“También sobre el alma nieva.
La nieve del alma tiene
copos de besos y escenas
que se hundieron en la sombra
o en la luz de quien las piensa”Federico García Lorca, “Canción otoñal“.
Quiero dedicar esta entrada al vaivén del mar sobre la playa, náufraga en el continente. A los tallos femeninos de las flores vírgenes y a los viriles troncos de la alameda, desnudos de fulgor. A las nubes que visten el cielo; al sol, a la luna y a las estrellas. A todo lo que existe y somos incapaces de ver.
A Sócrates, el único, que todo lo hubo visto antes de legarnos con sinceridad la perla mayor de la vasta Historia: “sólo sé que no sé nada“.
No fue Heidegger el primero en preguntárselo, pero quizá sea la mejor cita que pueda hacerse al respecto. En esa famosa investigación sobre lo que sea eso que llamamos «mundo», dejó escrito: “¿no tendrá por lo pronto cada hombre el suyo propio?“.
Sin duda, todos pensamos la tierra que pateamos; nadie hay libre de esa idea. Desde que el niño conoce, la conoce; la conoce en el suelo, en la cuna sobre la que está tendido o en el pétreo parqué del piso que sostiene su andadura, cuando no sus morros. Poco habrá más inmediato que la roca que a uno sostiene.
Es «la tierra» un factor común a todo lo que piensa. Y todos los que la pensamos la intuimos fuera de nosotros, bajo los zapatos, pero en rigor nadie ha logrado superar el abismo metafísico que media entre una y otros. En palabras de Ortega y Gasset: “hablar de que los objetos existen fuera y aparte de nuestra conciencia será siempre una aventurada suposición“.
Así las cosas, aun concediendo que las cosas que conocemos existen fuera de nosotros y antes de que las conozcamos, y sin embrollarnos en perifollos de academia, lanzo la piedra: ¿cabe hablar en singular de la tierra misma? ¿Existe acaso sólo una cosa bajo la denominación «tierra», o hay, más bien, tantas tierras como personas que las patean y mentes que las piensan?
Y aquí las eternas alabardas silbando sobre nuestras cabezas: si lo primero, pútrido dogmatismo, pensamiento único y Santa Inquisición; si lo segundo, hediondo relativismo, nihilismo modernista y veneno del alma.
Yo, que llevé en mi garganta la voz misma de Torquemada, he llegado a convencerme de que no hay tierra que valga bajo su sacrosanto sepulcro. Y que Dios lo tenga en su gloria.
¿Qué es la realidad? ¡Realidad! Ese teatro de ahí fuera, sin sentido en sí mismo pero que no obstante buscamos, acaso por necesidad, siquiera por curiosidad connatural. ¡Tierra! Profundo misterio, inquietante, algo aterrador incluso. ¡Cosas, que pretendemos abrazar con nuestras almas y se nos escapan entre sus dedos nebulosos! Veritas cuyo conocimiento requiere superar nuestra propia conciencia, abarcándola en sí misma y no en nosotros. ¡Imposible! ¿Cómo trascendernos si allá donde vamos nos acompañamos; si nos tenemos siempre, y en cuanto conocemos estamos? ¿Cómo, si todo lo que tenemos en rigor es nuestro, y no de fuera?
Y sigo: concediendo como he concedido (en aventurada suposición) que todo viene en última instancia de fuera, que la imagen primera es impresión en nuestra mente de la realidad que nos sobrevive, como el cincel modela la tablilla; otorgando la inerrancia de las Sagradas Escrituras al “Περὶ Ψυχῆς” de Aristóteles y al “Θεαίτητος” de Platón, ¿cómo distinguir en las ideas lo que es factura nuestra de lo que nos ha sido dado?
Decir que el Unicornio existe fuera de ti y de mí es falso: aunque dijera Ulpiano que en la India le daban caza, la ciencia moderna conviene en su entidad fantástica. Algún desgraciado concedió asta al caballo y lo vio fuera. ¿Pero cómo sabemos que el caballo existe, que los ciervos astados existen, y no son del mismo modo producto de nuestra conciencia? ¿Y si, parafraseando la Crítica de la razón pura de Kant, percibimos datos distintos mediante los sentidos y somos nosotros los que los unificamos en forma distinta, en la de caballo o la de alce?
