Aunque no sea muy ortodoxo, ni tampoco muy recomendable, me gustaría empezar este artículo avisando de que varias de las polémicas que surgirán en los siguientes párrafos llevan meses fuera de circuito. Sin embargo, a pesar de que esta aparente ser una estrategia poco inteligente, me parece que permite analizar esas mismas polémicas con mayor profundidad y, sobre todo, nos ayuda a mirar los problemas venideros con un ánimo más democrático
Pretendo fijarme en un pequeño detalle de Los odiosos ocho, la película de Quentin Tarantino. El filósofo Slavoj Zizek ya utilizó la película para escribir un provocador artículo que reflexionara sobre el antioccidentalismo de algunos refugiados que llegan a Europa. En el inicio de ese artículo, Zizek narra una escena de la película, ambientada unos años después de la Guerra de Secesión norteamericana, en la que el Mayor Warren, un soldado negro de la Unión, describe a un antiguo general confederado que “mató al racista de su hijo, responsable de muchas muertes de negros”, después de haberlo obligado a caminar desnudo en medio de un frío gélido y de haber abusado sexualmente de él, bajo la promesa incumplida de entregarle una manta si acataba sus órdenes. Así, concluye Zizek, “en la lucha contra el racismo tampoco hay buenos tipos, están implicados todos con la máxima brutalidad”.
Con el ejemplo resulta obvio que la condición de víctima no presupone ninguna moralidad concreta, sino que el torturador de hoy puede ser la víctima de ayer y viceversa. Sin embargo, aunque la conclusión de Zizek le permite iniciar un análisis sobre el mecanismo libidinal de los fascistas que odian a occidente, la escena narrada está, en realidad, incompleta, pues el Mayor Warren no solo es “odioso”, sino también un representante del excluido.
En otro momento de la película, antes de que Warren decida ejercer su crueldad sobre el general confederado, pero tras ser descubierta una mentira que le ha granjeado algún beneficio, John Ruth, otro de los personajes de la película, se dirige al mismo Warren como representante de su raza: si él, el primer negro con el que tratan, es así de inmoral y de mentiroso, entonces todos los negros deben ser así de mentirosos. La mentira debe ser un elemento propio de la raza.


Así pues, se abre aquí la posibilidad de un análisis diferente al de Zizek, centrado en la representación. Parece evidente que, en este caso, el Mayor Warren no pretende ser representante de ningún colectivo, al tiempo que podemos preguntarnos por la propia identidad del sujeto; cuando nos enfrentamos al Warren que define Tarantino nos enfrentamos con cuatro identidades que saltan a la vista: la de soldado de la Unión, la del color de la piel, la del género y la de la profesión (cazarrecompensas).
Conviene hacer aquí una precisión: el discurso elaborado durante la película consigue, a mi juicio, que no resulte obvio que la “negritud” sea la más inmediata de las identidades, sino que podríamos preguntarnos por algunas paradojas obvias, como, por ejemplo, por qué un cazarrecompensas continúa vistiendo el uniforme militar. Con esta situación, en la que Warren se muestra como un tipo despiadado, con ciertos aires de misantropía: ¿por qué se pone en cuestión su identidad racial? ¿Por qué se le convierte en un representante de la negritud, en lugar de un representante de los hombres? O, conviviendo con soldados del ejército enemigo, ¿por qué no se abunda en la identidad militar?
Vivimos en un juego de representaciones del que no podemos escapar y que se mueve sin tener en cuenta nuestra voluntad de participar en él.
Hay una respuesta evidente que, al tiempo, ofrece la posibilidad de buscar explicaciones mayores: si destaca la identidad racial es porque el conflicto de la Guerra de Secesión se construyó, al menos de forma tardía, sobre la situación de los esclavos negros. Dicho de otro modo, porque era el rasgo politizado en esos momentos. No obstante, si Warren no pretende ser representante de nada y si la traslación de la moralidad realizada por el otro personaje nos resulta absurda, entonces nos percatamos de dos realidades diferentes: en primer lugar, de que vivimos en un juego de representaciones sociales del que no podemos escapar y que se mueve sin tener en cuenta nuestra voluntad de participar en él.
En segundo lugar, parece obvio que no hay forma de concluir que el color de la piel, incluso si hubiera dos personas con la misma tonalidad, esté directamente relacionado con una actitud moral determinada, lo cual nos conduce, a su vez, a otras dos conclusiones: por un lado, parece que la representación es independiente de la existencia real de un colectivo al cual representar, además de que las características del representante, en el caso de que pudiéramos fijar unos límites al colectivo que lo convirtieran en representable, no tienen por qué corresponderse con la realidad del colectivo representado.
Por otro lado, sería razonable ver la institucionalización de un prejuicio y de un estereotipo en el comentario de John Ruth, lo cual no debería conducirnos a una posición radical frente a ellos: la alternativa a los prejuicios sería descubrir el mundo cada mañana, además de la imposibilidad de vivir en sociedad de forma tranquila y saludable. No obstante, como indica el propio nombre, se trata de prejuicios; juicios previos que no se corresponden necesariamente con la realidad.
