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¿A quién le echaremos la culpa?

En Cultura política/Pensamiento por

A nadie con dos dedos de frente se le escapa el hecho de que, al margen de las prestaciones que ofrezcan, la principal función de los cargos políticos es la de recibir palos. Los hay que vienen full equiped y los hay que vienen con más inglés o con menos, con un doctorado en economía o con la economía de dos tardes, con mejor o peor planta… Incluso los hay con coleta. Pero lo fundamental es que sean “apaleables”. Cuanto más, mejor.

El planteamiento podrá parecer banal, pero dense ustedes una vuelta por Twitter, por los bares, por las comidas familiares o por los corrillos de fumadores en las puertas de las oficinas y díganme si tengo razón o no. A nadie le importa un pimiento si la reducción de los tipos impositivos incrementa o reduce el erario público o si la LOMCE generará desigualdad entre los estudiantes porque, en realidad, casi nadie tiene idea de cómo funciona eso. Lo importante –y lo saludable, como defenderé a continuación–, es que los políticos estén ahí para que podamos decirnos unos a otros “qué cabrones estos políticos”.

Todo esto viene al hilo de una serie de propuestas que se han ido haciendo a lo largo de los últimos años en España y en varios países de Occidente y que pretenden introducir el germen de una “emancipación” política de la ciudadanía a través de mecanismos de democracia directa, frente a los de la democracia representativa. “El mundo de la democracia representativa se está acabando”, dejó entrever la alcaldesa de la capital, Manuela Camena, hace tan solo unos días.

Para muestra, un botón: se vendió como un fracaso de David Cameron haber cedido a las presiones y haber convocado un referéndum para consultar a la ciudadanía británica acerca de la permanencia o salida de la UE, lo que viene a conocerse como Brexit. Buena parte de la conclusión de todo el asunto fue esta: hay que ser idiota para convocar un referéndum y perderlo.

Sin embargo, lo que se percibe desde esta, mi posición, es otra cosa. Más bien, que el país con mayor tradición democrática (con permiso de Francia) de Europa se encuentra en estos momentos más desorientado que nunca, al no tener a quien pedir cuentas de una decisión que, desde muchas perspectivas, se antoja como irracional y estúpida. Salvando el hecho de que ya no queda ni la cáscara de Cameron para molerle a palos, dado que dimitió, resulta indudable que la única responsable del Brexit es la ciudadanía británica.

Esta progresión hacia un mayor protagonismo de la ciudadanía en la toma de decisiones, en lugar de delegarlas en representantes políticos que, muchas veces, ni siquiera están particularmente preparados para ello ni son especialmente brillantes, tiene sus ecos en múltiples países y ámbitos. En España, dicha deriva se plasma, por ejemplo, en iniciativas como los presupuestos participativos del Ayuntamiento de Madrid y de otras localidades, en la crisis del PSOE por un “déficit democrático” que se deriva de no consultar a la militancia, en la “cuestión catalana” sobre el referéndum, en la eventuales crisis internas de Podemos por los “dedazos” de Iglesias, en la propuesta de Errejón de “crear un pueblo” que sea capaz de gobernarse a sí mismo, y un largo etc.

Seamos justos: una mayor participación de la sociedad en la toma de decisiones, la tendencia hacia la democracia directa, comporta indudables ventajas en cuanto a mayor libertad de la población en el sentido de autogobierno. Libertad que, por otra parte, es más teórica que práctica porque sigue significando estar sujeto a la voluntad de un otro (unos otros) cuyas decisiones afectan a cuestiones fundamentales para la propia vida.

En contrapartida, erradica de forma casi total la posibilidad de un discurso racional que dote de unidad y coherencia a las actuaciones de un Gobierno. Si ya nos va como nos va con soluciones más o menos acertadas o más o menos equivocadas, pero coherentes y sujetas a un plan, imagínense si el plan ha de ir ajustándose en función de lo que toque decidir ese día.

Además, al margen de la posibilidad hipotética de una democracia deliberativa mínimamente efectiva, cosa harto difícil de imaginar vista la capacidad de dialogar de una sociedad que sigue hablando de rojos y fachas, lo cierto es que la consecuencia más terrible de un hipotético régimen de este corte incidiría en uno de los elementos fundamentales en la vida política real de las sociedades. Me refiero a decidir quién tiene la culpa –real o figurada– de los fracasos a los que inevitablemente está abocada cualquier sociedad e incluso de las calamidades que le ocurren, a menudo con dudosa relación con la actividad política.

Porque, si los culpables no son los políticos, ¿quién? Yo se lo diré,  el vecino que votó contra nuestro parecer.

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