Los tres grandes pilares de la reflexión filosófica a lo largo de la historia son el ser, el pensamiento y el lenguaje. Todas las corrientes filosóficas tienden a poner el acento sobre uno o sobre otro. En esta historia del pensamiento emerge, con derecho propio y con un peso muy importante, la así llamada “filosofía cristiana”: una propuesta filosófica con una amistosa inclinación hacia el realismo y cuya reflexión tiende a girar, por lo tanto, en torno al problema del ser y, de forma un poco más marginal, en torno al problema del pensar.
Sin embargo el lenguaje es un terreno poco explorado para la mayor parte de los realistas. Una gran parte de los tomistas actuales, afincados en los ateneos pontificios romanos en su preparación para un ministerio de evangelización, leen con recelo a los grandes teóricos del lenguaje, especialmente a los de los siglos XIX y XX -De Saussure, Heidegger y Gadamer, Austin…- a la caza condenatoria y apologética de expresiones de relativismo y de anti-realismo. Asimilan en líneas generales las enseñanzas del Crátilo de Platón y de Aristóteles, y con ello se disponen a dar el salto a la teología, a la reflexión sobre el valor del lenguaje escriturístico, a la reflexión escatológica sobre la eficacia de la Palabra de Dios en la historia y en los sacramentos, y a la reflexión trinitaria sobre la persona del Verbo.
La reflexión filosófica sobre el lenguaje de gran parte del realismo tomista ha pasado de ser ancilla theologiae, sierva de la teología, a ser una cría descuidada y temerosa escondida entre las faldas de una madre inhóspitamente dogmática.
Es natural que una filosofía centrada en el valor del ser como tal caiga en la tentación de descuidar el valor del lenguaje. Pero tal tentación, por más natural que resulte, no deja de ser una tentación. Y en esta no debemos caer. No se trata tampoco de sustituir la reflexión en torno a las preguntas más nobles de la filosofía -sobre el hombre, el bien, la verdad, la belleza, Dios- por un refrito existencialista y poético que no conduce a nada o, peor aún, que nos termina conduciendo a la nada. Se trata de restaurar una de las columnas que deben sostener el edificio teórico y práctico que conserva el tesoro de esa filosofía y de la teología.
Resulta obvio que esta reflexión debe darse en un contexto realista según ese realismo construido por Aristóteles, llevado a su culmen por el Doctor Angélico y expresado en su versión más práctica por los pensadores que se han dejado maravillar por el poder del sentido común como Chesterton, Guardini o el papa Benedicto XVI, por poner algunos ejemplos que me resultan especialmente estimados y que han realizado una gran aportación literaria en el contexto del pensamiento cristiano. Doy por hecho una línea de pensamiento en el que se acepta que se pueden conocer las cosas tal y como son, y que, a esa aceptación implícita de que existe una adecuación entre la cosa conocida y el concepto correspondiente en el sujeto que la conoce se le llama verdad.
Ejemplo. Cuando veo una mesa y pienso: “una mesa”, se establece esa tal relación a la que los realistas llaman “verdad”. La afirmación /X es una mesa/ coincide, en efecto, con la existencia real de tal mesa y con el hecho de que se trata realmente de una mesa.
Adán era un realista. No por méritos propios, sino por mandato divino. En efecto, en el libro del Génesis Dios le manda a Adán a que ponga nombre a todas las cosas. Ese ejercicio de denotación, independientemente de su valor antropológico y de situar simbólicamente al hombre como rey y administrador de la creación (el tema de los nombres era en aquel entonces cosa seria), convierte al padre de los hombres en el primer realista práctico. Y practica su realismo nombrando a los animales, a las plantas y, en general, a todas las cosas. Este ejercicio supone el principio realista de que las cosas son lo que son. Y como son lo que son, pueden ser nombradas.
Pero este ejercicio de denotación le da a Adán y, por extensión, a todos los hombres, un papel de colaboradores en la creación.
