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Razón de la Universidad: In Itinere Veritas

En Educación/Pensamiento por

Vivimos tiempos de profunda zozobra, esto ya nadie lo duda. La evidencia del desastre económico que padecemos es una muestra, pero no la única; la inestabilidad política al igual que la crisis artística, o la deshumanización del arte –que diría Ortega y Gasset–, la crisis educativa, el preocupante desequilibrio ecológico, “la insuficiencia de las doctrinas modernas –afirmaría Charles Péguy–, el vacío demasiado evidente, demasiado aparente, del intelectualismo moderno”, o la tristeza y el desencanto del hombre occidental –que tan genialmente refleja el poeta y novelista francés Michel Houellebecq en sus obras (Las partículas elementales, El mapa y el territorio y La posibilidad de una isla)–, son otras secuelas.

No obstante, resulta muy curioso que la mayoría de la sociedad se ampare en estas pseudocrisis, más bien consecuencias o efectos de la profunda crisis que disimulamos, en vez de preguntarse por la raíz del problema. Es decir, cuál es el responsable de todos esos preocupantes efectos. Quizá, la razón de esta falta de inquietud (curiositas) esté en que la generación más preparada de la historia –o, mejor dicho, la que más títulos cosecha–, no tenga la capacidad de comprender la realidad; siendo, además, la más acrítica.

Se trata de una curiosa pero preocupante paradoja gestada por un sistema de (des)educación –que diría Chomsky– sufrido primeramente en las etapas más tempranas de la educación (primaria, secundaria y bachillerato, en el caso de nuestro país; o en el estadounidense como demuestra la investigadora Susan Engel en su artículo “Children’s need to know: Curiosity in schools”, publicado en la prestigiosa Harvard Educational Review); y secundariamente en aquella institución superior, la Universidad, que, por el olvido de sus raíces como veremos a continuación, y a excepción de algunas excelentes anécdotas, en la actualidad no podríamos denominarla como tal.

Por tanto, ¿qué se esconde tras estas cortinas de humo? La respuesta es bien sencilla: lo que realmente está en crisis es el hombre y en su efecto todo aquello en lo que se apoya (el sistema educativo, político, económico, la expresión artística o, entre otras consecuencias, el grave problema ecológico). Este es el verdadero drama antropológico-metafísico que nadie quiere ver o diagnosticar, a excepción de algunas honrosas excepciones (F. Dostoievski, Ch. Péguy, H. de Lubac, S. Weil, E. Stein, Ch. Moeller, M. Zambrano, M. Houellebecq, H. Arendt, G. K. Chesterton o, entre otros, F. Hadjadj).

 

Lo que realmente está en crisis es el hombre y en su efecto todo aquello en lo que se apoya.

 

Ahora bien, con respecto al mundo académico-universitario, desde hace unas décadas, numerosos intelectuales vienen advirtiendo del sistemático deterioro, devaluación y disgregación de la institución universitaria por el olvido de su raíz filosófica. Uno de ellos es el octogenario agricultor y prolífico escritor norteamericano Wendell Berry. Según este ensayista, que fue profesor en Kentucky y Stanford, uno de los efectos es la degenerativa producción académica dominada por un tiránico régimen de publicaciones. De este modo, afirma Berry, la investigación universitaria consiste en publicar “cada vez más y más artículos y libros carentes de pasión alguna, llenos de jerga profesional ‘publicables’ pero apenas legibles, en los que una oscuridad pretenciosa y aburrida se disfraza de profundidad”. La búsqueda de la verdad, raíz de las universidades, queda, en el mejor de los casos, en un segundo plano. Dicho de otro modo, pero manteniendo el mismo diagnóstico de Berry, como en la carta de despedida que escribió en el año 2013 un estudiante de posgrado suizo, Gene Bunin, que decidió dejar su casi finalizado doctorado en la conocida Escuela Politécnica de Lausana decepcionado por “el sistema actual de publica-o-perece”:

No puedo evitar pensar que la mayoría de nosotros estamos evitando las verdaderas preguntas y nos conformamos con las pequeñas y fáciles que sabemos que pueden ser resueltas y publicadas. El resultado es una cantidad masiva de literatura científica llena de contribuciones repetitivas y marginales.” (Gene Bunin)

Palabras vacías, por Rubén T.F.
Palabras vacías. Rubén T. F.

