“Lo que posees acabará poseyéndote” – afirmaba con desprecio Tyler Durden – “Suéltate”
El Club de la lucha: Una película que fracasó en la taquilla pero se convirtió con el tiempo en un obra de culto. Una peli que, al margen de otras posibles consideraciones, podemos leer como una crítica brutalmente nihilista y amoral-no apta para estómagos delicados- de la sociedad consumista occidental de antes de la crisis.
Una crítica de la sociedad consumista. Sí, esa que vio caer el muro de Berlín y que creyó haber llegado al “fin de la Historia”. Sí, esa que celebró la muerte de Dios y el ocaso de las ideologías. Esa que dio a luz a la que los sociólogos llamaron la “generación Y” y que es la nuestra, la de los nacidos entre los finales de los 70’s y mediados de los 90’s. Los “GYPSY” (Gen Y Protagonists & Special Yuppies), egocéntricos y narcisistas, protagonistas indiscutibles de nuestra propia película. Los GYPSY: la generación que llevó a algunos a hablar de la “crisis de las élites”. Clases medias y altas enriquecidas y descreídas, cuyo único credo fue la diversión, y su único mandamiento, el consumo. La ropa y la música, las nuevas formas de afiliación: eres lo que vistes, eres lo que escuchas
Para entenderlos (entendernos), tomemos como botón de muestra a Jack, encarnado por Edward Norton en la película. Un tío mediocre con un trabajo estándar, que confía en que su siguiente adquisición Ikea culmine la búsqueda de su autorrealización personal. Un tipo que nos recuerda al “último hombre” de Nietzsche, ese que ya no vibra con nada, ese que “todo lo empequeñece”, ese que dice “¡Nosotros hemos inventado la felicidad!” y honra la salud sobre todas las cosas.
Como dice Víctor Lenore, en su peculiar retrato del fenómeno de lo “hipster”:
“Así que, sí: lo más seguro es que si tienes entre 25 y 45 años seas un hipster. Lo siento. Creciste en las abundantes décadas de los ochenta y noventa y arrastras una pesadísima cultura pop mayoritariamente anglosajona que has colocado en la cima de tus prioridades, que es tu religión y tu ideología. (…) Has estirado la nostalgia por la adolescencia hasta las patas de gallo y te jactas de saber diferenciar con un solo vistazo a un genio de alguien sin talento. Crees que el coleccionismo es una forma de militancia, que tus discos hablarán de ti cuando hayas muerto y estar al día con (todas) las últimas series de televisión se ha convertido en una cuestión de vida o muerte. Todo es un drama, todo es dolorosamente intenso”
En fin, hemos sido una generación sin banderas por las que luchar. En vez de patriotismo, religión e ideologías, crecimos educados en los dogmas del Progreso Perpetuo y del indie-vidualismo a ultranza. Y cuando llegó la crisis, nuestra Disneylandia particular desapareció como las lágrimas en la lluvia. Gone with the wind.
Porque hablamos de crítica de la sociedad consumista de antes de la crisis, sí. Porque por lo menos en una cosa se equivocaba el personaje que encarnaba Brad Pitt. Tyler Durden no sabía que nuestra generación sí iba a vivir su Gran Depresión. La historia se repite, y nuestra generación vivió desmelenadamente nuestros felices años 20, sólo para encontrarnos después al borde del precipicio.
Años 20. Años en los que, como dice Ortega, “mientras la gente se divertía y danzaba al son pueril del jazz, y patinaba en las sierras y bebía cocktails y se desnudaba en las playas -me importa que recordéis todo lo frívola y estúpida que ha sido la vida europea en estos últimos quince años—, sobre las cabezas y bajo los pies de los europeos, se iban condensando problemas terribles”.
Y es que, en 1928 como en 2008, “se creía en todo el mundo con rotunda fe que se había llegado a un nivel de prosperidad definitivo, que se había conquistado para siempre el bienestar. Pocos meses después, millones crecientes de sin trabajo inundaban las naciones más poderosas. El hambre, la desilusión, la desesperanza y la angustia se instalaban en el horizonte como constelaciones nuevas (…) Pocas veces en la historia se ha pasado tan rápidamente de la más absoluta seguridad en el porvenir a la más radical inquietud”.