En este sentido resulta muy sugerente la analogía de la creación de Tolkien en su obra más querida, el Silmarillion. En el primer capítulo de esta obra, titulado, “Ainündale” o “el Canto de los Ainur”, el escritor sudafricano echa mano de la genialidad para presentar algunas imágenes muy poderosas para vislumbrar la enormidad del misterio de la creación: el origen de la vida como un fuego procedente de Dios, el misterio del mal en el mundo intrínsecamente entrelazado con el orgullo del ángel que se reveló contra los designios de Dios, pero, sobre todo, la imagen de la creación como una canción de cuyos acordes surgen las profundidades de los mares, las montañas, los valles, plantas, animales, estrellas, galaxias… todo tiene su sentido armónico en el desenvolvimiento providente de la música de la creación.
Esta imagen presenta dos facetas que ayudan a resolver algún malentendido en el tema. Dios crea gratuitamente, por amor, por felicidad. Es fácil de comprender para esas personas a las que les gusta cantar o a las que les gusta escuchar música, no por negocio sino por placer. Me refiero a los cantantes bajo la ducha. ¿Por qué cantan? Porque quieren, porque les gusta, porque cantar es algo que llena el corazón de alegría o de tristeza, pero siempre tiene un sentido y, la mayor parte de las veces, se trata de un sentido que no es del todo racional. Lo mismo pasa con la música de la creación de Dios: Dios creó porque, guardando las distancias, no quiso guardar dentro de sí el maravilloso misterio de la existencia.
La segunda faceta la tomo por entero de Tolkien: es la noción de subcreación. Imaginemos por un instante el poder creador de Dios como una melodía musical que, como una inmensa ola, va creando todo cuanto existe: mundo material e inmaterial. Tiene un principio, pero no parece tener un final: la melodía perdura en la armonía de los mares, en la brisa entre los árboles, en el eco de los valles y en las tormentas de arena entre las dunas. Pero con mucha más fuerza resuena en el espíritu de las criaturas hechas a su imagen y semejanza. Incluir a los ángeles en esta reflexión requeriría de un tiempo y una preparación de los que carezco. Pero es fácil hablar del eco de la melodía de la creación en el corazón del hombre.
Quién no ha sentido alguna vez en su vida esa sensación de paz y de armonía profundas al contemplar un paisaje majestuoso, al tener en los brazos a un recién nacido, al abrazar a un ser querido en un sillón frente al televisor, o, para los católicos practicantes, al meditar en silencio, después de la comunión o después de una buena confesión. Son esos pequeños instantes en los que nuestro espíritu parece hacer un “click” con cuanto nos circunda; en los que “encajamos” y sentimos que nos embarga una sensación de profunda pertenencia. Es un sentimiento de bondad, de belleza, de amor, de satisfacción profunda. Un atisbo de la felicidad a la que estamos llamados. Eso es, precisamente, el eco de la creación en nuestro corazón.
Y en este sentido estamos llamados, por mandato divino, a colaborar con la creación. No sólo respetando el medio ambiente, actitud “ecofílica” que está tan de moda, sino, ante todo, haciendo lo posible por canalizar ese eco de la creación.
El mandato de Dios a Adán no consistía en un mero ejercicio denotativo, sino en dar un paso más allá y continuar colaborando con el misterio de la creación.
Tolkien se refería, por supuesto, a la subcreación literaria: como buen católico, estaba convencido de que su trabajo como profesor de filología y como escritor no consistía simplemente en conseguir un sustento digno y los méritos para lograr su propia salvación, sino también en transmitir ese mundo formidable que llevaba por dentro a las futuras generaciones. Muchos hemos sabido descubrir en su obra literaria a uno de los mayores genios del siglo pasado, y la riqueza estética, literaria y de valores humanos y cristianos de que está impregnada de principio a fin.
Pero la vocación humana a la subcreación no conoce diferencias de ministerio o menester. El artista expresa sus valores interiores en su arte y colabora, así, con la creación. Lo mismo pasa con el arquitecto, el ingeniero, el médico y el abogado. La manifestación por excelencia de la subcreación es, sin embargo, el nacimiento de un niño en una familia: el fruto del eco de la creación en los corazones de un hombre y una mujer en su armonía más poderosa, que es el amor.
