a su invisibilidad y sutileza, ya que nadie puede posicionarse en contra de cuestiones como la solidaridad y la filantropía, tan fáciles de comprender, de simpatizar con ellas, de despertar sentimientos y emociones.

Pero, como bien argumenta Barraycoa, no se trata de solidaridad como relación real, concreta, carnal, sino que «se impone una abstracta comunión con la humanidad. La posmoderna solidaridad no exige un compromiso para toda la vida, sino la adhesión sentimental a la humanidad o a sus desheredados».

Y así se logra que el individuo, que cada vez se siente menos atraído por el Estado, o dicho de otra manera, debilitados los recursos del Estado Nación, se consigue que no solo los individuos de un determinado país, sino los de todo el mundo, se vinculen por una causa mayor, que se resumiría en la salvación de la Tierra, mediante una serie de obligaciones cívicas encaminadas a ese fin. En principio, el común no busca destruir la Tierra, pero la propaganda busca siempre las emociones del sujeto, para generar esa autocoacción de la que venimos hablando. Sin embargo, las contradicciones son fácilmente identificables.

Sin duda, uno de los valores posmodernos por antonomasia es el llamado multiculturalismo. En la historia, como fruto de las relaciones comerciales y los flujos migratorios, o como consecuencia de las conquistas de toda clase, se han dado encuentros, intercambios, en definitiva, relaciones, entre distintas culturas. Sin embargo, al aproximarnos al llamado multiculturalismo o, lo que se presenta como su desencadenante, la globalización, no se aprecia sino un abstracto planteamiento, por el cual, los Estados tienen que construir un espacio de armonía entre distintas culturas, razas y lenguas, donde coexistan infinidad de formas distintas de ver y de estar el mundo (pensemos, por ejemplo, en la inmigración de población musulmana en Europa, o en las megalópolis al estilo de un Nueva York o Londres).

El Estado, que preconiza la igualdad, sería, por tanto, la fuerza encargada de gestionar este conflicto que se da entre relativismo y universalismo dentro de la estructura de poder, liberal y democrática, como una nueva Babel. En palabras de nuestro autor, «el multiculturalismo realza simbólicamente un relativismo valorativo. Las estructuras de poder en la posmodernidad nos llevan a un mundo relativo y ecléctico en las formas y en los juicios valorativos, y a una rígida homogeneidad en el comportamiento económico y en la aceptación de un pensamiento único». Es el individualismo más extremo, donde desaparecido el último vestigio de comunidad política, mero aglomerado de individualidades en base a un self-service por parte de cada cual de sucedáneos de cultura e identidad, esto es, el Estado social.

La modernidad fue un tiempo alimentado por la misma pasión que presentan lo nuevo, las alternativas radicales a lo presente, la construcción o destrucción, tanto política como filosófica, de un mundo, que no solo asiste a un desarrollo abrumador de la ciencia y de la técnica, sino que ha comenzado un proceso de liberación: de la historia, de la Tradición, de la metafísica, de Dios…

Pero la fuerza del movimiento que se da en aquella nueva aurora de los tiempos, que se cerró con las mayores masacres de la Historia, ya no la presenta la posmodernidad, el tiempo del nihilismo, donde, entre las preocupaciones del común no entran el servir a la Patria o la República, ni matar por sus ideales –ya que difícilmente uno va a morir por una Unión Europea, por un Sánchez o un Casado, o por la protección del Estado de Bienestar–, sino más bien cosas como reciclar, hacer deporte, pagar sus impuestos, ver películas y series de televisión (encargadas, a su vez, de alimentar e infundir los valores posmodernos)… Como si el tiempo no estuviese ordenado a un fin y la realidad se hubiese limitado a ser lo que acontece, sin pasado ni futuro, tan solo el cumplimiento cívico de un presente eternalizado e intrascendente. Estas aspiraciones «contribuyen a que la existencia humana ya no sea interpretada en clave política e histórica. La posmodernidad ha traído la muerte de la política, entendida en su sentido más clásico»

3.3. La muerte de la política

En este último epígrafe, el más breve, Barraycoa describe la situación crítica que se viene dando desde los últimos tiempos y que quizás, desde la fecha en que se escribió, hace casi veinte años, no ha hecho sino agudizarse. Se ha insistido en ello, la posmodernidad supone un cambio de la operatividad del poder inaugurado en la modernidad.

