La melodía del ruido o cómo la tiranía es silenciosa

En Pensamiento por

“Cada mentira que contamos incurre en una deuda con la verdad” reza la más popular de las frases pronunciada por Valeri Legásov al final de la afamada serie de la HBO, Chernobyl. Con el establecimiento del estado de alarma y confinamiento obligatorios ésta sentencia vivió un cierto repunte de popularidad de la mano de la viralización de la palabra por la que parece que éste gobierno será recordado; bulo. No es difícil definir la mentira pero es en la inconcreción de la verdad donde ésta encuentra su mayor refugio para generar esa deuda, cuyo pago difumina nuevamente lo verdadero.

La mayor dificultad de localización y extracción de lo falso consiste en que no se halla en estado natural como una beta pura, sino mezclado con lo cierto. Se hace necesario llevar a cabo un constante proceso de refinado para separar ambos componentes con un grado satisfactorio de riqueza. Si la mentira nace de la mala modelización de la realidad -lo inconcreto- entonces puede decirse que lo veraz radica en lo preciso.

La concreción es un sendero vago, sujeto a contraste y reproducibilidad. La verdad es elaborada y cambiante, pero puede ser sometida a síntesis. El punto de vista individual aporta al debate, genera desacuerdo y modula otros puntos, puliendo las ideas y creando una perspectiva mayor de lo que cada individuo lograría aisladamente. La verdad se perfila con los aportes de todos, cuantos más mejor, pues un mayor número mejora las probabilidades de precisión. Del inevitable ruido generado por la cacofonía de perspectivas nace una tenue melodía, el equilibrio resultante de una hilvanación específica y única de todas las visiones. Cuanto más de ellas, más ruido pero también más nítida se hace esa melodía. 

Si la verdad es tan valiosa se debe a que es el resultado de un trabajo extraordinariamente refinado, un producto de lujo. Exclusiva no por escasa, sino porque necesita ser valorada como un arte; relatividad sin relativismos. El anhelo de tan fino producto no siempre se corresponde con la voluntad de apreciarlo ni por tanto la disposición a pagarlo, y la vía rápida del charlatán se presenta tentadora para distinguir la melodía sin necesidad de haber afinado previamente el oído. Tal es el temor a la insatisfacción que tendemos a preferir privarnos de una buena cacofonía antes que disgustarnos con una mala melodía. Ello lleva a la idea de silenciar el ruido pero tras el apagón sólo queda el silencio. Fue popular el experimento de la cámara anecoica, creada por los Laboratorios Orfield y capaz de absorber el 99,99% de los sonidos, pues ninguno de los sujetos que se introdujeron en ella lograron soportar más de 45 minutos. El experimento concluía que el silencio absoluto enloquecía a las personas. No debería aterrarnos la presencia de mentira sino la ausencia de verdad. 

La vida, tan exigente ella, nos incita a demandar remedios como si fueran soluciones. No se puede ser perfecto ni estar en todo, pero de ahí el gancho de la superación y la búsqueda constante de un mejor horizonte, pues tras cada error hay una mayor concreción. Estimulada nuestra experiencia por vivencias externas, las influencias del mundo agudizan nuestro contacto con él. No es casualidad que el camino del héroe sea el mayor tropo en las tramas de las historias y, bien ejecutado, un éxito entre el público. Ésta partida y regreso del infierno es siempre atractiva en lo abstracto pero rara vez deseada. 

Sabedores de ello, los charlatanes no engañan con alaridos sino con falsetes. Nadie busca en realidad el silencio absoluto, pero tampoco se asimila bien la paradoja de que dentro de la mentira haya verdad. Así que la solución es intuitiva: un equilibrio, la virtud. Y así, disfrazando de justo medio aristotélico una media aritmética, nos ofrecen su remedio; apagar unas voces para que otras -según su juicio- más melodiosas se oigan. De ese modo bastaría con renunciar a nuestra propia voz para ganar certidumbre, el deseo de un niño.

De entre todos los vendedores anecoicos los ideólogos son los más hábiles. A ésta categoría se ven particularmente atraídos aquellos que consideran inadmisibles las circunstancias, quedándose sólo con el “yo”. Es entonces cuando uno se convierte en la medida del mundo, el fin acaba justificando los medios y el ego se vuelve el fin. En palabras de Jordan Peterson “No existe límite que los ideólogos no estén dispuestos a sacrificar por su ideología” y de ahí su identificación de armonía con armonización. Su proceso vital no es ya el refinado, sino la adulteración del entorno para ajustarlo a su medida. Este menudeo del lenguaje lo corrompe hasta la imprecisión en todas sus formas, desde el significado de las palabras hasta la información que da un precio. Despojados de la riqueza hasta en su versión más abstracta, la voz del ideólogo se convierte en la nuestra, diluyendo la melodía hasta lo homeopático. 

La separación de poderes es la profilaxis contra los amigos de lo estándar. Garantiza el derecho a desentonar, siendo el delicado sistema de contrapesos que blinda lo impuro para garantizar lo preciso. La demolición de éstas estructuras marca el “Límite de Roche” de la democracia. 

Nada le atrona más al armonizador que la disonancia, porque la verdad, como el ruido, es incómoda y molesta; la Tiranía es silenciosa. Nuestros deseos precisan renuncias para alcanzarlos, el primero de ellos la comodidad. La chiquillada de que es lícito silenciar para combatir lo falso se paga con deuda, durante generaciones, al interés que sólo el mayor de los monopolistas podría imponer; la libertad.

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Importado de las Américas y ensamblado en España. Farmacéutico por la UCM y próximamente farmacoeconomista. Letroso aficionado y teórico en práctica.