El otro día me topé de nuevo con Pedro Antonio de Alarcón, uno de mis novelistas preferidos. Ahí estaba, en mi mesilla de noche, interpelándome desde el lomo blanco que lo envolvía; “novelas completas”, se podía leer aún. Lo abrí y escogí una de las que todavía me quedaban por leer: El Capitán Veneno. Y entre hojas desenfadas, aun cómicas –que vivamente recomiendo–, me encontré con esta perla:
“La mencionada joven parecía el símbolo, o representación viva con faldas, del sentido común, tal equilibrio había entre su hermosura y su naturalidad, entre su elegancia y su sencillez, entre su gracia y su modestia. Facilísimo era que pasase inadvertida por la vía pública, sin alborotar a los galanteadores de oficio; pero imposible que nadie dejara de admirarla y de prendarse de sus múltiples encantos, luego que fijase en ella la atención. No era, no (o, por mejor decir, no quería ser), una de esas beldades llamativas, aparatosas, fulminantes, que atraen todas las miradas, no bien se presentan en un salón, teatro, o paseo (…). Era un conjunto sabio y armónico de perfecciones físicas y morales, cuya prodigiosa regularidad no entusiasmaban al pronto, como no entusiasman la paz ni el orden, como acontece con los monumentos bien proporcionados, donde nada nos choca ni maravilla hasta que formamos juicio de que, si todo resulta llano, fácil y natural, consiste en que todo es igualmente bello. Dijérase que aquella diosa honrada de la clase media había estudiado su modo de vestirse, de peinarse, de mirar, de moverse, de conllevar, en fin, los tesoros de su espléndida juventud en tal forma y manera, que no se la creyese pagada de sí misma, ni presuntuosa, ni incitante, sino muy diferente de las deidades por casar que hacen feria de sus hechizos y van por esas calles de Dios diciendo a todo el mundo: Esta casa se vende… o se alquila“.
Ya ven, una oda a la gran desconocida del siglo XXI: la belleza femenina.
La belleza de la mujer es la gran desconocida; la ha sepultado en el olvido su propio cuerpo
¿Qué es belleza?
La belleza en la cosa
Se ha discutido enormemente qué sea eso que llamamos belleza. Desde que Sócrates y Hipias de Élide se acercaran al tema, con relativo éxito, autores y autores han mantenido viva la diatriba hasta el día de hoy, y sigue sin amainar la ventolera.
Parece haber un cierto consenso entre los intelectuales en que la belleza es algo de la cosa (o de la imagen de la cosa) que provoca una reacción agradable en quien la contempla. Puede resultar una banalidad pero no es así en modo alguno.
Quod visum placet, así se ha concluido la cuestión por largo tiempo desde las líneas más clásicas: lo que visto agrada (sin ser la belleza patrimonio exclusivo de la vista; entendamos percepción). Hay algo en la cosa bella –o lo bello es de tal manera– que es capaz de atraerse a otro, en la misma pasividad con que se produce la visión. Un misterio admirable: de alguna manera, lejanos los dos términos respectivamente, cuando jamás había habido relación alguna entre ambos, ya existía una conexión intelectual entre lo bello y quien algún día lo padeciere; una ignota ordenación de lo uno a lo otro.
La belleza en el hombre, fuente de ascética y alteridad
Los autores suelen concluir que la belleza es un fenómeno subjetivo, en el sentido de que, aunque la cualidad atractiva reside en la realidad que nos agrada, solo es bella en cuanto es sentida y actúa en la interioridad del hombre. Algo es bello porque place; sin sujeto que la disfrute no existe hermosura alguna.
Pero es esencial cuestionar la manera de este placer.
Lo bello no se limita a entrar en el hombre: en el instante en que aparece en la esfera de la persona, la envuelve en amor hacia él; la inmuta y la saca de sí hacia fuera. Desde entonces, y mientras la belleza persista, el hombre vive en dulce éxtasis –en griego, “estar fuera”–; ha dejado de ser individuo para ser el amigo de lo bello. Ya no se reconoce en soledad; solo se identifica si referido a lo contemplado. A lo amado, que ese es el efecto último y principal de la pulcritud.
La belleza nunca origina egoísmos.
No es solo que la sociedad haya perdido a la mujer: es que no es capaz ni de descubrir aquello por lo que se la valora [su propio cuerpo]
Belleza integral
Cabe preguntarse si la belleza es propiamente de la cosa o de la imagen que produce en nosotros; si lo bello es la luna o si lo bello es la percepción que tiene un hombre de la luna. Lo que es indudable es que la cosa actúa en nosotros a través de la representación que edifica en nuestra conciencia, y que esta es siempre limitada. La persona que ve algo, y le resulta agradable, no ha comprehendido la totalidad de lo que contempla. La luna es bella y nadie la abarca en toda su existencia. Si bien es correcto decir, en base a lo que conocemos de ella, que la realidad es hermosa, sería un despropósito identificarla con la idea que ha evocado en nosotros. La cosa es siempre mayor, trascendente, siempre novedosa, siempre misteriosa; en toda visión hay algo que se nos veda.