A finales de la década de los setenta, en la célebre obra La condición postmoderna, el filósofo francés Jean-François Lyotard también reconocía el mismo problema: en la universidad actual “la relación con el saber no es la de la realización de la vida del espíritu o la de emancipación de la humanidad; es la de los utilizadores de unos útiles conceptuales y materiales complejos y la de los beneficiarios de esas actuaciones. […] La universidad es especulativa, es decir, filosófica”.

Por la misma razón, el fenomenólogo francés Michel Henry también diagnosticó en su ensayo La barbarie –en concreto, en el capítulo La destrucción de la Universidad– la decadencia y la disgregación de los fundamentos transcendentales de esta institución. Un análisis, que de igual modo es expresado por el profesor universitario italiano de literatura Nuccio Ordine en su obra La utilidad de lo inútil:

Privilegiar de manera exclusiva la profesionalización de los estudiantes significa perder de vista la dimensión universal de la función educativa de la enseñanza: ningún oficio puede ejercerse de manera consciente si las competencias técnicas que exige no se subordinan a una formación cultural más amplia, capaz de animar a los alumnos a cultivar su espíritu con autonomía y dar libre curso a su curiositas. Identificar al ser humano con su mera profesión constituye un error gravísimo: en cualquier hombre hay algo esencial que va mucho más allá del oficio que ejerce. Sin esta dimensión pedagógica, completamente ajena a toda forma de utilitarismo, sería muy difícil, ante el futuro, continuar imaginando ciudadanos responsables, capaces de abandonar los propios egoísmos para abrazar el bien común, para expresar solidaridad, para defender la tolerancia, para reivindicar la libertad, para proteger la naturaleza, para apoyar la justicia…[…] Los estudiantes pasan largos años en las aulas de un instituto o de un centro universitario sin leer nunca íntegros los grandes textos fundacionales de la cultura occidental.

Estas ideas también resuenan en el pensamiento del ilustre filósofo escocés de la moral Alasdair MacIntyre –Tras la virtud (1987), Dios, filosofía, universidades (2012), entre otras–. Este académico, compartiendo las mismas advertencias de sus coetáneos, ahonda en la tradicional interrelación de la teología y de la filosofía con el resto de saberes del árbol del conocimiento para recordarnos, como así también hicieron Lyotard, Henry u Ordine, la importancia y necesidad de la filosofía para la comprensión de la misión universitaria y, principalmente, la del hombre en camino (Homo Viator). Es decir, el de la búsqueda de la verdad y la formación del individuo único y no solamente en la imperante y masificada práctica profesionalizante. MacIntyre denuncia, en el libro precedente, que ese desligamiento de una búsqueda transcendente, la desarmonización y el especialismo del conjunto de las disciplinas y saberes universitarios, ha dado lugar –recordando a Clark Kerr– a “instituciones fragmentadas y divididas”:

El objetivo de una educación universitaria no es capacitar estudiantes para esta o aquella profesión o carrera, dotarlos de una teoría que más tarde encuentre aplicaciones útiles en esta o aquella profesión práctica. Es transformar sus mentes, de manera que el alumno se convierta en un tipo diferente de individuo, capaz de participar fructíferamente en la discusión y en el debate, con capacidad de juicio, de utilizar intuiciones y argumentos de una diversidad de disciplinas para razonar en determinados temas complejos. […] La universidad investigadora contemporánea es, en general, un sitio en el que ciertas preguntas se quedan sin plantear o, más bien, si acaban planteándose, solo las plantearán ciertos individuos y en circunstancias tales que solo puedan escucharlos tan pocos como sea posible.

