Hace unos días apareció publicada en esta misma revista una asombrosa réplica a mi artículo “La venganza os hará libres“, de nuestro anónimo y genial colaborador Ignatius Reilly. Sin desperdiciar la ocasión de manifestar mi admiración al autor y felicitándole por su publicación, escribo esta tercera entrada profundizando en la cuestión en tres direcciones concretas, que considero necesarias para una correcta comprensión de la venganza. Y nauseando y vomitando –como él hiciera– sobre su pijama rosado que un día oliera a miel y jazmín.
I. Reilly: “El articulista, pariente del monje Pelagio, erróneamente equipara venganza santa e ira santa“
Justicia, ira y venganza
De ninguna manera procede la oposición entre ira y venganza
De un modo semejante a como se deslindan en el “ordo amoris” la virtud de la caridad, la pasión del amor y su objeto que es el bien, hemos de distinguir los elementos de la trilogía enunciada, pero sin dividirla –como hace I. Reilly en su artículo, oponiendo a la ira santa la venganza infernal–.
Desmarcándonos de la mala habla y de connotaciones negativas, hemos de entender en primer lugar la venganza como el mal que se obra en el agresor en razón de justicia, o en los términos del DRAE, la “satisfacción que se toma del agravio o daño recibidos“. Es sumamente elocuente que la segunda y última acepción recogida de la palabra –eso sí, caída en desuso–, sea precisamente: “castigo, pena“, haciendo referencia así a dos términos esencialmente pertenecientes al ámbito de la justicia. [Dios sabe a qué se refiere I. Reilly cuando dice que “el resarcimiento del mal sufrido” (sic) no es venganza sino justicia retributiva.]
La ira, también según el DRAE que unifica el código del común de los castellanohablantes, aparece definida desde dos perspectivas: desde su causa, es un “sentimiento de indignación que causa enojo“; desde el fin hacia el que impulsa, es el “apetito o deseo de venganza“. De un modo muy similar la calificaban los medievales, que cimentaron nuestra comprensión contemporánea: la ira es la reacción pasional en virtud del apetito irascible al mal soportado, de ardua pero posible superación. Pero indudablemente la ira nos mueve a actuar; en la ira se contienen y retroalimentan tanto el odio al mal como el amor al bien, y así, bajo este orden de consideraciones, la definieron como el deseo del mal del otro bajo la razón de justa venganza.
De ninguna manera, pues, procede la oposición entre ira y venganza; la una es el impulso hacia la segunda, que es su objeto. Así, si existe una ira santa, existe la venganza santa; es su condición esencial.
La justicia, según Aristóteles, es la permanente y constante voluntad de dar a cada uno lo que le es debido. Así, la más alta de las virtudes modula la voluntad, y se ubica como hábito –“modus operandi“– en el alma del hombre. Otra cosa es qué diantre sea lo debido. C. Perelman, eminente filósofo del Derecho, sistematizó en seis nociones el contenido posible de esa proporción: a cada uno lo mismo, a cada uno según sus méritos, a cada uno según sus obras, a cada uno según sus necesidades, a cada uno según su rango, y a cada uno según lo atribuido por la ley. A nosotros nos interesa la tercera.
Así, la justicia pertenece a lo que Tomás de Aquino denominó “appetitus superior“, que se ubica en el alma (lean mente los semimaterialistas del emergentismo), y la ira al “appetitus inferior“, localizado en el cuerpo. Puesto que en el hombre cuerpo y alma forman una unidad sustancial –lo que significa que no puede darse el alma sin el cuerpo, ni en el ser ni en el obrar–, es viciosa la justicia sin la ira y viceversa. La trilogía, en la perfección, es inseparable.
I. Reilly: “El otro, que también sabe llevar cuentas, se convierte en enemigo, en juez y a la vez, víctima de mis juicios. (…) El amor cubre la multitud de pecados“
Justicia y amor
En el ámbito de lo real coinciden justicia y caridad
Otra cosa muy distinta es que la justicia stricto sensu se vea sobrepasada –mejor sublimada– por el amor. La virtud no es más que el hábito operativo bueno; algo que permanece en el hombre y que dirige su acción hacia el bien honesto, fin del virtuoso. Recuperemos ahora el imperativo kantiano: obra de tal modo que nunca uses como medio al hombre sino como fin. El bien del otro, por lo tanto, la fraternidad o caridad, se sitúa como la virtud más perfecta, la más acabada, pues es su mismo objeto el fin último del ser humano: la benevolencia del otro (para el hombre religioso, el Otro).
Desde esta perspectiva llegó Agustín de Hipona a afirmar que solo existe una virtud, la caridad, y que las restantes homónimas no son sino sus formas o modos concretos.
Ahora bien, la venganza –la santa– es un bien honesto. A ese respecto venía la cita de Juan Crisóstomo: “quien con causa no se aíra, peca. Porque la paciencia irracional siembra vicios, fomenta la negligencia, y no sólo a los malos sino también a los buenos los invita al mal“. Aun cuando la ira y la venganza no sean perfectas, y por tanto no tengan su horizonte en el otro –en su corrección por un lado y en su purificación por otro–, la justicia se justifica por sí sola. De hecho, en el ámbito de lo real coinciden justicia y caridad, aunque esta última no se adopte como directriz de la acción. Y aun cuando en el ámbito de la gratuitad –que no niega la justicia sino que la lleva a plenitud, a un nuevo escenario, pues también puede ser injusto dar demasiado, o no responder con agradecimiento a la liberalidad recibida– la caridad sobrepase la medida inicial de la justicia.