Consagrar la belleza de la percepción actual de un ente es renunciar a toda su magnitud: es renunciar a la totalidad de lo atractivo. Siempre hay más ahí escondido; por mucha hermosura que se haya descubierto siempre queda algo. La belleza siempre reclama verdad; arte y misterio son dos caras de una misma moneda.
Por otro lado, quien toma la parte por el todo, pierde el todo y pierde la parte. El acto de conocimiento queda falsificado. Quien toma por absoluta la cara visible de la luna, olvidando lo ignoto que aguarda detrás, no puede comprender siquiera la porción que ha obtenido, esencialmente vinculada a la pieza segregada.
Una cosa es bella cuando, conocida pero siempre misteriosa, mueve a quien la contempla hacia ella; entra en el vidente para agradarle, y lo dispone a salir hacia fuera para abrazarla.
La belleza de la mujer se nos escapa
La “belleza femenina” no es integral
Todas esas estructuras sociales y mercantiles, pretendidos titulares de la palabra “mujer”, que se afanan en trastornar el gusto de los destemplados, no persiguen mostrar al mundo la belleza femenina, como de hecho se les concede, sino ordenar unos medios a la explotación de pasiones.
Es deprimente que el canon de belleza femenina sea un cuerpo, y lleva siendo así desde que me alcanza la memoria. El criterio de juicio de la pulcritud de una mujer se ubica en el terreno de la imagen; su hermosura se cifra exclusivamente en la adecuación a unos patrones carnales. A las formas de congéneres que no en vano denominamos modelos. ¿De belleza?
Miranda Kerr, Adriana Lima, Gisele Bundchen; todas esas explosivas unidades de carne se exhiben ante el mundo porque son bellas (se dice). Su poderoso atractivo lo constituyen una determinada estatura, el pelo, el color de la piel, los ojos, la proporción de sus extremidades, ¡el peso…! El cuerpo, en definitiva. Un 2% de los adictos a las divas sabe si Miranda es caritativa y servicial, si Adriana ama o es egoísta, si Gisele es justa o inteligente. Y el rasgo más íntimo, más espiritual, más personal –esa es sin duda la palabra– queda al margen de la valoración estética.
Las sinceridades, honduras, bondades de las poetas; las poetas sinceras, profundas y buenas, como Rosalía de Castro o Ernestina de Champourcín, serán cualquier cosa menos bellas, a juicio de la sociedad que manufactura la verdad. Mide más el atractivo de una mujer una imagen de su cuerpo desnudo que de su alma florida, la que en las plumas discretas se vislumbra.
Perdemos el todo y la parte
La belleza de la mujer es la gran desconocida; la ha sepultado en el olvido su propio cuerpo. La mujer ha sido sustituida por una porción de sí misma, y como dijera una vez Blondel, “la reducción de una cosa es su falsificación“.
No se puede hablar de belleza femenina si referida privativamente a su dimensión corpórea. El ente “mujer” la trasciende con creces; es mucho más. Reduciendo su belleza, abandonamos su álgida estatura en la impenetrable oscuridad. Nos quedamos sin mujeres; nos quedamos con pedazos carnosos segregados de la única realidad que les da sentido.
La “belleza femenina” no es ascética, no mueve hacia fuera
Pero hay más: ni siquiera el solo cuerpo femenino somos capaces de degustar.
En palabras de Alfonso López Quintás, es necesario “desinterés estético” para percibir la hermosura: una distancia suficiente del objeto para poder admirarlo, sin involucrarlo en la propiedad de la persona, de manera que esta se dirija a la esfera misma de la cosa a saborearla en su entidad y ambiente. Cuando el hombre se vuelve egoísta, y no es capaz de abandonarse –de ascética, de desprenderse de sí–, e introduce la cosa en su mundo para dominarla, la disecciona, la destruye, la banaliza. Exprime la última gota de su belleza, la convierte en una bagatela.
Cuando el afán es dotar a un cuerpo de determinado movimiento, enaltecer su figura con posturas que distorsionen su realidad y provocar así en otro un atractivo artificial; cuando se busca la curva imposible que solo aparece en las revistas –¡cuando se manipula una fotografía con recursos informáticos!– no se pretende arte. No se busca recrear belleza: se busca excitar una pasión en el sujeto.
Se busca involucrar el cuerpo de la mujer en el radio de dominio del que ve, no edificarle con la contemplación del bien-bello. Y esto los destruye a ambos: a uno lo rebaja, lo anquilosa, incapacitándole para descubrir y admirar; al otro lo deshonra.
El cuerpo así mostrado entra en el espectador y lo convierte en consumidor. El cuerpo se queda en él para deleitarle en su imaginación –esa era su función–, y no lo saca hacia fuera. El cuerpo se vuelve un útil; lo valioso es su efecto.
No es solo que la sociedad haya perdido a la mujer: es que no es capaz ni de descubrir aquello por lo que se la valora.
La “belleza femenina” deshonra a la mujer.
Lejos del mundo de la excitación y la erección, alejada de los constructos fantásticos, de las falsas nociones de los hombres, abandonada en una región cálida que la luz no llega a herir, aguarda el gran tesoro, la verdadera maravilla, la única belleza: la mujer real, o en el habla de Rilke, “el humano femenino“.