A finales del año 1897, el Premio Nobel de Medicina y Fisiología Santiago Ramón y Cajal, considerado cabeza de la denominada Generación de sabios, da el discurso de ingreso a la Real Academia de Ciencias exactas, Física y Naturales, que ha sido recogido en el volumen intitulado Los tónicos de la voluntad, y que según las librerías ha sido una de las obras más difundidas del pensador navarro.


Uno de los puntos más llamativos de la ponencia es aquel en que desarrolla la idea de «pereza mental», ese parásito de los malos investigadores que dan por dogma las teorías sentadas por sus predecesores; lo que reciben lo encumbran sobre la coronilla, y alzando la vista hacia los lomos de una infinidad de palabras (que es palabra al fin) proclaman con veneración: «Verbum Scientiae», a lo que el sabio habrá de responder con recogimiento: «Laus tibi, Scientia».
Es curioso. Allá por el siglo XVII, un afamado francés, R. Descartes, expone en su obra el nuevo método epistemológico que iba a guiar el pensamiento y la investigación de los siglos venideros, hasta los días de hoy. Una duda metódica que no iba a dejar títere con cabeza en el gran teatro del mundo heredado.
No servirían desde entonces los tópicos ni los refranes, ni las parábolas, ni las elucubraciones ingeniosas pero etéreas por ausencia de fundamentos reales. Si cabe la duda sobre algo, queda en suspense, como aquella apariencia platónica; como una suerte de ensoñación o espejismo carente de credibilidad.


En la Ilustración quiebra la noción de tradición, ese cúmulo de todo recibido de la generación anterior, que el tiempo consagra en el altar del pensamiento. Se revisan las vidas de los santos, y la Iglesia tiene a bien desechar un amplísimo número de pretendidas biografías por su carácter ficticio y mitológico. Se desarrolla la crítica textual en el ámbito de la exégesis bíblica, buscando el origen verdadero de los testigos de las Sagradas Escrituras, y algunos llegan con osadía al extremo de negar los milagros de Cristo o la inerrancia de la Biblia.
La tradición ya no es un valor absoluto en sí mismo, y ha de ser enjuiciada y sometida al polígrafo; el resto que sobreviva a la Científica Inquisición de la duda será aceptado en el círculo de las verdades, y lo demás arrojado a las tinieblas exteriores por inventivo y legendario. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
En el Enciclopedismo las ciencias positivas sufren un vasto desarrollo, como alternativa a las disciplinas especulativas y teoréticas de iluminados levitantes lejanos a la realidad. Se asienta la concepción de las ciencias exactas como la fuente exclusiva de verdad, y el único método de conocimiento el de ensayo y error, el científico, lo que el Círculo de Viena llamaría después principio de verificación. Y de ahí la imagen del principio: en definitiva, los sabios de la Edad Moderna acabaron con la idolatría de Baal e introdujeron su propio Evangelio, la nueva Palabra de Verdad. Hasta el punto de conminar a sus lectores Ramón y Cajal, uno de los principales investigadores de su siglo, a recuperar a Descartes contra las Ciencias positivas de los altares y los ambones.
Pereza mental. Los ilustrados hicieron un gran esfuerzo de discernimiento intelectual que creyentes y paganos debemos agradecer. Soportaron la gran incomodidad de la nesciencia, y afrontaron con audacia un reto difícil, con mayor o menor acierto —harina de otro costal—. El resultado próximo fue el método científico, la revisión de la idea, la contrastación con la realidad más palpable, y la aversión al dogma. Pero finalmente la doblez del hombre se ha vuelto a imponer, y la duda y el criticismo activos han dejado paso de nuevo a la pasividad de una tradición inamovible, aunque sea científica.
«Teme al hombre de un solo libro», santo Tomás de Aquino.
Pereza mental en las ciencias de Ramón y Cajal; pereza en las humanidades también. Pereza en la demanda incesante del sentido, en la verdad social o en la utilidad política. Es verdad que el individuo —dejemos ahora de lado los honorables casos de investigadores supernos— ha tendido a tragar lo que le pusieran, sin paladeos u olisqueos. Quizá sí discrimine el filtro de la sola sensibilidad personal e incomunicable; lo que a mí me parece, que no es nada más que lo que yo siento. Y algo sí, pero en este extremo poco importa si digiere de libros o de series de televisión: muchos viven de injertos bajo la piel de los influyentes del momento. Se atribuye a santo Tomás de Aquino la celebérrima sentencia: “teme al hombre de un solo libro“.
