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La realidad siempre baila sola (II)

En Filosofía/Pensamiento por

En la primera parte de este artículo hablábamos de una cierta forma de pensar que, movida por una suerte de ethos burocrático, aplana y monopoliza el conocimiento posible, reduciéndolo a la cárcel de cristal de ciertas maneras de hablar de la realidad que hemos equiparado acríticamente con esta sin reparar en la limitación de dichos lenguajes.  Justo lo contrario de este estilo intelectual parapetado tras su falsa seguridad y su pobre imaginación es de lo que se ocupa el físico Christophe Galfard, brillante discípulo de Stephen Hawking, en un impagable libro de divulgación científica titulado El universo en tu mano.

El talento literario de este científico francés permite formarse una idea cabal del estado en que se encuentra la física teórica en la actualidad, en concreto, el punto absolutamente enloquecido y maravilloso al que han llegado los físicos teóricos más audaces en sus explicaciones del origen del universo. Siendo un completo lego en la materia, el libro me ha deslumbrado y me ha hecho reflexionar sobre los asuntos que estoy ventilando en este artículo.

La física teórica ha logrado remontarse más allá del “muro de última dispersión”, del momento en que el universo se hizo transparente y la luz pudo atravesarlo. Superado ese muro, todas las perspectivas dictadas por el sentido común se ven trastocadas y se inicia una viaje apasionante que trataría de entender la relación entre la gravedad y los mundos cuánticos, de captar evidencias empíricas de la materia oscura y la energía oscura, de razonar la posibilidad de que existan otros universos que, como el nuestro, pudieran haber sido creados por sus propios Big Bang.

Los físicos teóricos están buscando una teoría del todo. Pero, y esto es lo esencial para mi argumento, su imaginación va por delante de sus experimentos. Como han llegado a un momento del pasado cosmológico del que, aún, no hay datos verificables, lo que proponen es, asumiendo la opacidad de la realidad a la que se enfrentan, imaginar tantas posibilidades teóricas de explicación, por delirantes que parezcan, como se les ocurran, dejando la corroboración empírica para más adelante. De esta alucinante explosión de creatividad intelectual, ha surgido la explicación más vanguardista de que hoy dispone la física teórica: la teoría de cuerdas.

Nunca ciencia y visión, método e imaginación me han parecido tan cercanos como tras haber leído el maravilloso libro de Christophe Galfard. Donde se demuestra que los científicos más audaces sienten tal pasión por desentrañar los enigmas del universo que no se ponen límites en sus experimentos mentales.

 

 

¿No creen ustedes que las sorpresas de los últimos meses, desde el Brexit hasta Trump, deberían ser aprovechadas con humildad para reconocer, al igual que los físicos teóricos respecto del insondable universo, nuestra ignorancia sobre las sociedades y países en que vivimos?

Si prescindiésemos de tanta petulancia verbal y tanto juicio de expertos, si intuyésemos el “muro de última dispersión” más allá del cual no viaja la luz y todo se vuelve oscuro en el corazón de nuestro presente, quizás, como la física teórica, nos lanzaríamos a imaginar posibilidades interpretativas de la realidad sabiendo el suelo incierto sobre el que nos movemos. Justo lo contrario del adocenado estilo intelectual hoy hegemónico, que, por partir de la incontestable seguridad del suelo que pisa, nos ha terminado enclaustrando en unos lenguajes y, en fin, en un sentido de la realidad banal, reduccionista y absurdo; falto de capacidad para imaginar y teorizar los “multiversos” que engloban nuestras sociedades y países.

 

Si nos atreviésemos a imaginar sabiendo el suelo incierto, podríamos abandonar aquel adocenado estilo intelectual, ese sentido de la realidad banal, reduccionista y absurdo.

 

Esta carencia de aliento interpretativo y esta sobreabundancia de convencionalismos periodísticos y estadísticos, este docto sentido común tan contrario al espíritu heterodoxo y rupturista de la física teórica sería, en parte, el responsable del impacto causado por los últimos e inesperados acontecimientos. Como el experimentado en carne propia por esa votante de Clinton que salió diciendo en la televisión, entre atribulada y perpleja, que no tenía la más remota idea de que existiesen los EE.UU. que habían triunfado en la elección presidencial. El reconocimiento de su ignorancia tiene algo de catártico. El ídolo ha caído y la evidencia del “muro de última dispersión” ejemplificada por Trump y sus huestes victoriosas se le ha hecho traumáticamente presente. Su conciencia, espoleada por el sentimiento de fracaso, le ha revelado la gran amplitud de las cosas. Uno desearía que esta votante se enjugue las lágrimas y trate de imaginar lo que se esconde al otro lado del muro. Posiblemente, no le guste lo que descubra, unos EE.UU. ajenos a sus valores y expectativas, pero el conocimiento obtenido le servirá, al menos, para ver mejor y más lejos.

Yo, por mi parte, elegiría dos extremos de la cadena en este afán por recuperar el método de la incertidumbre y la imaginación: las grandes novelas del siglo XIX y la física teórica de la actualidad (contada a un público lego por autores como Christophe Galfard). Dos extremos desde los que volver a la realidad, cuyo benéfico contacto quizás pueda despertar a los lenguajes del presente, como el éxito de Trump a aquella votante de Clinton, de su ensimismada autocomplacencia. Un buen golpe de realidad para, como diría Edgar Quinet, reabrir el sello de las grandes discusiones. ¿O es que acaso no necesitamos hacer experimentos mentales para entender nuestro presente tan arriesgados como los que realizan los físicos teóricos para descifrar los enigmas del universo?

