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La ideología nos encierra

¿Qué es ideología?

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Hace solamente unos años, era un lugar común entre algunos tertulianos de los medios de comunicación y comentaristas varios decir que la desafección política en España se debía a que los partidos políticos “ya no tienen ideología”.

Hoy, los esfuerzos por reanimar al socialismo después del estado en el que quedó tras la legislatura de Zapatero van precisamente en esa dirección: presentar a un partido con “las tintas cargadas” y capaz de aportar algo al debate público en lugar de ir simplemente a remolque de las originalidades varias de la calle.

La misma crisis de la socialdemocracia y, de forma particular, la del PSOE, puede leerse en clave de vaciamiento ideológico de un proyecto político que habría “muerto de éxito” al ver la práctica totalidad de sus tesis fundamentales plenamente instauradas en las instituciones políticas, las leyes y la mentalidad del Estado social y democrático de derecho que a día de hoy es España.

Detrás de la reivindicación de una mayor carga ideológica en la actividad política española se esconde, en primer lugar, una valoración del estado actual de la política española: lo que hay hasta ahora no es suficiente. En segundo lugar, una premisa acerca de la función de las ideologías: es mediante la ideología mediante la que se producen los cambios, mientras que, cuando se carece de ella, no hay cambio posible.

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La ideología: pensamiento “productivo”

Diremos pues que la ideología es una forma de pensamiento que se concibe a sí misma como “productiva”, un tipo de discurso que se pretende capaz de constituir un nuevo orden.

Si diseccionamos esta pretensión, hallamos que la naturaleza de la ideología consiste, al menos en un nivel básico, en la definición de un “bien” a perseguir bajo cuya perspectiva se enjuicia la realidad presente.

La naturaleza de este bien es diversa: allí es la igualdad, aquí determinado concepto de libertad, acullá el crecimiento económico y la lógica mercantil y, en otras latitudes del pensamiento, determinados conceptos religiosos (como la promesa del Reino de Cristo) o identidades (comunitarias o individuales) como el nacionalismo. Todos ellos –y muchos otros– son susceptibles de convertirse en material para una configuración ideológica propia.

Ahora bien, a partir de la definición de un bien y, consecuentemente, de una sociedad ideal en la que dicho bien es alcanzado y encarnado social e institucionalmente; y a partir del veredicto sobre la sociedad presente en relación a aquella, se abre un espacio, un salto cualitativo que debe ser recorrido. Es aquí donde la ideología deriva en una forma de pensamiento “productivo”, articulando un corpus metodológico en el que se define aquello que debe ser instaurado y aquello que debe ser erradicado para ir de A a B; de la realidad presente a aquella otra realidad que ahora se nos presenta como posible.

Dicho de otro modo: la primera función de la ideología es emitir un juicio acerca de la realidad social presente, la segunda es proporcionar unas herramientas conceptuales que den razón de los mecanismos fundamentales (que asientan y apuntalan) del sistema actual y la tercera es señalar las novedades que es necesario introducir en el mismo para ponerle fin y provocar el “progreso” hacia un bien predeterminado, un bien utópico (etimológicamente, “que no está”) pero cuya posibilidad es hipotéticamente realizable si se siguen las indicaciones adecuadas.

Por lo general, y este es un punto fundamental, toda ideología se inserta en una doctrina filosófica (o teológica) convirtiendo la explicación en una suerte de razón vivida. El corpus ideológico se configura sobre una determinada explicación de la realidad, o de parte de ella, que es “totalizada”, de modo que se convierte en piedra angular o fundamento sólido para construir un edificio conceptual en el que entrar a vivir.

De este modo, el paso de la filosofía a la ideología podría explicarse como la evolución de un momento conceptual en el que la explicación de lo real es provisional y el criterio fundamental del conocimiento, por tanto, permanece en la realidad vivida; a uno en el que, presuntamente, se ha alcanzado una explicación definitiva (al menos para lo que nos ocupa) y es posible prescindir de la observación de lo real y limitarse a seguir la senda dictada por los preceptos de dicha explicación.