Si bien es cierto que el principio de autoridad ha desaparecido –el individuo es plenamente libre en el Estado–, nuestro autor, tras Fromm, habla de una autoridad anónima como alternativa a una autoridad manifiesta, capaz de dictar órdenes sin que el mismo individuo lo sospeche. A través de sus mecanismos, confunde, oculta sus órdenes, dice Fromm, haciéndolas pasar por sentido común, ciencia, opinión pública… Esta última, la opinión pública, en palabras de nuestro autor, «no deja de ser un mecanismo de control social y valorativo que acaba matando el propio espíritu democrático … la configuradora de la verdad del momento, una verdad efímera que se fundamenta en la capacidad re-interpretadora de los medios»

Los medios de comunicación, lejos de ser un contrapoder, sirven de cobertura a esa opinión pública moldeadora de conciencias. Hay que sumarle, además, la difusión a través de los dispositivos electrónicos móviles, Internet y las redes sociales. Todo contribuye a alimentar ese estado de conciencia del que habla Barraycoa, «donde la conciencia de los individuos se va modulando, articulando y configurando en torno a una representación del mundo homogénea y políticamente correcta. Ya no se alcanza el conocimiento de la realidad por la reflexión individual sino a través de la opinión pública».

No es que nuestro autor no sienta simpatía alguna por la opinión pública en sí, sino que pudiendo desarrollar una materia, como sucede en varias ocasiones a lo largo de la obra, opta por una omisión, quizás por el espacio del que dispone.

La opinión pública, definió Pio XII, es

«el patrimonio de toda sociedad normal compuesta de hombres, que conscientes de su conducta personal y social, están íntimamente ligados a la comunidad de la que forman parte … en definitiva, el eco natural, la resonancia común, más o menos espontánea, de los sucesos y de la situación actual de los espíritus y en sus juicios.»

Lo que no le impide, a su vez, hacer una crítica a una situación real que se da hoy –y que condena Barraycoa–, lo que se ha llamado la tiranía de la opinión pública:

«Para este fin [continua Pio XII] es necesario que en todas partes se renuncie a crear artificiosamente, con el poder del dinero, de una arbitraria censura, de juicios unilaterales, de falsas afirmaciones, una llamada opinión pública que mueve el pensamiento y la voluntad de los electores como cañas agitadas por el viento.»

Este binomio opinión pública-medios de comunicación tiene una razón de ser obvia. Nuestro autor, siguiendo a Weber, sostiene que toda estructura de poder requiere de una estabilidad para su funcionamiento, y en una sociedad de masas, al poder le interesa que la masa esté más pendiente del ocio que de la política, que, al fin y al cabo, hoy se reduce a insertar un voto en una urna.

Nuestro autor destaca hasta qué punto es radicalmente importante la influencia de la televisión, curiosamente, no tanto por lo que se dice en ella, sino por lo que no se dice, por lo oculto. Se bombardean los hogares con noticias, estadísticas, sondeos, por todo lo que informa la opinión pública, pero, ¿qué omisiones tienen en común? «La ausencia de criterios históricos, morales y sociales verdaderamente comunes», lo que «consolida el individualismo» (Barraycoa, 117), y parejo a él, un proceso de aculturización, del que el marketing político es deudor.

Como veíamos, ya desde los orígenes de la modernidad se generó un pesimismo respecto al poder y la política misma, que, gracias al protestantismo, se vinculó a lo mundano –en definitiva, al mal–, y cuyo pesimismo fue teorizado por Hobbes –resumido en aquella célebre máxima de homo homini lupus–, que funda la maquinaria racional del Estado, el Leviatán, donde cada individuo, aislado, se rige por su propio interés y donde lo político queda ya asociado a lo estatal. Solo hizo falta un concepto, el de causa sui spinoziano, para inaugurar la autodeterminación y resolver todo en el Estado. A partir de este momento, política es, necesariamente, la lucha por el poder.

No cabe política donde no hay relación, amistad, philia, entre los hombres y las leyes, las instituciones, dentro de la misma comunidad necesariamente política, social, por naturaleza; unida en la diversidad. Lo contrario es arbitrariedad, dominación, uniformidad, tiranía… «la complicidad de la ciudadanía inapetente, en la búsqueda estéril de un futuro irreal … La indiferencia hacia la realidad … condición, para Hannah Arendt, de la aparición de nuevas formas de totalitarismo»

4. EPILOGO A MODO DE DECÁLOGO: FRENTE AL PODER

La obra de El grito (1892), de Edvard Munch, ha sido tópicamente representativa no solo del expresionismo, que siempre puso la mirada en su obra, sino en cuanto expresión del existencialismo, una de las últimas manifestaciones en la historia de la filosofía de aquella corriente que anunciábamos al principio, el nominalismo, donde no cabe esencia, y por tanto el hombre es reducido a pura existencia. De ahí el grito.