El verdadero problema de los prejuicios no es que reduzcan la realidad, sino que la aíslan del dinamismo que le es propio.
El verdadero problema de estos prejuicios no es que hagan referencia a una parte de la verdad, dejando el resto fuera. Se trata de que los estereotipos captan la realidad alejada del dinamismo que le es propio, situando a los estereotipados en una dinámica ahistórica que, sin embargo, les constituye como sujetos de dominación cultural en una relación ambivalente entre esa ahistoricidad y la necesidad de que el estereotipo sea repetido de forma permanente, asegurando así su carácter predictivo. Se trata, en definitiva, del proceso de construcción de la dominación cultural y colonial.
En cuanto a la ahistoricidad, el propio Mayor Warren expresa en la película la necesidad de acudir a la historia para entender el ser de un personaje, dirigiéndole a otro personaje de la película la siguiente frase: “no tiene ni idea de lo que es ser un hombre negro enfrentado a América”. No existe ya la posibilidad de volver a una realidad previa al Dasein heideggeriano, si bien la discusión sobre ser y ente no se acaba con el filósofo alemán. Quizá lo más preocupante sea que la relación que se establece cuando se institucionaliza el estereotipo no es ya una realidad de reconocimiento entre iguales, sino una relación de pouvoir/savoir (Foucault) entre amo y esclavo. Esto sucede porque el estereotipado ha sido construido como sujeto por la negación de la diferencia que se produce al generar el estereotipo.
Un caso: los “ultracatólicos”
En la esfera pública española hay un caso evidente de esta construcción de subordinación: la definición del cristiano como “ultracatólico”. Cada vez que escucho el adjetivo “ultracatólico” me imagino a san Maximiliano María Kolbe muriendo en Auschwitz. Para ser exactos, esto solo me viene a la mente la mayoría de las veces. Otras pienso en los misioneros que entregan su vida, en los sacerdotes, consagradas o laicos que se entregan a diario en nuestras poblaciones para llevar un poco de comida y una inmensidad de amor, amor nacido de su fe, a los más necesitados de entre nosotros. A veces, en los momentos más dramáticos, pienso en aquellos que son perseguidos por su fe cristiana y, desde luego, no es mal momento para pensar en ellos, porque, como da cuenta el informe de Ayuda a la Iglesia Necesitada, el cristianismo es hoy la religión más perseguida del mundo. De hecho, si algo ha unido a seguidores y detractores, fans y “haters” de Silencio, la última película de Scorsese, es su habilidad para aparecer en otro momento de persecución.
Si cuando hablamos de “católico”, cuyo significado original hace referencia a lo universal, lo hacemos para referirnos a un cristiano, aquel que sigue a Cristo, Quien, a su vez, siendo Dios, “se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 8), entonces el católico es quien se entrega a los demás, a imitación y por gracia de Cristo, hasta la muerte. Y, precisamente por ser católico, se entrega de forma universal.
Este universal nos sugiere ahora una doble interpretación. Por un lado, se entrega a la humanidad entera, sin distinciones que pretendan establecer grados de dignidad entre las personas. Por otro lado, entrega todo su ser sin heroísmos y sin voluntad de destacar. En el comienzo de la cuaresma, el miércoles de ceniza, se refería el Evangelio de Mateo a esta realidad escondida: “que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”. Referencias estas de derecha e izquierda que podrían hacernos pensar en el funcionamiento parlamentario, pero estaríamos, en esa legítima interpretación, haciendo una lectura muy limitada. Lo decisivo es que la entrega del cristiano estaría destinada al olvido si no fuera porque conocemos gracias al testimonio. Pero esta realidad testimonial es también el gran problema de la Iglesia en su relación con la política. Nadie lo que expresó mejor que Vito Corleone en El Padrino: “no es nada personal”.
La política nace del espacio que hay entre distintos cuerpos.
La política nace de la aparición de distintos cuerpos y del espacio que existe entre ellos. Por eso el espacio es una categoría central en la política, como bien sabe cualquier fan de Star Wars o el mismo Pablo Iglesias, que peleó por aparecer en el Congreso en la misma fila que el PSOE. Pero esa centralidad del espacio (fíjese el lector en el sustantivo utilizado) no es cercana a la realidad personal, aunque no individual, del cristianismo. El testimonio, categoría de conocimiento y de acción del cristiano, es personal mientras que la política es espacial, lingüística, imaginativa. Por eso el buen católico se siente perdido en la polis.
No obstante, este personaje, hombre o mujer, o lo que sea, que imita a Cristo en su día a día y que observa de forma confusa la realidad política cotidiana no es aquel a quien se refiere hoy en día el adjetivo “ultracatólico”. Este querría señalar, suponemos, al intolerante y reaccionario que pretende imponer sus anticuadas y estúpidas creencias a los demás. Porque, como todo el mundo sabe, la religión se vive en las iglesias, incluso cuando las asaltan a gritos amenazadores. Y, por supuesto, nada de demostrar la propia fe, que esa es la única identidad que uno no puede sacar de las paredes de su casa.
