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Los Godos de Pérez-Reverte

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Leí hace bastante tiempo un artículo de Pérez-Reverte, terriblemente lúcido, llamado “Los Godos del emperador Valente”. En él enuncia las sombras que se ciernen sobre Europa, fruto de la amenaza terrorista, la presión migratoria y sus debilidades internas, en un audaz paralelismo con la caída del Imperio Romano, para acabar sentenciando:

“El problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u Occidente (….)  es que (…) tiene fecha de caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a salvo un rato, nada más”.

¿Qué perspectivas nos quedan, según él? Parecería que sólo tenemos dos: una sería tomar conciencia de lo que viene encima, para soportar estoicamente nuestro destino, “como ese romano al que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras los bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A soportar”…

La segunda, “adiestrar a los jóvenes pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes. Para que afronten con lucidez, valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. (…) Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo nuevo y mejorarlo”.

La primera opción no me parece tan consoladora, así, “para ser sinceros”. La segunda me parece interesante, y nos recuerda un punto que puede ser fuente de esperanza: no olvidemos que si la comparación de Pérez-Reverte es válida, es porque nos identificamos con los romanos, y no con los bárbaros. Y eso, a pesar del (aparente) fracaso de Roma, por el que deberíamos creernos más hijos de las hordas de Atila que de los patricios romanos. ¿Por qué no es así? ¿Dónde encontramos esa supuesta continuidad con las águilas imperiales?

Nos puede dar una pista, por ejemplo, el “Eneas, Anquises y Ascanio” de Bernini. También Roma, según la leyenda áurea creada o retomada por Virgilio, fue la superviviente de otro “Armagedón”, la caída de Troya. La escultura barroca representa, de modo dramático, el momento en que Eneas abandona su ciudad a las llamas y a su inevitable derrumbe, y parte hacia la que será la nueva Troya, llevando de la mano a su hijo Ascanio (el futuro), y cargando a hombros a su padre Anquises (el pasado), que sostiene en lo alto a los lares y penates familiares, los dioses transmitidos por la Tradición: el corazón de su civilización.

Algo parecido ocurrió con la caída del Imperio. No todo murió con Rómulo Augústulo. Se puede decir que el “Ascanio” romano fue la Iglesia Católica, que supuso un elemento fundamental y quizás único de unidad, de continuidad, de organización en medio del caos, y que conservó en sus bibliotecas los lares y penates de la civilización clásica. Los monasterios fueron el nuevo Arca de Noé, y cuando bajó la marea del Diluvio (Baja Edad Media, Renacimiento) los valores que custodiaba en su interior fueron entregados de nuevo al mundo, multiplicándose y floreciendo en universidades, arte, cultura. ¡Feliz muerte de Mirón la que engendró a Miguel Ángel!

Un ejemplo de esta sorprendente continuidad la podemos encontrar en Carlomagno, ese bárbaro que no quiso fundar un Imperio “Gótico”, sino resucitar el romano. Pesó más el espíritu que la carne y que la sangre. Roma sobrevivió, y gracias a ello hoy vivimos en Europa y no en “Gotia”. Tampoco esta opción fue por casualidad. Este franco, de fe cristiana probablemente sincera, pero superficial, no hubiera sido lo que fue si no hubiera sido acompañado y guiado por Alcuino de York. Este sacerdote anglosajón le instruyó, le estimuló a promover la educación, la cultura y el arte, y tuvo la suficiente libertad de espíritu para cantarle las cuarenta cuando el emperador hacía alguna animalada. Por ejemplo, en la masacre de Verden: “hay que mandar misioneros y no masacradores o bandidos”-le espetó.

En fin, el ejemplo de Carlomagno nos ayuda también a comprender que el amor a Europa es lo más lejano al racismo que te puedas imaginar. Porque demuestra que se puede ser europeo con sangre etrusca, íbera, goda o berebere. Porque allí donde haya una mente y un corazón que defiendan el imperio de la Razón y la dignidad y derechos del hombre, allí habrá un europeo.

Por ello, nuestro principal miedo no tiene que ser el “¡que vienen los bárbaros!”, ni nuestra principal preocupación debe ser que no haya “godos en la costa”. Nuestra verdadero objetivo debe ser el de lograr que la sal no se vuelva sosa. Porque si pierde su sabor, de nada nos servirán los parlamentos de Bruselas ni los tanques de la OTAN, y nadie moverá un dedo cuando la Historia sentencie su “Delenda est Europa”. Porque la sal sosa sólo sirve para tirarla.

Hablábamos antes de la generación de jóvenes en forma, de los grupos con “pasión fría” necesarios para salvar a Europa. Quizás su principal misión debe ser ésa, la de guiar a Ascanio (si no lo hemos abortado) escuchando a Anquises (si la eutanasia no lo despide antes de tiempo). La de acompañar a los nuevos Carlomagnos. La de mantener vivo el fuego sagrado de Vesta, la de conservar los lares y penates de nuestros valores e ideales. Y será la labor de esos pocos la que hará posible que los hombres de mañana miren a Europa- como los europeos miraron a Roma, y los romanos, a Troya – y se reconozcan en ella. Porque, al final, siempre ha sido un puñado de hombres el que ha salvado la civilización.

 

Felizmente consagrado a Dios como religioso legionario de Cristo. INFJ, Libra, 0 negativo; 2% práctico. Entre mis aficiones: amar a Dios, servir a los hombres, conquistar el mundo para Cristo.

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