Un año antes de que Munch pintara la primera de las versiones de su obra más famosa, León XIII escribía en su célebre Rerum Novarum:

«La reconocida cortedad de las fuerzas humanas aconseja e impele al hombre a buscarse el apoyo de los demás. De las Sagradas Escrituras es esta sentencia: «Es mejor que estén dos que uno solo; tendrán la ventaja de la unión. Si el uno cae, será levantado por el otro. ¡Ay del que está solo, pues, si cae, no tendrá quien lo levante!». Y también esta otra: «El hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad fortificada». En virtud de esta propensión natural, el hombre, igual que es llevado a constituir la sociedad civil, busca la formación de otras sociedades entre ciudadanos, pequeñas e imperfectas, es verdad, pero de todos modos sociedades. Entre éstas y la sociedad civil median grandes diferencias por causas diversas. El fin establecido para la sociedad civil alcanza a todos, en cuanto que persigue el bien común, del cual es justo que participen todos y cada uno según la proporción debida. Por esto, dicha sociedad recibe el nombre de pública, pues que mediante ella se unen los hombres entre sí para constituir un pueblo (o nación).»

Esta es la primera de las propuestas de Barraycoa en el decálogo con el que cierra su ensayo, y quizás la más determinante: combatir el individualismo redescubriendo el sentido de persona (jamás concebida –científicamente– sola, sino en relación, en su inherente dimensión comunitaria y social). Kelsen, comúnmente aludido como el más importante jurisdalmacio ta del siglo XX, no dudó en decir que «la persona es una representación auxiliar del conocimiento jurídico, de la cual sería incluso posible prescindir.» Esta radical escisión entre derecho y naturaleza termina necesariamente resolviendo, por identificación, el derecho en el Estado, como norma del Estado mismo, una metodología que destruye por completo toda clase de relación entre hombres concretos, toda comunidad política, que negada, deviene efectivamente social por la fuerza de lo que Dalmacio Negro llama la tecnocracia nomocrática, cuya idea rectora «es que no quede nada entre el Estado y las masas de individuos indefensos “socializados” mediante la coacción legislativa.» (La ley de hierro de la oligarquía, Ed. Encuentro, 2015)

De alguna manera todas sus propuestas se apoyan en la convicción profunda de que el ser humano –cada ser humano, en tanto ser personal– no es un instrumento, sino fin en sí mismo, no mero engranaje de un sistema; de que el progreso material, por el contrario, sí tiene un carácter instrumental, y que el poder ha de estar ordenado al bien común y no al plan tiránico de esa oligarquía que renuncia al hombre concreto y a sus realidades relacionales, de comunidad y comunicación, de vínculo y afecto. En definitiva, que dejen en paz al hombre concreto, que el poder no monopolice la autoridad, sino que deje a las autoridades naturales obrar, empezando por las propias familiares, para que entre los hombres no medie siempre una clase dominante, sino los propios hombres libremente. Por eso, los cinco puntos siguientes de su decálogo se pueden resumir en uno solo: rescatar el principio de subsidiariedad. Lo que implica repensar, por completo, la democracia.

Este principio de subsidiariedad habría de aplicarse en los espacios sociales, lugares donde los sujetos multidimensionalmente desarrollan su vida social; espacios que por naturaleza se autorregulan y que, por tanto, no necesitan regulación y control.

Asimismo, Barraycoa propone cambiar la dirección de la construcción social, invertir la pirámide, de tal forma que no sea el poder central y superior del Estado el que despliegue sus fuerzas para construir lo mismo social, sino que, por el contrario, el sentido de esa construcción emane desde abajo, lo que exigiría desterrar la concepción marxista del derecho como instrumento de cambio social.

Nuestro autor se proclama radicalmente antiindividualista, y aboga por repensar las formas de representación de la democracia. Apela a la máxima de la unión hace la fuerza, ya que la estructura de poder, en su esfuerzo por relegitimarse, busca al individuo, pero un grupo social se prevendría más eficazmente del poder.