Con el paso del tiempo estas proféticas advertencias han ido convirtiéndose en la línea a seguir; la implantación del Plan Bolonia no es más que su coronación europea. Sin embargo, a pesar de este marco de (des)educación, algunos inconformistas de nuestro panorama universitario se esfuerzan por denunciarlo. Tal es el caso de Gene Bunin, la parodia Pesadilla en Westminster (o el síndrome de Bolonia) de la historiadora Milagrosa Romero (USPCEU), el magnífico y sugerente artículo Los orígenes de la universidad del medievalista de la Universidad CEU San Pablo, Alejandro Rodríguez de la Peña, o el interesantísimo y lapidario artículo, Universidades a la boloñesa, del matemático y catedrático de la Universidad de Granada Sebastián Montiel. Todos ellos sobre la esencia de la universidad, sus decadentes e inestables fundamentos actuales y la puesta en práctica del politizado y corrosivo plan Bolonia:

En los treinta y tres folios en que se encierran todas las actas de las reuniones bianuales de los ministros responsables del Proceso de Bolonia –afirma Montiel– no se puede encontrar ni una sola vez la expresión ‘búsqueda de la verdad’. Ni siquiera se puede encontrar una sola vez la palabra ‘verdad’ a secas.

Europe's decadence. Ruben T.F.
Europe’s decadence. Rubén T. F.

Pues bien, permítanme hilar las palabras de los expertos y completarlas con las sugerentes y necesarias ideas que nos comparten Unamuno, Ortega y Gasset, Laín Entralgo, García Morente, Guardini o Derrick en la obra Razón de la Universidad (CEU Ediciones, 2015). Este interesantísimo libro recoge una serie de estudios sobre los ideales de la primigenia universidad humanista, y su deterioro por la carencia cultural filosófica que tenían los eximios pensadores precedentes. Dividido en tres partes (Tres retratos de la universidad española, Ciencia y fe en la universidad y La universidad y su influjo en la sociedad), el libro colecciona siete artículos, firmados por profesores universitarios, sobre los intelectuales comentados y su idea y experiencia de la Universidad.

En primer lugar, en el retrato de la institución española, se aborda la experiencia universitaria de Unamuno, Ortega y Laín Entralgo. Sobre la visión unamuniana, el artículo Unamuno y la Universidad para formar personas esboza el paso por la universidad, como  estudiante, profesor y rector, del guía de la Generación del 98. Una vivencia, en tiempos de zozobras y quiebras sociopolíticas nacionales e internacionales, que marcará a nuestro protagonista haciéndole reflexionar sobre la deriva de la institución universitaria; y que, en no pocas ocasiones, por su visión utilitarista, nos resultan muy coetáneas: “¡Títulos, títulos! ¿Hombres? ¿Para qué nos hacen falta hombres? Licenciados es lo que necesitamos”, escribía irónicamente en su obra De la enseñanza superior (1899); para, en otro lugar, referirse a los catedráticos (o “asnos de noria”) que, una vez conseguida la plaza, se acomodaban en el sillón sagrado desatendiendo su originaria vocación: la de forjar personas cultivadas en la búsqueda de la verdad, y no solamente la de expedir individuos profesionalizantes. Esta conformista situación, que Albert Einstein también advertiría unas décadas después (“numerosas son las cátedras universitarias, pero pocos los maestros sabios y nobles”) y que seguramente como en este exordio del siglo XXI a muchos les sonará, indignaba ya en aquella época a don Miguel de Unamuno.

 

Julián Marías: La mera acumulación de datos no produce nunca la comprensión de la realidad. La función primaria, capital, de la Universidad es enseñar a pensar.

 

Ante este panorama, la propuesta de José Ortega y Gasset se publicaría en el libro Misión de la universidad (1930), que recoge las preocupaciones e inquietudes del filósofo español ante el ocaso de la enseñanza universitaria y la proposición del mismo para su regeneración: volver a su raíz medieval, es decir, al pensamiento crítico apoyado en el estudio filosófico, teológico, científico y artístico. Ya lo comentaba un discípulo suyo, Julián Marías, cuando afirmaba que “la mera acumulación de datos no produce nunca la comprensión de la realidad. Es menester pensar sobre ello, y la función primaria, capital, de la Universidad es enseñar a pensar“.

