Patrick Jane ha sufrido la muerte de su esposa y de la hija común. Un golpe en lo más profundo de la entraña, que revuelve la vida del protagonista de la serie “El mentalista”, y le sustrae su centro de gravedad, el motivo único del mundo, el lugar íntimo de comprensión de todo cuanto a su mirada se abría. Y a manifiesto agravio, como en el teatro del patrio Calderón, manifiesta venganza: Jane transmuta valores; para librarse de la más incisiva de las injurias resuelve vengar los despiadados asesinatos y jura furor eterno al antagonista, John “el Rojo”.
¿Es legítimo actuar la ira sobre el malvado? No es nuestro hombre el ejemplo más adecuado para ensalzar la venganza hacia el eminente lugar de las virtudes –que es el propósito de este artículo–: la ira le consume, se apodera de él, se agiganta en lo más hondo y arrambla la sede de los deseos más íntimos. El amor fallece con su mismo objeto, y la sed de muerte es entronizada como fin en un corazón marchito. Todo se convierte en oportunidad o útil para asestar el mal en el pecho de quien lo merece. Es así: la ira santa en el alma de un hombre se ha depravado hacia espacios infernales, pero hay piezas en algunos capítulos absolutamente geniales que aguardan a la puerta siempre cerrada del buenismo del siglo XXI.
Como aquel caso que resuelve, el del asesinato a sangre fría de un violador a manos del padre de una de las víctimas; cuando interesadamente le pregunta Jane si mereció la pena y obtiene un gélido y emocionante: “sí, por supuesto“. O mejor, el momento en que Teresa Lisbon, su jefa en la Brigada Criminal, a raíz del desvelamiento de las intenciones de su subordinado –dar muerte a John “el Rojo” en lugar de entregarlo a la Justicia–, así le reprende: “eso no es justicia: es venganza, y no lo permitiré“, y así es desarmada por el locuaz asesor: “¡venganza!, ¡justicia! ¿Qué diferencia hay, Lisbon?“.
El Cielo desborda venganza.
¿Hay diferencia, acaso? Desprendiendo del término “justicia” las connotaciones institucionales del Estado, que aplica lo que dicta, ¿en qué se distinguen? Es risible la gran incoherencia contemporánea representada por Lisbon en el respectivo capítulo: casi por inercia, por el impulso de la tradición filosófica que ha dado vida a Europa y ha sido consagrada en la escolástica medieval, ubicamos la justicia en el lugar más glorioso entre las virtudes morales al tiempo que desdeñamos la ira, como si se tratara de algo ruin y hasta nefando. Justicia: la más excelsa, la que más aprovecha al hombre y mayor bien procura a la comunidad humana, pero que distinguimos de su concreción por excelencia que es la venganza, Dios sabe en base a qué, y ubicándola en el infierno justificamos nuestro heredado desatino recurriendo a artificios infantiles y a tópicos desactualizados.
Algo tiene la venganza para que Tulio, en su Rethorica, la definiera como “la virtud por la que, defendiéndose o castigando, se rechaza la violencia o injuria y, en general, todo lo oscuro o ignominioso“; opuesta pues a lo que es oscuro e ignominioso. Tradición esta que continúa santo Tomás de Aquino en la Secunda secundae. Antes, el Crisóstomo –conocidos adalides los últimos de la caridad y la oblación de uno mismo en beneficio del prójimo–: “quien con causa no se aíra, peca. Porque la paciencia irracional siembra vicios, fomenta la negligencia, y no sólo a los malos sino también a los buenos los invita al mal“.
Porque si hemos de ser justos, hemos de ser vengativos, mas sin sobrepasarnos, que en la justicia a la que sirve ha de encontrar nuestra ira su mesura. “La permanente y constante voluntad de atribuir a cada uno lo que le es debido“; así decían los griegos de la justicia (lean “a cada uno su derecho” los incorregibes ulpianistas). ¿No es, consecuentemente, de los justos el agradecer el bien y airarse por el mal, en lo íntimo; beneficiar al bienhechor y castigar al malhechor en la dimensión de las obras, perfección del deseo?
Que la venganza puede engrandecerse y desproporcionar deseo y acto es tan cierto como en el caso del agradecimiento, que puede rayar en la adulación, la justificación indebida o la servidumbre. Y sin embargo, ¿quién rechaza en razón de estos títulos la beneficencia de quien hizo el bien primero? ¿Por qué ha de hacerse así con la venganza?
En la justicia a la que sirve ha de encontrar nuestra ira su mesura.
La venganza, cuando no busca principalmente el mal del otro sino el resarcimiento del mal sufrido, cuando no busca herir sino conservar el equilibrio de la justicia, no es que sea tolerable: es buena, es necesaria, hay que desearla y actuarla. Aun cuando no sea perfecta porque no busque la corrección o el bien del malhechor; perseguir la reparación del mal recibido, la repelencia de la injuria o el deshonor, es suficiente para justificar la ira equitativa si no existen razones superiores para suspenderla (razones de justicia, no de injusticia). Como decía la escolástica: desear el mal pero no en sí mismo sino bajo la razón de justa venganza. La venganza es santa, es de almas grandes.
“Alma grande” significa aquel título sánscrito, “mahatma“, con que fue elogiado Gandhi por el poeta. Es suya la famosa afirmación: “ojo por ojo y el mundo acabará ciego“. ¡Buenista! ¿Y si el mundo debiera acabar ciego? ¿Es justo, es bueno, resignarse el tuerto para evitar un mal al culpable…?
Otras cuestiones son la conveniencia de la venganza particular o de la institución de una administración de justicia, o si ulteriores motivos aconsejan a la prudencia ―sobre quien se apoya justicia― formas distintas y más perfectas, que llegaren a contradecir la forma más inmediata; debates que trascienden esta apología del falso negro, condenado injustamente por el buenismo de moda.
Patrick Jane se ha dejado poseer por la sed de mal implícita en toda ira. Buena en sí misma, aunque por desmedida, monstruosa y bárbara. Pero sería un malnacido si no se vengara –fuere como fuere–, y oprobiaría a su difunta familia por duplicado antes que a sí mismo, y a la comunidad humana si me apuran.
(No te pierdas la réplica a este artículo: La venganza os hará… vengativos)