Es en este punto donde conviene pararse a hacer una crítica a Barraycoa, ya que el rótulo «frente al poder» puede llevar a equívoco. ¿Frente a todo el poder? ¿Frente a qué poder? Parece traicionar la obediencia necesaria para la consecución del bien común. Conviene discernir cuál es el poder que efectivamente se desvía y deviene tiránico, ya que, aunque los postulados que fundan la democracia moderna identifican poder y Voluntad general, como un solo poder, lo cierto es que el hombre es indisociable de su comunidad política, a la que pertenece por naturaleza, y donde existen toda clase de poderes –autoridades y potestades– naturales. La tentación de proclamarse antisistema por las particulares nostalgias de cada cual está ahí, y ha de ser gestionada por el pensamiento. El poder es necesario, y se trata de un fenómeno indispensable para la convivencia y el orden de la comunidad política. Aquí Barraycoa incurre en una cierta contradicción.

Para llevar todo lo referido a cabo, para retomar ese pulso de la historia, el hombre posmoderno –desfigurado, contrahecho, atomizado hasta el esperpento y lo ditirambo– tiene, en primer lugar, que renunciar a la salvación que le ofrece la estructura de poder, y a su vez a las que Barraycoa llama las dos tentaciones de nuestro tiempo, que son el panteísmo y el nihilismo –una disolución exterior y una disolución interior–; o dicho de otra manera, no renunciar a la vida social, delegada en la oligarquía dictadora de normas de conducta (la alternativa, claro, es vivir conforme a derecho: conforme al Estado). Para ello es fundamental la educación, otro aspecto a custodiar. Es palpable un empeño por parte de la estructura de poder de mediar en la educación de los hijos, basada en una supuesta objetividad del Estado, que realmente atenta contra la que hoy llamaríamos libertad de educación de los padres; libertad a la que, por otra parte, ellos mismos han renunciado.

Barraycoa nos recuerda que la «educación tiene su origen en el amor interpersonal que sólo puede darse entre personas, padres e hijos, y no en el interés de la estructura de poder para con el individuo.» Los actuales planes de estudios, que presentan la historia a partir de la dialéctica marxista –como lucha de clases; opresores y oprimidos–, educadores de ciudadanos, desproveen, desde niños, a los hombres de toda forma de pertenencia, de raíces, de acercamiento a la verdad, para conocer realmente los procesos de la historia –la más completa de las disciplinas, por cuanto incluye en ellas todo el flujo de la acción humana, incluidas la filosofía y el derecho–, fundamental, ya que, como insiste Barraycoa, no somos seres ahistóricos, y necesitamos de una comunión con nuestra realidad histórica. Termina Barraycoa apelando a nuestra responsabilidad:

«Quizá el destino de millones de personas dependa hoy de no obviar una responsabilidad. Cumplir con ella exige, como anunciábamos al principio de este ensayo, una verdadera socioterapia. Con otras palabras, la capacidad de no dejarse someter por pre-juicios ideológicos, por lenguajes confusos, por valores dominantes o por correcciones políticas. Perder el miedo a pensar y a actuar siempre ha sido el remedio frente a los totalitarismos, sean de la clase que sean.»

CONCLUSIONES

Podemos hacer, tras la lectura y dedicado estudio de la obra, y partiendo de una sintonía –no exenta de matizaciones– con el decálogo que Barraycoa da como una inicial respuesta a su estudio –es decir, sin reiterarlo–, una pequeña reflexión.

Hay una forma distinta de entender el poder. Todo el trabajo de Barraycoa consiste en describir las estructuras de poder, su soporte filosófico e implicaciones en la realidad. El poder a partir de la modernidad condena al hombre a la atomización y a su sometimiento bajo un poder arbitrario; hoy en su enunciado de Estado de Derecho, es decir, en un monismo normativista que preside todos los aspectos de la vida del hombre, y que es, por tanto, totalitario. Pero, ¿hay una alternativa? ¿O se trata de un «todo pasado fue mejor»? Excede, con creces, los límites de este artículo desarrollar una posible respuesta, pero Barraycoa da algunas pistas.

Fue Tönnies el que hizo clásica la distinción entre comunidad y sociedad. En la primera se convive, en la segunda se coexiste. Para convivir se tendría que empezar, como tanto se ha insistido, volviendo al sujeto concreto. Rescatar el principio de autoridad, empezando por la propia casa, tampoco sería, en mi modesta opinión, un mal comienzo para la desarticulación de un monopolio de poder ilimitado del Estado. Huelga decir que el poder es necesario para la convivencia –esto es evidente–, pero poder y libertad no pueden ser antitéticos.