Quizás, el primer experimento que uno se debería atrever a realizar sea el de asumir todo lo dicho hasta aquí como un acto de dudoso valor. ¿No ha sido esta reivindicación puramente abstracta de un estilo intelectual diferente del de los discursos de especialistas y analistas una forma un tanto ególatra de decir yo soy diferente?

Hablar de audacia, imaginación y aliento interpretativo no pasa de ser una estrategia bastante tópica para singularizarse frente al rodillo mental de nuestras conversaciones públicas. Y ya si uno esgrime el ejemplo de los físicos teóricos como un espejo donde mirarse…Del universo en tu mano pasamos, casi sin transición, a la inteligencia en tu mano…y solo en tu mano. En fin, resulta arduo y aventurado tratar de diferenciarse de los discursos dominantes porque nada es más anodino que la búsqueda de singularidad intelectual.

Imaginando el ‘Caso Trump’

La única manera que se me ocurre de salvar este artículo a punto de despeñarse es lanzar al viento una opinión sobre Trump. Espero que el recientemente elegido presidente de los EE.UU., malo como es, venga en mi ayuda. A su espíritu me encomiendo.

¿Y si Obama fuese el verdadero culpable del éxito del innombrable? ¿No ha dejado Obama una sociedad partida por la mitad y ha cargado a la pobre Hilaria con una misión imposible? A mí, Obama me tiene subyugado por sus maneras, por su prudencia y por su altura intelectual. Se le ve y se le nota un gran hombre. Pero, al igual que la inteligencia puede obstaculizar el camino a la verdad, asunto muchas veces más pedestre de lo que pensamos que demanda no tanto talento como un ánimo terco y obstinado, la presidencia de un país como EE.UU., ¿no demanda algo más prosaico y esforzado, en el sentido pragmático de las virtudes oscuras de un oficio, que el estilo, la altura de miras y las maneras del deslumbrante Obama?

Sin querer hurgar en la herida, mas no olviden que al espíritu de Trump me he encomendado, ¿lo que pasa en Siria y el subidón internacional de gente tan poco recomendable como Putin no son en parte responsabilidad de la elegante prudencia de Obama? Y dentro de su país, ¿qué demonios ha percibido una parte fundamental del electorado para entregarse al discurso de Trump? ¿No habíamos quedado en que EE.UU. había salido de la crisis e, incluso, disfrutaba de una cobertura sanitaria inédita en su historia? Entonces, ¿de dónde ha surgido ese voto polarizado, ese enfado, esos miedos y esa nefasta premonición de que las cosas no terminan de funcionar y de que el futuro resulta muy poco halagüeño, pese a “la audacia de la esperanza” de la era de Obama? ¿La casa ha sido dividida por Trump o, más bien, este se ha beneficiado de una presidencia que ha volado alto, muy alto, casi tan alto que el común de los mortales aún no sabe si Obama, en algún momento, se manchó las manos, sudó, maldijo y se le torció el gesto en la sala de máquinas?

Este sentido un tanto basto y grosero del oficio presidencial, que llegó a su paroxismo con aquel eximio fontanero que fue Nixon, sudoroso y metido en mil sucios berenjenales, parece completamente ajeno a esa pareja de maravillosos bailarines, inteligentes y muy astutos, que son Obama y su señora. Bailan cojonudamente y siempre quedan bien. Son el espejo de lo que nos gustaría ser. Pero esto puede llegar a cansar y Trump nos ha devuelto la impresión de lo que somos: pillos, mendaces, charlatanes, egocéntricos y, si nos dejan, presidentes de nosotros mismos y para nosotros mismos. Quién nos dice que la vuelta a una presidencia sin glamour teñida por las más variadas y justificadas sospechas y liderada por un malqueda peligroso como pocas veces se ha visto en un mundo tan políticamente correcto como el estadounidense no sea el conducto para unir la casa dividida. Los caminos de la política son insondables y, como decía Max Weber, en ocasiones el bien lleva al mal y el mal…sorprendentemente, al bien.

Por cierto, autores tan interesantes como Yuval Noah Harari defienden que, en un futuro más cercano de lo que creemos, los algoritmos de Google y Facebook acabarán con la ficción del individuo orgulloso de su libertad demostrándonos cómo son mucho más capaces que nosotros de acertar en las pequeñas y grandes decisiones de nuestra vida. Pues bien, aunque solo sea como un acto de rebeldía frente a ese futuro de eficacia inapelable que tantas pesadillas nos provoca a algunos, el tremendo error de los estadounidenses al elegir a Trump debería merecer nuestro aprecio y reconocimiento. ¿O acaso dudamos de quién hubiese salido ganador en el supuesto de que los estadounidenses hubiesen votado siguiendo las indicaciones algorítmicas de unas máquinas inmunes a la sentimental inclinación al error del ser humano? Al fin y al cabo, si la democracia conserva algún sentido en el futuro poshumanista que nos aguarda, será el de la posibilidad de equivocarnos en nuestras decisiones políticas como último reducto de la libertad humana.

Perdonen este excurso final, pero es que a mí la física teórica me acelera el pulso.

Luis Gonzalo Díez (Madrid, 1972) se dedica a la enseñanza y a emborronar más páginas de las debidas. Sus gustos y aficiones son tan convencionales y anodinos que mejor no hablar de ellos. Le interesa, más que la política, el pensamiento político. Y ha encontrado en la literatura el placer de un largo y ensimismado paseo a ninguna parte. Ha publicado "Anatomía del intelectual reaccionario" (2007), "La barbarie de la virtud" (2014) y "El viaje de la impaciencia" (2018).

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