Ortega denunció, en aquel entonces, una sociedad obsesionada por el confort y que idolatraba el mito de la eterna juventud. Indicó que, en la Grecia clásica, el inicio del fin fue cuando el gimnasio se convirtió en la institución pública más importante, y que el poderío de Roma fue fruto de idealizar al hombre maduro, no la eterna adolescencia. Explicó que el confort tiene que servir para que el hombre sea libre para vivir, y no para que el hombre viva esclavizado por el confort.
Así pues, Tyler no tenía razón al decir que no hemos vivido una Gran Depresión. Pero sí tenía razón diciendo que “soltarse” no iba a ser un maldito seminario de fin de semana. “Soltarse” iba a significar la mayor crisis económica de la Historia, millones de desempleados, y “tocar fondo” significaría la pobreza llamando a las puertas de miles de hogares de sociedades desarrolladas.
Y así fue como la crisis marcó nuestra generación, esa que creía que su vida iba a ser un paseo campestre en una carroza tirada por unicornios color de rosa. Como afirma Tyler, “la televisión nos hizo creer que algún día seriamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos… y poco a poco lo entendemos….lo que hace que estemos muy cabreados”.
Como afirma Tyler, “la televisión nos hizo creer que algún día seriamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos… y poco a poco lo entendemos….lo que hace que estemos muy cabreados”.
Los hijos malditos de la Historia. Muy bien. Pero, ¿qué hacemos entonces? ¿Hacer volar todos los bancos en pedazos al son de “Where is my mind”? No. Tyler, por más carismático que parezca, sólo puede merecer nuestro desprecio. La solución a nuestros problemas no pasa por un animalismo salvaje nietzscheano, ni por un cinismo destructor que no es sino un subproducto lamentable de una sociedad decadente. “El club de la lucha” es una buena pregunta, pero una pésima respuesta. Tampoco es respuesta un neomarxismo a lo “Podemos”, por más que se intuya en él el deseo de trascender el individualismo feroz que nos envolvía.
¿Entonces? ¿Al mal tiempo buena cara, y esperar a que pase el chaparrón, con la esperanza de volver a nuestra sociedad de muebles de Ikea y ropa de marca? ¿Nos suicidamos todos? ¿O nos creemos que aquello de que la crisis es una oportunidad es algo más que un eslogan tan buenista como ingenuo?
Oportunidad. Nadie ama el dolor, pero éste puede ser una buena señal. Una señal de alarma, de que tu corazón te dice que eres más que eso, que estás hecho para algo más grande que todo eso. Tu vida puede ser algo más que una búsqueda desesperada del poder adquisitivo que tuvieron una vez tus padres. “Soltarse” no ha sido un maldito seminario de fin de semana. Pero, una vez hemos “tocado fondo”, ha llegado el momento de construir. Es el momento de buscar sentido. Es el momento de buscar el punto de apoyo arquimédico con el que construir una vida y una sociedad distintas.
Nadie ama el dolor, pero éste puede ser una buena señal. Una señal de alarma, de que tu corazón te dice que eres más que eso, que estás hecho para algo más grande.
¿Existe ese punto de apoyo? ¿Existe esa bandera? ¿Una bandera que dé sentido, que no defraude? En estas difíciles cuestiones, como dice Platón en el “Fedón”, parecería que sólo nos queda aferrarnos a la opinión que nos parezca mejor, y cruzar en esa balsa el mar de la existencia… a menos que un Dios descienda a ayudarnos. Y todo parece indicar que nuestra generación está de hecho oteando el horizonte, como el “Náufrago” de Tom Hanks, esperando que, contra toda lógica, el mar le mande una vela con la que poder navegar. Todo parece indicar que vivimos un tiempo de espera, de algo que venga, ad-veniat. Un tiempo de Adviento. Pero si ese algo –o ese Alguien– esperado llegara, ¿seríamos capaces de reconocerlo? ¿Seríamos lo bastante niños como para acogerle?
Queridos Jacks y Tylers, queridos GYPSYS, queridos compañeros náufragos de la generación “Y”: os deseo una muy Feliz Navidad.