Ortega buscó recuperar la formación humanista junto al estudio de la física y de la biología, pero su proyecto se truncó por el inicio de la Guerra Civil y los posteriores planteamientos educativos franquistas. No obstante, su plan se enraizaría en los proyectos de numerosos pensadores y profesores posteriores. A modo de ejemplo, recordemos a otro de los protagonistas de esta obra: Pedro Laín Entralgo (1908 – 2001). Profesor, catedrático de medicina, rector de la Complutense, académico y premio Príncipe de Asturias (1989), propuso, apoyándose en el pensamiento de Unamuno y Ortega, un sugerente programa humanista, para revertir la metástasis cancerígena de la mayoría de universidades españolas, formando personas críticas y no a “perros bien adiestrados” que diría Einstein, al defender la importancia del arte y las letras –en una columna publicada en el New York Times (octubre de 1952)–; además de advertir el desastre para el hombre y la humanidad de la excesiva focalización educativa en la especialización:

No basta con enseñar a un hombre una especialidad. Aunque esto pueda convertirle en una especie de máquina útil, no tendrá una personalidad armoniosamente desarrollada. Es esencial que el estudiante adquiera una comprensión de los valores y una profunda afinidad hacia ellos. Debe adquirir un vigoroso sentimiento de lo bello y de lo moralmente bueno. De otro modo, con la especialización de sus conocimientos más parecerá un perro bien adiestrado que una persona armoniosamente desarrollada. Debe aprender a comprender las motivaciones de los seres humanos, sus ilusiones y sus sufrimientos, para lograr una relación adecuada con su prójimo y con la comunidad. Estas cosas preciosas se transmiten a las generaciones más jóvenes mediante el contacto personal con los que enseñan, no (o al menos no básicamente) a través de libros de texto. Es esto lo que constituye y conserva básicamente la cultura. Es en esto en lo que pienso cuando recomiendo el ‘arte y las letras’ como disciplinas importantes. […] La insistencia exagerada en el sistema competitivo y la especialización prematura en base a la utilidad inmediata matan el espíritu en que se basa toda vida cultural, incluido el conocimiento especializado.” (Mis ideas y opiniones, 1980)

Fuera de Cobertura.
Fuera de cobertura. Rubén T. F.

Subrayo la opinión precedente para no caer en el tan manido tópico de la idiosincrasia española. Aunque tengamos nuestras peculiaridades y quizá, a diferencia de otros países y muy extraordinarias pero excelentes universidades españolas, el sistema español no ha entrado todavía en el siglo XXI además de olvidar en general su origen, la opinión de Einstein demuestra –como el lapidario diagnóstico de Wendell Berry o Gene Bunin que a su vez recuerda a ese nietzscheano “enturbian el agua para que parezca profunda”– que la raíz del problema no es nacional y sí moderna y universal. Por eso, los dos artículos de la segunda parte del libro invitan al lector a un sugerente diálogo entre ciencia y fe, a la luz de la vida y obra de los filósofos Manuel García Morente y Romano Guardini, con el fin de recordar el pilar fundamental de la Universidad, la verdad: “Tan pronto como la verdad deja de estar como norma en la conciencia de la Universidad –comenta Guardini–, ésta se pone enferma”.

Finalmente, en los últimos trabajos, se debate la función social de la universidad a la luz del pensamiento de los filósofos británicos Christopher Derrick y Alasdair MacIntyre. Sobre este último, su pensamiento lo he comentado al principio de este artículo. En cuanto al primero, y al hilo de la precedente reflexión de Guardini, Derrick cree que en estos tiempos de escepticismo, para devolver a la Universidad el papel social que se merece y acoger la iluminadora definición que las caracterizó, “las catedrales de la sabiduría”, debe recordar la esencia que las rubricó: la verdad, la sabiduría y la libertad. Dicho de otro modo, y como recuerda el autor de este fantástico capítulo, Jesús de la Llave Cuevas, recordando sus lemas fundadores: Sapientia Mellior Auro; Lux et Veritas; In Veritas Libertas; Sapere Aude; Veritas Liberabit Vos; Sapientia Aedificavit Sibi Domun; In Itinere Veritas; Via, Veritas, Vita; Qui Facit Veritatem, Venit ad Lucen o, entre otros, Veritas.