Así, el precio del pensamiento “productivo” que pretende ser la ideología consiste en una notable incapacidad (solo parcial, gracias a Dios) para el pensar auténtico e incluso para el simple mirar. Una vez sentadas las bases para lograr el “bien” perseguido, la ideología solo exige para sus adeptos el ser capaces de sumar y restar, saber dónde catalogar cada una de las realidades que comparezcan dentro del esquemita de marras: positivo o negativo, a favor o en contra, machista o feminista, burgués o proletario, ortodoxo o herético, rojo o facha, catalán o español, homófobo o liberal, gente o casta, etc.

No caigamos pues en el error de confundir filosofía e ideología: toda ideología representa una prostitución de la filosofía por uno u otro lado. La diferencia esencial entre ambas –filosofías e ideologías– radica en que, mientras que estas últimas buscan únicamente la adhesión, las primeras están en el mundo fundamentalmente para ser cuestionadas.

Uno puede vivir en una ideología y no salirse nunca (no sin mérito y esfuerzo, por cierto, pues cerrar los ojos demasiado tiempo entraña también una dificultad), pero la filosofía exige siempre permanecer a la intemperie, a la espera de que un nuevo momento de mayor verdad aflore y lo trastoque todo.

Por lo mismo, mientras las filosofías están abocadas a un enfrentamiento y a un empapamiento mutuo, obligándose a aclarar o rectificar ante las objeciones de los oponentes filosóficos, el diálogo entre las ideologías es poco menos que imposible e inevitablemente conduce al choque de trenes del que el siglo XX fue testigo en varias ocasiones.

¡Eureka!

En el fondo, la tendencia natural a comportarse de forma que las ideas se convierten en ideologías recuerda al crío que, asombrado al ver que la llave abre la caja, prueba a utilizar la llave con todo lo que va encontrando, esperando que se repita el efecto.

Quizás sea la todavía subdesarrollada capacidad de abstracción la que impide comprender al infante que la magia que opera la llave no está en la propia llave sino en la relación que mantiene con esa otra realidad particular que es la cerradura.

Hay algo profundamente emocionante en el comprender, un asombro legítimo y maravilloso en el descubrir que la llave abre la caja, y que una determinada explicación da razón de un determinado fenómeno y permite en cierta manera dominarlo y resolverlo. Eureka es la palabra que ha encarnado esa satisfacción que se atribuye al científico que resuelve la incógnita que se había planteado, pero que también comparten quienes se ven iluminados por un determinado discurso o una particular lectura de una realidad que hasta ahora experimentábamos como confusa.

Ahora bien, satisfacción no es igual a verdad, e igual que ocurre con el niño y la llave, es preciso que quien ha comprendido o creído comprender permanezca en ese incómodo estado de comprobación permanente; que el científico vuelva una y otra vez a la certificación de su hallazgo y que en todos ellos se conserve esa apertura a una realidad que es más grande, más compleja y más auténtica que cualquier explicación parcial. De lo contrario, se corre el riesgo de quedarse en una comprensión reductiva y dañina, capaz de destruir aquello de valioso que hay en cuanto se ignora y se prejuzga.

Ejemplo de ello es el de aquellos que pasaron de denunciar los abusos de una sociedad que no había sido capaz de asimilar e integrar la riqueza de la feminidad, a hacer el ridículo viendo fantasmas heteropatriarcales en los posos de las tazas de té.

En el fondo, ya lo dijo Chesterton:

Podemos decir que el síntoma más claro e inequívoco de la locura es una combinación de la plenitud lógica y la contracción espiritual. La teoría que propone el lunático basta siempre para explicar una multitud de cosas pero nunca las explica con suficiente amplitud (…) Sus explicaciones solo son universales por cuanto se apoderan de una minúscula explicación parcial y la llevan demasiado lejos“. (Ortodoxia, 1908)

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