Resulta interesante, sin embargo, el hecho de que la vocación al hombre por el mandato divino a Adán se haya producido simbólicamente bajo la invitación a nombrar, a usar la razón humana que nos define como personas para ordenar y darle un nuevo sentido a la creación. El hombre del Antiguo Testamento tiene, por tanto, el poder de administrar la creación y de darle un significado escatológico.
Pero el hombre pecó por exceso. Desobedeció a Dios porque le cegó la posibilidad de un poder mayor. Muchas son las discusiones sobre la naturaleza exacta del pecado de nuestros primeros padres descrito escuetamente en el libro del Génesis y mucho se ha escrito de sus causas morales e incluso psicológicas. El hecho es que el pecado dañó la naturaleza humana, redujo sus dones y convirtió el don de la libertad en el fardo del libre albedrío. Una de las primeras manifestaciones de esta caída fue la Torre de Babel, el primer intento en toda la historia en construir un rascacielos y en crear una sociedad de Naciones Unidas. La consecuencia de aquella intentona de la soberbia humana en convertirse en algo más que colaborador de la creación, acarreó consecuencias funestas para el proceso de globalización de la época, aunque supusiera el nacimiento de una de las instituciones más nobles de la humanidad: el gremio de los traductores.
En definitiva todo el Antiguo Testamento, lleno de pasajes literariamente incomparables junto a listas interminables de leyes judías y a crónicas estupendas con todo el sabor de la novela histórica contemporánea, se puede resumir como el continuo levantarse y caerse del pueblo de Israel, el pueblo escogido para la salvación del género humano tras el pecado de Adán y Eva. En el fondo, detrás de los libros de salmos, de las oscuras profecías de Daniel e Isaías, detrás de las batallas de David y del relato de la huida masiva del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, hay otra historia más grande: la historia del Verbo Divino que se prepara para irrumpir en la historia y darle un nuevo sentido.
Tal acontecimiento amerita el comienzo de una nueva era testamentaria. Dios se encarna para salvar lo que el hombre había perdido. La naturaleza caída del ser humano supuso un momento de silencio en la melodía de la creación. Un silencio que recobra todo su sentido y toda su fuerza con la encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo.
Soy consciente de haber entrado con paso seguro y firme en terrenos poco filosóficos, pero creo que este breve excurso es necesario para comprender el tremendo giro que sufre el lenguaje en el pensamiento cristiano tras la restauración de la Gracia y el mandato ministerial de Cristo a los apóstoles de administrar los sacramentos.
Se trata de un paso mucho más allá del mandato de Dios a Adán y de la subcreación. El fenómeno, si bien de naturaleza completamente teológica, no puede dejar de ser relevante para la reflexión filosófica sobre el lenguaje. En las palabras de la consagración eucarística el lenguaje humano no sólo posee una función significativa, denotativa o “subcreacional”. Las palabras del sacerdote, por mandato de Cristo, poseen un poder performativo hasta un punto inconcebible. Cristo obedeció a su Padre y murió en la cruz. Cristo obedece todos los días, todas las horas, a todo sacerdote que pronuncia la fórmula de la consagración para hacerse Eucaristía, volver a ser inmolado sacramentalmente y convertirse en alimento de redención para los católicos. Las palabras del sacerdote en la consagración eucarística, en la absolución penitencial o las palabras de los cónyuges en el sacramento del matrimonio, no sólo colaboran en la Creación de Dios, sino que, por mandato del mismo Dios, reconstruyen la misma fábrica del mundo por la acción eficaz de la gracia. El pan deja de ser pan y se convierte realmente -recordemos que somos realistas- en el Cuerpo de Cristo, al igual que el bautizado deja de ser simplemente hijo de Adán para convertirse en hijo de Dios.
Así, en el realismo cristiano, el lenguaje llega a ser mucho más que “la casa del ser”, sin necesidad de caer en esa herejía hedeggeriana. Personalmente estoy convencido de que la reflexión filosófica cristiana debe rescatar el tesoro de su herencia lingüística, mucho más poderosa y de un valor antropológico mucho más profundo y contundente que las versiones relativistas del pensamiento hermenéutico. La verdad brilla y el lenguaje la hace brillar. La Verdad salva y el lenguaje sacramental la hace eficaz.