Y tras párrafos y párrafos de tesis, querido y paciente lector, mi pregunta, si hasta aquí estamos de acuerdo: ¿de veras es pereza y solo pereza el conformismo con el dogma, o tradición?
El δογμα (doctrina, enseñanza) tiene dos características fundamentales que lo distinguen esencialmente de cualquier otro concepto o idea: se tiene por irrefutable, y es el principio en que se apoyan las estructuras siguientes del pensamiento. Se podría definir su acepción actual como fundamento indubitable de un sistema intelectual.
La pereza (del latín «acedia», o «accidia») era para los escolásticos una de las especies de la pasión del «timor» (temor). Concretamente el miedo al trabajo, al esfuerzo. Y el temor, a su vez, lo concebían como la reacción pasiva frente al mal irresistible, que no se sufre actualmente, pero cuyo padecimiento en un futuro cercano es muy probable. La pereza es miedo, y nos hace concebir (concebir antes que sentir) cualquier trabajo como un sufrimiento deplorable. La pereza rehúye despavorida la posibilidad de mejorar, incapacita, y se acerca mucho más al terror del que huye de un dragón que a la imagen del osezno bostezando y rascándose el ombligo a la sombra de un árbol.
La pereza engendra dogmas. Los pueblos perezosos son los mayores creadores de leyendas. Lo tenemos a la orden del día en nuestra amada patria, tanto en ciencias como en humanidades, religión o política. Aún resuena, en las calles y en los claustros, la «funesta manía de pensar» de Calomarde. Pero más allá, aun siendo por perezosos dogmáticos, ¿somos por dogmáticos perezosos? Es siempre miedo lo que nos lleva a asentir ante el dogma sin criticarlo previamente, pero no es siempre miedo al trabajo.
«Admiratio» y «stupor»; temor al mal invencible de magnitud incalculable, o al mal insólito, novedoso, desconocido. Admiración y estupor muchas veces antes que pereza. ¿Quién no ha temblado nunca ante lo desconocido, ante la oscuridad, ante la vaciedad de lo de aquí delante?
Hay dogmáticos que lo son por perezosos, otros por estupor; al final todos por miedo.
Esa imagen tan gráfica del crío adolescente que comienza a pensar, a cubierto bajo la manta en la noche viscosa e impenetrable, paralizado de espanto ante la posibilidad de que Jesucristo sea un mito o que Alá no exista, ¿es pereza? Los hombres vagabundos, que por temor a saberse barcas sobre el mar encabritado se cubren bajo la Sábana Santa, ¿son perezosos? ¿Lo son los huérfanos que por miedo a Dios se esconden de su vista tras el Big Bang y la fuerza nuclear débil, donde la mirada de Dios les parece que no llega?
¿O no es admiración y estupor el terror ante la posibilidad del «μυστήριον» (misterio)? Que las cosas sean algo y ese algo sea impenetrable, absolutamente desconocido; el «μυστήριον» que nos agota, que nos persigue, que nos mata poco a poco, secándonos paulatinamente como un pozo en un desierto. El misterio, la sombra de cada hombre, siempre a la vista e ineludible; el «perro que ni nos deja ni se calla, siempre a sus dueños fiel pero importuno», frente al que pocos resisten y que menos vencen; que ha hecho dogmáticos a tantos y tantos, nihilistas a los unos y creyentes a los otros. ¿O es dogma solo el autoconvencimiento de que el misterio es Dios? ¿No lo es también negar a priori la posibilidad de que no conozcamos lo que creemos conocer, o que las cosas sean?
Bien han repetido hasta la saciedad los autores contemporáneos que la fuente última del dolor es la conciencia de ser. «Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror…»; y esos puntos suspensivos de R. Darío, el silencio más elocuente, son los que nos obligan a huir de que somos. Ora para no ser, ora para ser lo que no sabemos que somos.
Hay dogmáticos que lo son por perezosos, otros por estupor; al final todos por miedo. ¿Inventamos por temor a descubrir, algo o la nada…?
Quede todo abierto. Aquí, querido lector, en este desierto nocturno, incómodo y doloroso, quedémonos los dos a saborear amarguras, propias o de nuestros contemporáneos. Observémoslos, seguros por aterrados, deambular sobre la nada que acallan a golpes en los morros, u observémonos a nosotros, o la pobreza de no pensar por no esforzarse, y conformarse con pan y circo en el gran teatro del mundo.