Si realmente la universidad quiere ser paradigma social, primeramente deberá reflexionar cada día ante el lema que la inspiró –y si no tiene, por lo menos iluminar su antiquísima y fructífera historia– para así comenzar la catarsis interna que permita alumbrar las sombras y salir de la caverna actual. Empezando, como paradigma, por la reinserción en la UGR de la titulación de filosofía (junto a su biblioteca) en su facultad primigenia (Filosofía y Letras), y no, paradójicamente, como ocurre en la actualidad que se encuentra en la Facultad de Psicología… ¿Casualidades? Está claro que no. Si esto ocurre en la universidad española que no nos extrañe luego la expulsión de Sofía de los institutos. Por otro lado, también es urgente reflexionar la vocación de los profesores y catedráticos -recordemos que una de las claves del prestigio de la UPF es el “rendimiento docente“-; así como descubrir el verdadero sentido de la investigación acogiendo como punto de partida nuestra primigenia capacidad de admiración o asombro y rechazando las oscuras y degeneradas publicaciones; además de eliminar “el trueque comercial de los créditos a cambio de actividades culturales” o la democratización de la docencia y no la imperante, hipócrita e inmoral dedocracia de las plazas públicas de profesorado universitario (que esto se sabe), entre otras inquietantes e inadmisibles realidades como el máster de (des)educación: ¿cuatro meses de tediosas clases teóricas desconectadas de la realidad, sin promover la curiositas –a excepción de alguna excelente anécdota–, y tan solo seis magníficas e inolvidables semanas de prácticas? No resultará, por tanto, atrevido afirmar que el conocido programa televisivo MasterChef tenga más de magister, tutele con más excelencia y afecto el saber y la práctica, gastronómica, que el millonario trámite teórico, para desgracia de la educación secundaria, que se han inventado en esa institución “superior” que en otra época llamaron Universidad.

En definitiva, para que luego no digan que no lo vieron venir, como la crisis económica, que no les advirtieron, que no sabían nada, el pensamiento de los autores precedentes y sus obras, valientes profesores y honrosos académicos, son una magnífica oportunidad para recordar los tan olvidados pilares fundacionales de la institución universitaria. Unas universidades que, si bien deben adaptarse a los nuevos tiempos (tecnología y mercado), no pueden perder la esencia filosófica que llevan acunando desde el pasado. Un saber filosófico y humanista que, además de su transcendental importancia para la formación del hombre en camino, se integra en el mundo laboral. Así lo demuestran en la actualidad numerosos CEO de grandes empresas multinacionales. Por ejemplo, en un artículo publicado en la Harvard Business Review por Tony Golsby-Smith –Want Innovative Thinking? Hire from the Humanities– recoge entre otros testimonios el del fundador de la empresa Cellcom, Amos Shapira: “The knowledge I use as CEO can be acquired in two weeks…The main thing a student needs to be taught is how to study and analyze things (including) history and philosophy”.

A esta opinión precedente hay que sumarle la de Elizabeth Segran en su artículo Why top tech ceos want employees with liberal arts degrees (Fast Company). Pero también la firma del rectorado del IE Business School que puso en marcha la inserción de formación humanística en los Master in Business Administration (MBA), como recoge la periodista Elisa Sillió en su artículo Aristóteles es director estratégico (El País). Un plan de estudios que de igual modo, en la Universidad CEU San Pablo, se aplica a todos los grados no específicamente de Letras. Es decir, los alumnos de Arquitectura, Medicina, Psicología, Económicas, Publicidad o, entre otras, Ingeniería, tienen la obligación de cursar asignaturas de Humanidades (literatura, filosofía, historia, etc.). Un paradigma también implantado en las universidades norteamericanas. Así pues, concluyo, solo mediante este virtuoso modo de enseñar, de vivir, como así defienden los profesores, intelectuales y empresarios precedentes, la universidad podrá seguir denominándose como tal. Este es el reto del siglo XXI y la esperanza para esta institución milenaria; para el Homo Viator.

E
Esperanza. Rubén T. F.

 

Este artículo, más breve y en formato reseña, apareció publicado el día 22 de abril de 2016 en la revista digital de humanidades Hombre en camino.

Graduado en Humanidades por la Universidad CEU San Pablo y máster en Profesorado por la Universidad de Granada. Es crítico literario en la revista digital de humanidades Hombre en camino. Ha sido galardonado con tres premios literarios, ha colaborado en la revista de poesía Ibi Oculus (n.º 8), en el libro J. R. R. Tolkien. El árbol de las historias y en la revista de filosofía y humanidades Relectiones (n.º 3). Colabora con las editoriales Encuentro, Nuevo Inicio, Rialp y CEU Ediciones. No comprende la vida sin la admiración: la transcendencia de lo cotidiano.

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