Para defendernos de esos “ultras” ya están aquí varios medios y algunos gobiernos. Están, incluso, a sabiendas del efecto boomerang que puede traer la “ultralidad”. Si se me permite la invención del palabro, el problema de la “ultralidad” es que actúa aquí como un espejo. El lanzador del adjetivo construye su identidad frente a la del otro, lo cual le permite actuar políticamente distinguiendo entre un amigo y un enemigo. Pero, como hemos explicado, ese enemigo es precisamente la condición de posibilidad de su existencia. Sin él, el propio yo no existiría y no sería posible distinguir a los amigos.
Así, incapaz de reconocerse en la moderación, necesita que el otro sea tan malo como él. El estereotipo actúa aquí como un fetiche en el que el constructor del mismo acaba entrando reflejado. Lo hemos visto durante la crisis; la miseria a la que han conducido a muchos de nuestros conciudadanos ha hecho posible la construcción de un enemigo reconocible: la casta. Quizá la mayor prueba de que la crisis está pasando es que esa casta, tan corrupta y autorreferencial como siempre, no sirve ya como enemigo, lo cual es una desgracia para un sistema político que tiene tantas tareas pendientes y que está saliendo de la crisis solo para continuar viviendo en un mundo de precariedad. En cualquier caso, no valiendo ya “la casta”, hay que señalar un enemigo nuevo y ese es, ahora, el católico.
Poco importa que aquel que llamamos católico lo sea realmente. En esa construcción identitaria el lanzador de la “ultralidad” no se preocupa por la realidad de Hazte Oír, lobby que tiene prohibido participar en varias diócesis españolas por pertenecer a una secta llamada “El Yunque” que pretende dinamitar la Iglesia desde dentro. El lanzador del boomerang no se preocupa precisamente porque se reconoce en él como el niño empieza a reconocerse en el espejo.
Quien sí se preocupa, sin embargo, es aquel incapaz de participar de esta construcción antagónica entre un amigo y un enemigo. Aquel cuya moderación queda fuera, en los márgenes del mundo de la vida. Aquel que no tiene derecho a aparecer. Y así, poco importa para la mejora del debate público si lo que se prohíbe es la performance de una drag queen en el carnaval de Las Palmas, el autobús de Hazte Oír o las misas en TVE. Lo que importa es que el camino que se abre es un camino de antagonismos en el que se reconocen aquellos iguales que están enfrentados y, por medio, quedan desprotegidos todos los demás. Los católicos, o quienes sean, que, independientemente de lo que opinen sobre las teorías queer, la transexualidad, el carnaval de Las Palmas o, permítanme la cuña publicitaria, el maravilloso y nunca suficientemente valorado carnaval de Cádiz, se ven impotentes y silenciados.
Para estos últimos queda un consuelo: la “ultralidad” es un boomerang y, como tal, vuelve siempre al lanzador. En expresión de Isaiah Berlin sobre el nacionalismo, es una rama que se dobla hasta que le da en la cara a quien lo tiene.
Enfrentarse a la “ultralidad”
En las últimas elecciones francesas, Emmanuel Macron ha dado una pista de cómo enfrentarse a la “ultralidad”. Si, al construir el estereotipo, el lanzador del boomerang queda dentro del mismo, entonces la mejor manera de luchar contra él es apropiarse de ese estereotipo para deconstruirlo y resignificarlo. De esta forma, frente a aquellos que hablan de “ultracatolicidad”, vale más mostrar el papel que pueden ocupar esos mismos en el espejo frente al que hablan, para después renombrar a san Francisco de Asís, por ejemplo, como un auténtico “ultracatólico”.
Si se reduce el mundo de la vida a un juego de resignificaciones, ¿cómo hacemos para vivir juntos?
El riesgo, en este caso, salta a la vista. Si se reduce el mundo de la vida a un juego de resignificaciones, entonces, ¿cómo hacemos para vivir juntos? ¿Cómo integramos a todos aquellos que quedan fuera de la lógica con la que se resignifica? Aquí, entonces, es donde surge el segundo de los problemas a los que se ha de enfrentar una comunicación católica. El primero es el que se ha narrado a lo largo de este artículo, a saber, la deconstrucción de los estereotipos que están empezando a operar en la esfera pública.
El segundo pasa por construir una comunicación inclusiva, en la que haya espacio para deliberar y afrontar los problemas desde la pluralidad, pero con la conciencia de que todos somos criaturas de Dios. Para eso habrá que favorecer el nacimiento de estructuras comunicativas formadas por laicos, reordenando, por supuesto, los medios de comunicación con los que cuenta la Iglesia y despidiendo a ciertos “periodistas estrella” cuya doctrina queda, a todas luces, fuera del magisterio de la Iglesia. Ese, sin embargo, es un problema diferente.