El derecho se confunde con la política y con otras disciplinas. También se confunde el derecho con la moral, lo que le otorga a los poderes del Estado la capacidad de imponer normas de conducta, entrar a hacer juicios de valor que constituyen verdaderas intromisiones, empleando coartadas como la salud pública. Derecho es relación –intelectivamente, la cosa justa; no hay un derecho subjetivo–, se ordena al reparto, esto es, dar a cada uno lo suyo, y es el objeto del jurista, del arte jurídico. Otra cosa distinta es la legislación, con la que se pretende identificar al derecho. Por eso, en expresiones tan repetidas, como las de administrar justicia o hacer justicia, justicia, lo justo, se lee «normativamente»: conforme a la norma. Por esto mismo una arbitrariedad puede dejar de serlo desde el momento en que esté normada, porque no tiene más límites que los que el sistema se impone a sí mismo: el fundamento del derecho, aunque expresado como Constitución, no es sino la misma fuerza del Estado para conformar según su norma, para la que mantiene todavía el venerable nombre de ley.


[1] Hay que tener en cuenta que, aunque las ideas que permean los últimos trescientos años se encuentran relacionadas con ideas tan antiguas como la propia filosofía, las instituciones y formas de poder modernas y posmodernas no tienen parangón. Y desde luego la concepción actual que se tiene acerca de poder nada tiene que ver con la anterior a la modernidad. Las corrientes filosóficas de la Ilustración y sus sucesores bien se ocuparon de sembrar toda clase de mitos y prejuicios ideológicos para referirse a tiempos anteriores en la historia con el fin de legitimar las nuevas estructuras, gracias a la teorización de Hobbes, Rousseau y el fin del llamado Antiguo Régimen por la Revolución Francesa.

[2] Esta indefinición, en el sentido que expresa Barraycoa, es una indefinición en cuanto a la delimitación del concepto, forma y significado, esto es, qué es el poder: su definición. Pero en una segunda acepción podríamos decir que el poder es indefinido en tanto que ilimitado y sin punto de llegada determinado, ya que se proclama y ejecuta una sustitución del poder tradicional por el poder moderno, pero no se delimita el alcance de este último, sino que se expresa como liberador, emancipador, pero indefinido, en todas sus acepciones.

[3] Por atender una referencia cercana, en una entrevista a propósito de la publicación de su obra Zapatero y el Pensamiento Alicia, Gustavo Bueno habla de los orígenes intelectuales del que fuera presidente del gobierno de España: «La tradición de lo que yo llamo el Pensamiento Alicia es una evolución de la Institución Libre de enseñanza y sobre todo de Sanz del Río. Él fue quien introdujo el krausismo en España. A mí, leyendo a Sanz del Río se me cae el alma a los pies por lo simplista y lo bobo de sus escritos. Tenga en cuenta que la masonería y el pensamiento simplista de Krause caló en nuestro país de manera definitiva a través de la Institución Libre de Enseñanza. El señor Sanz del Río escribió “El ideal de la Humanidad”, un libro del que, por ejemplo, bebe en gran medida la I República. Pero es que, antes de eso, uno de los principales libros de Krause es “La Alianza de la Humanidad”. De ahí, de la evolución natural del Krausismo, es de donde Zapatero sacó aquel término de Alianza de las Civilizaciones. Y es que este pensamiento caló profundamente en el socialismo español y por esa línea llegamos al origen del pensamiento de Zapatero.» http://www.fgbueno.es/hem/2006q20.htm.

[4] «La cultura es fruto de la participación activa de todo el pueblo, entramado en sus cuerpos naturales y sus asociaciones intermedias. … La cultura es posible porque el hombre es animal racional e, interdependientemente, con esa racionalidad se desarrolla como animal social y político que naturalmente es también. Como consecuencia de ese desarrollo social y político, a su vez, cada uno de los individuos se desarrollan más como hombres y se forma el acervo cultural común. … La cultura incide fundamentalmente en el ser del hombre –y, sólo secundaria y relativamente, incrementa su tener– y que se infunde en su existir. … Esta inserción de la cultura en el ser y en el existir, personal y social, de cada hombre concreto y de las sociedades en las que se integra, requiere libertad, en su auténtico significado que la hace inseparable de la verdad, de la razón, del bien y, socialmente, del bien común.» J. Vallet de Goytisolo, La Masificación de la Cultura, Revista Verbo 231- 232 (1985), pp. 43-72.