Santo Tomás definió la verdad como adaequatio rei et intellectus (adecuación entre realidad y entendimiento), pero nunca demostró que el concepto pudiera ser verdadero: sentó el dogma (en que reconozco que me alineo) de la teoría de la abstracción, de tal manera que el conceptus (lo concebido) no fuera adecuado a la cosa que representa sino aún más, que fuera la cosa misma en cuanto pensada (así, definía el conocimiento como posesión inmaterial de una forma, como bien indica Antonio Millán Puelles).
A ese estado de la cuestión da un pequeño avance nuestro veneradísimo Francisco Suárez, aquel filósofo jesuita de la escuela salmantina, de la que llaman segunda escolástica; el denominado Doctor Eximius de que nos gloriamos los diletantes españoles. Y lo hace arrojando caos sobre el orden y sembrando el desconcierto.
En ese conceptus tomista habrían de distinguirse dos elementos fundantes, el concepto formal y el concepto objetivo. El primero sería la forma de pensar cada cosa cada cual, y el segundo el sentido tradicional del término, el contenido de lo pensado. Así, en el concepto «perro» no hallaríamos sólo tensión hacia la realidad, “ganas de ser” (signo de lo que existe fuera, aceptando los axiomas que hemos dado por supuestos), sino subjetividad. Algo aporta el hombre, con su propio entendimiento y especialmente su forma de pensar, a la comprensión de la cosa; se arroja sobre ella si la conoce, y en ella se funde. Se hace la cosa, podría decirse. Hasta el punto de desconocer qué es lo propio y qué es lo real.
No, no hay tierra bajo la tumba de Torquemada. O si la hay, y no es otra cosa, no es «mi tierra» ni «tu tierra», ni la tierra del mismo Tomás, que así se llamaba. Ni Torquemada es el mío ni el tuyo, acaso tampoco fuera el suyo. El Dios que le tenga en su gloria tampoco es el mío ni es el tuyo, y así con todo. No es la flor real la del poeta ni la del empresario que las corta y las vende por San Valentín, ni la de la mujer que la recibe y la huele feliz. ¿Cuál será, diantre? Quizá la suma de las de todos, o más que ella, o ninguna.
“El mundo de los demás / no es el nuestro: no es el mismo“. Y puede parecer una obviedad lo de Miguel Hernández, pero es, si bien se piensa, la intuición más profunda que pudiera concebir un artista. Los demás versos del poema “El mundo es lo que aparece” no son sino ulteriores concreciones de éste, que “las cosas se forman / con nuestros propios delirios” y “el sol es como la luz / con que yo le desafío“. Que “nadie me verá del todo / ni nadie es como lo miro“, y esto vale repetido en todo cuanto existe.
La misteriosa tierra que sustenta nuestros pies: habrase enfrentado mayor misterio. El misterio de la espiga que crece verticalmente y hacia arriba, de color pardo y doblándose bajo el vendaval. Toda realidad es un océano insondable en que el hombre puede perderse y nunca logrará abarcar. O peor; por renunciar a la realidad abanderando la idea, se extraviará.
Qué necio el hombre que ha renunciado a escuchar al otro y sienta cátedra por doquiera que fuere; qué imperfecto el que escucha en lugar de ver. Qué limitado quien ve con naturalidad, y no se admira del misterio, como un niño ignorante que se asoma al ser, como un ciego de nacimiento que comienza continuamente su videncia.
Es un necio el hombre que sabe, y es sabio quien desconoce. Los hombres, cuando se aferran a la idea, al dogmatismo, a “sus principios” (igual me da si morales, religiosos o epistemológicos), acaban activistas de un mundo de fantasía, ora rosa ora negro, pero nunca transparente como el de los hombres serios, que son pocos.
Recupero mi dedicatoria de arriba, y acabo este desorden encareciendo de nuevo la danza marina sobre la costa, en el crepúsculo creciente. Ese sonido que apacigua el alma, aun frente a la enormidad del misterio que se expande hacia el infinito, en canción de eternidad.