«A Occidente y sólo a Occidente le ha cabido la gracia de nacer dentro del signo de un universo acabado, donde religión y arte son una misma cosa, el universo de la epopeya de Homero» (Von Balthasar, Gloria IV, 1986).
Se puede argumentar que en occidente los dos grandes géneros literarios originales eran la tragedia y la épica. En torno a estos géneros fueron surgiendo los demás y en ellos encontraban su sentido. Se podría argumentar incluso que ambos nacieron de los grandes esfuerzos epopéyicos de las primeras grandes culturas. Pienso especialmente en la Ilíada, por supuesto. En el poema épico por antonomasia se cantan las hazañas trágicas de los héroes y las consecuencias que tales hazañas supusieron para el destino de sus pueblos.
Apreciamos aquí una característica particular de la épica: es el cantar de las hazañas de unos héroes, especialmente las hazañas de Aquiles, pero implica a mucha más gente que Aquiles: implica el destino de pueblos enteros. Todo parte de un problema personal: la ira de un héroe al que se ha cometido una injusticia, un héroe, por lo demás, consciente de que en esa guerra va a dejar la vida. Es destino, no profecía, y por lo tanto es trágico. Pero la batalla deja pronto de ser personal y se convierte en el destino de dos pueblos enteros, dos civilizaciones. Y muchos héroes perecieron en los muros de Troya.


Con el cristianismo el sentido trágico pierde mucho de su sentido temático y la épica se independiza de cuerpo entero. Gana, por supuesto en significado teológico y metafísico. El punto de vista trágico se sustituye por un punto de vista escatológico, pero la estructura centrífuga sigue siendo la misma: el héroe debe librar una batalla personal entre el bien y el mal, y como consecuencia de esa decisión inicial todo un pueblo, todo un ejército –en muchos de los cantares de gesta–, toda una cultura se ven implicados. Se aprecia en todas las formas en que se diversifica el tema épico: desde los cantares de gesta medievales, como el Cantar de Roldán o los Ciclos Artúricos, hasta las novelas románticas, como Historia de Dos Ciudades o Los Miserables.
La fama del héroe tiene valor no por ser vanagloria humana sino por ser modelo de conducta para un pueblo.
Un punto muy importante para la comprensión del modelo épico antiguo-medieval es su carácter genuinamente pedagógico. El héroe es modelo no sólo en su forma de ser y en su estatuto, sino sobre todo por las decisiones que toma. La recompensa formal y material del éxito en la misión debe ser estructuralmente proporcional al valor de la misión y al sacrificio personal implicado en la misma. Y también en este sentido es centrífuga: el autor cede su protagonismo narrativo en numerosas ocasiones a un personaje inventado, pero con autoridad moral. El carácter pedagógico, de la bondad de la virtud y la maldad del vicio, implica intrínsecamente una apertura hacia los fundamentos trascendentales en los que se apoya el código moral. La fama del héroe tiene valor no por ser vanagloria humana sino por ser modelo de conducta para un pueblo.
Pero con la llegada de la modernidad comienza a darse un tema inverso: empieza a devaluarse la grandeza trascendente del movimiento centrífugo de la épica y comienza a coger fuerza el tema centrípeto. Los héroes se convierten en sujetos individuales y empieza a contar más su resistencia a las circunstancias adversas que le rodean, a su capacidad de liderar un cambio trascendente. Se convierte en un protagonista absoluto, en un personaje de características prometeicas en sentido moderno. El héroe moderno es un verdadero hijo del espíritu del titán Prometeo.
Ya no hay espacio para hablar del destino de otros héroes tan implicados como él. Ya no importa tanto la influencia del héroe en el destino de los pueblos ni la desproporción que existe entre el bien y el mal en su lucha en este mundo. El tema épico se vuelve centrípeto y por tanto importa más la psicología del héroe, por ejemplo, la historia personal que lo ha llevado a esas circunstancias. Si en la Ilíada se dedica un canto entero a hablar de las proezas de Diomedes y otro a las de Ayax Telamonio, cuando el protagonista es, en realidad, Aquiles Pelida, es inviable concebir que Daredevil abandone la escena de su propia serie durante tres episodios para dejar paso a tres héroes amigos suyos que comparten los mismos ideales que él y que luchan a su lado. Preferimos ver otras tres series. O un tutifruti de héroes sin protagonistas, que nunca terminan de hacer equipo.
Tolkien se mantiene fiel a la épica clásica por motivos muy interesantes, pero que serían tema para otro artículo. Temáticamente fundamentales en su saga -y una buena pista en este sentido- son: la subcreación; el sentido trascendente de la mortalidad; el amor trascendente, la eucatástrofe; el mito como expresión narrativa de verdades profundas que caracteriza el nacimiento de una cultura; el antihéroe (o héroe paradójico) y su lugar protagónico en una comunidad; la importancia del cosmos circundante y su valor en la acción; y la autodestrucción del mal, entre otros.
El caso es que tanto El Señor de los Anillos como el Hobbit arrancan con la decisión de un personaje, Bilbo y Frodo. El carácter heroico del problema (el bien y el mal), al superar las capacidades personales del protagonista inicial, termina implicando primero a los nueve miembros de la comunidad del anillo o a los quince miembros (contando a Bilbo y a Gandalf) de la expedición de los enanos; después a ejércitos enteros, ciudades y países; y por último a todo el mundo, porque la épica interpela a la raíz del hombre como hombre y se convierte, por tanto, en un problema universal y radical.