En esta línea, afirmaba Aristóteles en Ética a Nicómaco que “cuando los hombres son amigos no han menester de justicia [pues la caridad es necesariamente justa], en tanto que cuando son justos han menester también de amistad“.
Por último, no debemos olvidar que no existen virtudes aisladas: el crecimiento moral de la persona es integral; las virtudes se reclaman unas a otras, se potencian y fundamentan recíprocamente. En el plano de la naturaleza humana, dejando a un lado pues el ámbito sobrenatural, no puede existir justicia sin caridad, ira sin amor. Por caridad somos justos y nos aseguramos de la proporción de nuestra venganza, y no la tomamos contra quien nos hubo hecho mal sin dolo o negligencia, y cesa nuestra cólera y perdonamos al agresor que se humilla, ofreciendo una disculpa suficiente y sincera, y satisfaciendo el agravio cuyas consecuencias aún padecemos.
I. Reilly: “La religión se disuelve en moral, y lo santo se confunde con lo sagrado. Y nosotros los hombres, nos hacemos Titanes capaces de sostener por nuestras propias fuerzas todo el firmamento de nuestra existencia, campeones de la auto-justificación“
Justicia humana y justicia divina
Nos ha creado a imagen y semejanza suya (…). Dios se aíra y castiga; desea y obra el mal del otro como justa venganza
Esgrimiendo en diestra la obra de E. Levinas, se me acusa de reducir lo santo a lo sagrado (para entendernos entre hermanos, de secularizar a Dios). Se ha sugerido que en última instancia este planteamiento lleva a reducir la fidelidad a la divinidad a una mera agrupación de sentencias morales. Más bien al contrario: para el fiel, la justicia secular es santificada por su referencia a los atributos divinos.
[En primer lugar, quiero aclarar que en la locución “venganza santa” del primer artículo no pretendía otorgarle un significado estricto al adjetivo. Me movía en el ámbito natural y aconfesional. Con todo, por supuesto que existe una venganza santa.]
Recordemos la obviedad con que el Aquinate concluye sus famosas vías de acceso racional a la divinidad: que solo quien comprenda la demostración de su existencia se verá vinculado intelectual y moralmente por él. Desde el punto de vista religioso, el agnosticismo es una gran imperfección, pero no supone reducción alguna de Dios a algo más bajo y vano; no se dirige a Dios por cuanto no le conoce y lo supone idea o invención humana. Simplemente lo excluye.
Conocerá I. Reilly la “reducción” que obró el Creador al hacer de la nada, dando origen desde la ley eterna a la ley natural, cuyo contenido es según la mayoría de los autores intuitivo e inmediato a la razón humana. Es Dios quien nos “ha reducido” fuera de él; nos ha creado a imagen y semejanza suya a insalvable distancia. Pero cabe establecer una analogía (“analogia entis“) entre la naturaleza humana y la divina. De este modo, en sentido propio, “solo Dios es bueno”, “solo dios es santo”, mas los hombres son buenos y santos en cuanto participan de su bondad y le imitan.
De modo semejante, en un segundo orden de consideraciones, el hombre que vive de acuerdo a la ley natural –que no es más que la participación de la ley eterna, con que Dios gobierna el cosmos, en la creatura racional–, aun desconectado íntimamente de Dios, puede obrar bien y ser virtuoso. Y esta justicia natural no contradice las formas religiosas. No supone reducir el atributo divino a algo natural –lo santo a lo sagrado–, sino reconocer la coexistencia de dos órdenes: el natural y el sobrenatural (con la matización que a continuación se hace).
En la dimensión más sobrenatural, absolutamente inaccesible para el hombre, está la justicia de Dios, que puede imitarse pero nunca obtenerse; en la natural, la justicia del amigo de Dios y la del agnóstico o del ateo. Las dos últimas están sostenidas por la gracia (recordemos el magisterio del inigualable Doctor Gratiae: que es imposible obrar el bien sin su concurso), pero el amigo de Dios está abierto a un ámbito nuevo que vivifica y lleva a plenitud lo natural. Esa es la justicia santa al alcance del hombre, la venganza santa, la venganza según Dios.
Dios es vengativo. Atrévase el señor Reilly a encararse con Nadab y Abiú, o con Ananías y Safira, y a decirles entre rosas y amapolas –y por qué no, con guitarra española y delicadas melodías–: “Dios os ama, no conoce la venganza”. ¿No reconoce estos versículos: “La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Ahora, pues, maldito seas“? Dios se aíra y castiga; desea y obra el mal del otro como justa venganza.
¿Qué diantre es para I. Reilly el diluvio universal? ¿Y el juicio final? Dios dará mal por mal, castigo por agravio. ¿No es eso vengarse? ¿Qué es entonces vengarse?
Otra cosa es que en el ámbito de la justicia cristiana se excluya el juicio último de responsabilidad, porque pertenece solo a Dios. “No juzguéis y no seréis juzgados“, dijo; quien juzga en lugar de Dios usurpa lo que es suyo. Pero excluir la condena personal del otro no desdice la legitimidad, y la santidad, de obrar el mal por justicia, mal que se torna en bien honesto.
En cualquier caso, es un absurdo rasgarse las vestiduras –el pijama– pretendiendo que hablar de justicia humana es reducir la divina.
Porque con citas de Lutero acababa su joya, desde la “sola fidei, sola Scriptura” del autor, quiero terminar trayendo sobre la nuca de mi buen amigo Reilly aquella cita del Salmo 58:
“El justo se alegrará cuando vea la venganza,
se lavará los pies en la sangre de los impíos.”