[5] «Sólo el protestantismo, exagerando la intimidad religiosa tanto como el contraste entre el rigorismo, la coacción y la exterioridad del Derecho y el Estado con la amorosa espontaneidad de la verdadera moral, llegó a negar toda esencialidad y valoración religiosas a estas realidades humanas. Si en un principio, por razones de táctica, apoyó el derecho divino de las monarquías rebeladas contra la autoridad papal, pronto llegó, en el terreno jurídico-político, a sus naturales consecuencias. Si la religión es, para la mentalidad protestante, sólo la íntima entrega a Dios –quintaesencia en el acto de fe, único valioso–, nada existirá menos sistematizable en dogmas, ni menos jerarquizable en una organización eclesiástica que el orden religioso. Pero si la Iglesia, dogmas y la misma especulación teológico-racional fueron impostura posterior, ajenas a la doctrina de Jesucristo, mucho más lo habrá sido la creación o sanción de unos poderes civiles “de inspiración religiosa”, y de un derecho positivo con un, al menos parcial, sentido religioso. Para el protestantismo … la vida debe ser una “anárquica comunidad de fe”, una íntima y meramente personal relación con Dios, que permanecerá indiferente a cualquier realidad exterior”. Y las iglesias, simples encargadas de un “servicio religioso” para el cristiano, y no estructuras objetivas de valor y sentido. Por esto el protestantismo convive –ajeno o participante– con cualquier situación política u ordenación jurídica; y el signo de éstas y el sentido de su evolución en los dos últimos siglos no engendra tragicidad ni espíritu de lucha en la conciencia protestante.» R. Gambra, La Filosofía Religiosa del Estado y del Derecho, Revista Verbo, 521-522 (2014), pp. 89-113.

[6] Una referencia todavía más cercana en el tiempo es el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, que distingue entre positividades y negatividades, correspondiéndose estas últimas con la coacción y la violencia exterior, la de la sociedad disciplinaria –«una sociedad de la negatividad» en la que «El verbo modal negativo que la caracteriza es el “no-poder” (Nicht-Dürfen)», donde de igual modo «al deber (Sollen) le es inherente una negatividad: la de la obligación»–. Y las otras, las positividades, con la sociedad de rendimiento –que «se caracteriza por el verbo modal positivo poder (können) sin límites» y cuyo «plural afirmativo y colectivo “Yes, we can” expresa precisamente su carácter de positividad»–, es decir, el sistema de autocoacción y de violencia invisible. «La positividad del poder es mucho más eficiente que la negatividad del deber. De este modo, el inconsciente social pasa del deber al poder.» Sin embargo, a este «nuevo tipo de hombre, indefenso y desprotegido frente al exceso de positividad, le falta soberanía. El hombre depresivo es aquel animal laborans que se explota a sí mismo, a saber: voluntariamente, sin coacción externa», ya que «la violencia de la positividad no es privativa, sino saturativa; no es exclusiva, sino exhaustiva. Por ello, es inaccesible a una percepción inmediata.» B-C. Han, La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona, 2012, pp. 22-30.

[7] En una de las tantas obras maestras de John Ford, El hombre que mató a Liberty Valance (1962), lo primero que Tom Doniphon (John Wayne) advierte al ambicioso abogado Ransom Stoddard (James Steward) al llegar a la comunidad de Shinbone, tras sufrir un terrible asalto por Liberty Valance y sus secuaces, es que en el Oeste cada uno resuelve sus problemas («Out here a man settles his own problems»), y eso implica llevar siempre encima un revolver (nos lo recuerda aquella tópica frase norteamericana que decía aquello de Dios creo a los hombres y Colt los hizo iguales). Quizás una de las grandes virtudes de la película sea una posiblemente pretendida ambigüedad respecto a la decantación de John Ford, ya que se mueve entre una oda a la ley, el orden, el progreso y los fundamentos de la democracia, y la nostalgia de un tiempo pasado, y con él una forma de comunidad (que vendría a simbolizar ese estado de naturaleza donde el derecho de propiedad no se encuentra garantizado por un Estado). El tono con el que presenta la llegada del Estado, el ferrocarril y la luz del Este, en definitiva, el progreso y la sociedad, no es ni mucho menos esperanzador, sino melancólico y resignado, producido, posiblemente, por el elevado precio a pagar por la seguridad, y la nueva ley que viene de Washington –y que viene a sustituir a la Ley del Oeste–, indisociable de una inevitable y creciente centralización del poder del Estado, como anunció Tocqueville.