Los hijos nos recuerdan continuamente que también nosotros fuimos antes –somos– hijos de alguien. Al menos para mí, la experiencia de ser padre trajo renovada la pregunta o conmoción interior por el origen. Es inevitable. Al mirar a nuestros hijos, al descubrir su fragilidad, su radical desamparo, descubrimos con asombrosa nitidez nuestra enorme deuda, cuya cicatriz llevamos impresa desde el primer momento en ese vestigio gracioso –casi cómico–que es el ombligo.
Sin duda la deuda más fácil de reconocer es la del sustento, la del cobijo físico y psíquico. Pero no quisiera hoy tratar de aquella deuda sino de una menos vistosa y a la vez más esencial, y a la que inevitablemente abordaré de un modo personal: la deuda que tengo con la mirada de mi padre (y donde digo padre puedo escribir también madre). ¿En qué sentido estoy en deuda con su forma de mirar? Se me ocurren al menos dos respuestas que son a la vez formas de dar gracias.
La primera es que, antes de yo reconocerme a mí mismo, él, mi padre, ya me había reconocido como un tú. ¿Qué quiero decir con esto? Que fui para él alguien único, irrepetible, es decir, alguien amado. Ser amado es a la vez ser llamado por mi nombre, rescatado del anonimato, regalado a mí mismo.


Veamos la mirada del padre que ama desde la situación del hijo, pero el hijo recién llegado al mundo, ese que todavía no habla, que no se sostiene sólo, que se aferra al llanto como la única forma de salir de su soledad. Veámosle despertar en medio de la noche en su cuna, sus sentidos adormilados, rodeado de amenazas, sintiendo hambre o dolor, sin reconocer nada de lo que le pasa… Llora con un grito de auxilio. Y entonces la madre o el padre lo recogen suavemente, lo toman en sus brazos y lo consuelan desde una ternura imprevista para ellos mismos, una ternura que los coge –a ellos, los padres– por sorpresa. El hijo sin palabras, sin memoria, es alcanzado por el consuelo hasta apagar el llanto. El padre (o la madre) se mirará asombrado: he sido portador de consuelo para mi hijo. Como si hubiera un corriente de amor más grande que uno porque el padre reconoce que al consolar, él también ha sido consolado; al amar, él también ha sido tocado por el amor. Esa corriente de amor que los ha envuelto a él y a su hijo –y esto es para él, el padre, otro motivo de asombro– ha sido canalizada, a través suyo, hacia el hijo. Un amor infinito capaz de consolar al hijo de la amenaza de su propia finitud. El padre se revela como un testimonio para el hijo de un amor más grande. Su mirada, es la mirada del testigo.
Una segunda mirada que fue mi amparo mientras crecía, es única en cada padre, cada padre tiene la suya. Me refiero a la mirada que cada uno debe ganar en su vida, a base de un esforzado bracear con el mundo. Los hijos se sostienen en la mirada del padre, en cómo el padre mira. Allí, en su mirar, aprenden cosas esenciales que luego podrán incorporar al suyo propio. Es uno de los mayores legados que los hijos podemos recibir de un padre. Y a la vez, cuando los roles cambian, el preciado legado se vuelve tarea apasionante: sepan padres, que los hijos se sostienen en su mirada. ¿Cómo miras al mundo, a tu prójimo, a la madre de tus hijos, al dolor, al bien, a la muerte, al trabajo, a la vida? Porque en ese horizonte que se abre ante tus ojos, apoyándose en silencio, en lo invisible, comienzan los hijos a ponerse en pie.
Si tuviera que rescatar al menos una de las evidencias que me dejó huella en la mirada de mi padre, fue su mirar esperanzado, aún en medio de los dolores y abismos que la vida puede traer. En su esperanzado mirar, percibía yo la firmeza de sus convicciones, y la mayor de todas: que el bien merece todos los dolores; pero percibía también un rotundo gracias que no lo abandonó jamás, tanto en los buenos momentos como en los malos. Y este mirar agradecido es para un hijo una fuente de confianza enorme, que disipa las sombras hostiles del mundo exterior al hogar, o más bien: que ensancha y abre el hogar hasta abarcar el mundo y hacer de él una casa.
Por ello, quisiera acabar esta breve reflexión diciéndole dos veces a mi padre (y tal vez tú al tuyo): gracias.

