Revista de actualidad, cultura y pensamiento

La paradoja de la memoria histórica

En Cultura política/Pensamiento por

Se nos ha dicho por activa y por pasiva que esta es una generación que pretende para sí misma el haber aparecido en medio de la nada. Una generación completamente desvinculada de su propia historia, desligada de sus tradiciones y recorrido histórico, “injusta” para con sus mayores, descastada.

Y sin embargo si uno mira con una pizca de atención los argumentarios y las piezas que construyen las identidades de esta nueva generación descubre no sin sorpresa que los elementos históricos pueblan masivamente la imaginación generalizada acerca de lo político.

¿No hay aquí una contradicción?

Más allá de los factores de los que un psicológo o un psiquiatra tendría mucho que decir y que puedan intervenir en esta extraña combinación de adanismo e historicismo que nos configuran, lo cierto es que sí es posible encontrar un concepto que explica la extraña compatibilidad de estos caracteres.

Se trata de la distinción entre lo que ha venido siendo –al margen de la masa social– la ciencia histórica y lo que el filósofo francés Alain Finkielkraut denomina como ‘memoria‘.

Lo esencial que distingue a la memoria del conocimiento histórico –y aquí probablemente nos apartamos del terreno que pisa Finkielkraut, a quien no he leído aún en profundidad– es que, para la memoria, el sentido y la realidad del devenir histórico son siempre algo totalmente disponible, como disponible aparece para las culturas primitivas la realidad que ilusoriamente creen controlar mediante la magia.

Para el caso de España, lo suculento de una memoria plagada de conflictos, ideales y enfrentamientos todavía latentes ha hecho de ella alimento preferente para los fanáticos que, confundidos por la naturaleza espiritual y no material del sentido histórico, creen por ello estar excusados de la obligación del rigor científico y de la observación cautelosa.

El pasado así prostituido por la memoria ofrece de esta manera al ignorante voluntarioso un elemento valiosísimo al servicio de su voluntad de poder y de la omnipotencia de su deseo, al no encontrar resistencia alguna en aquello que, por naturaleza, es esencialmente espiritual y requiere de ser afirmado para hacerse patente.

Es así como se conjuga en este tiempo el desprecio más absoluto por la historia con el interés exacerbado y hasta insano por las cuestiones relacionadas con el pasado (¿acaso un terror al pasado, como sugiere Rafael Latorre?).

De este modo, lo que se reivindica en la mayor parte de las cuestiones relacionadas con la memoria histórica en el presente poco o nada tiene que ver con una justicia respecto del pasado. Se trata, más bien, del uso interesado de la memoria por parte de un superhombre nietzscheano que pretende imponerse a otros por la vía de la legitimidad.

Se podrá oponer a este discurso la objeción de que detrás late un concepto de historia que sitúa el interés en el pasado en una esfera prácticamente museística, como si se tratara de cubrirla con una urna de cristal para evitar que lleguen sus ecos y obligaciones hasta el presente.

Nada más lejos de la realidad. La historia puede y debe hablar a quien investiga hoy el pasado pero solo y exclusivamente si, como dice el profesor José Luis Villacañas, este “la respeta y la construye como un relato integral”. Respeto que exige, en primer lugar, abordar el estudio de la historia como lo que es: un saber científico.

Pero, en segundo lugar e incluso más importante, requiere abandonar toda tentación de construir la historia como un relato plano, como si –a diferencia de los de hoy– los hombres y mujeres que tejieron nuestro pasado no fueran seres movidos por ideales y creencias, virtudes y debilidades, intereses y motivaciones que son todos ellos irreductibles a una explicación causal y maniquea narrada por un historiador “omnisciente” de los acontecimientos.

Para mirar a los protagonistas del pasado con honestidad, es necesario primero ser honesto con los humanos del presente, no del todo distintos a aquellos.

¿Qué resortes, qué causas nos mueven? ¿Cuáles son los paradigmas éticos de nuestro tiempo? ¿Qué fuentes de información e interpretación manejamos para componernos una idea acerca del mundo sobre el que actuamos? ¿Son fiables? Y, aún resueltas estas y otras preguntas, una última que difícilmente responderemos: ¿Qué hubo en el interior de cada hombre y mujer que participó en el relato histórico?

Todas estas cuestiones, que desmitifican con facilidad la idea de una historia reducida al mito de la memoria, no quitan ni añaden nada al hecho material del bien y del mal que puede y debe efectivamente ser juzgado, pero evitan que la narrativa histórica caiga con facilidad en una dialéctica a la que difícilmente puede reducirse la vida humana, tanto la presente como la pasada.

Es desde esta forma de acercarse al pasado –y no desde otra– desde donde puede hacerse justicia y reparación a quienes siguen sufriendo las consecuencias de los desmanes de la historia, con la garantía de que nadie habrá de apoderarse de la ella y reducirla –porque es una reducción– a mero contrafuerte de una identidad política a medida de los odios presentes.

Lo último de Cultura política

Ir al inicio
A %d blogueros les gusta esto: