El atentado yihadista de Cataluña volvió a poner sobre la mesa la cuestión de la naturaleza de este tipo de terrorismo. Un pensador como Edmund Burke quizá pueda ayudarnos a dirimir esa cuestión en la medida en que su reacción contra la Revolución francesa despliega una serie de visiones y argumentos no desdeñables a la hora de profundizar en la esencia del terrorismo islámico.
Evidentemente, no pretendo decir que, en Burke, se halle la solución del enigma, sino que, en nuestra historia intelectual, disponemos de marcos conceptuales adecuados para dotar de complejidad y hondura a nuestros análisis del presente. Desde la perspectiva del pensador irlandés, cabe descubrir una afinidad entre el jacobinismo y el yihadismo que, con todas las cautelas y matices, dadas las inmensas diferencias entre uno y otro; permite poner el énfasis en la ideología como clave interpretativa fundamental.
En sus postreras reflexiones sobre la Revolución francesa, conocidas con el nombre de Letters on a Regicide Peace y publicadas entre 1795 y 1797, Edmund Burke trata de iluminar al gobierno británico y a las Monarquías europeas sobre la naturaleza exacta del mal revolucionario. Dicho mal, cuya expresión pura es el jacobinismo, constituye una “doctrina armada” con pretensiones universales que dilucida su analogía más evidente en la historia religiosa. La Revolución formaría parte, en sus aspectos proselitistas, en su afán por instaurar un nuevo orden social y político que traspasase las fronteras establecidas, en su deseo de crear un hombre nuevo liberado de las excrecencias del pasado, de aquella historia y, por ello, la reacción contra la misma debería asumir su identidad doctrinal y armada a fin de combatirla adecuadamente.
El espíritu del jacobinismo se nutriría de una “dreadful energy” que aboca a un tipo de guerra diferente de la tradicional. El jacobinismo, entendido por Burke como el elemento fundamental y persistente de la Revolución, no buscaría una mera sucesión de conquistas territoriales que permitiesen una redefinición ventajosa de las fronteras para Francia pues su impulso es ideológico. Es decir, aspiraría a la modificación completa del orden social y político europeo a partir de un entendimiento radical de la democracia y de una oposición regicida a la monarquía.
La guerra ideológica planteada por los jacobinos se caracterizaría por una virtud bárbara y fanática, por una “energía” imparable que se abre camino en el seno de las naciones enemigas mediante el uso sistemático de la propaganda. Si a algo temía Burke era, precisamente, al ejército de acólitos que el jacobinismo podía ir reclutando en un país aparentemente tan invulnerable como Gran Bretaña mediante el empleo astuto y eficaz de la propaganda. Ejército que volvía anacrónica la distinción entre el nacional y el extranjero ya que, a partir de ahora, debido al proselitismo jacobino y a sus aspiraciones revolucionarias universales, el enemigo se hallaría tanto fuera como dentro del propio país.
Si a algo temía Burke era al ejército de acólitos que el jacobinismo podía reclutar y que volvía anacrónica la distinción nacional. El enemigo se hallaría dentro y fuera del país.
Los jacobinos tienen una cosa, aseveraba Burke, solo una cosa, pero por eso son superiores a las monarquías europeas. Ellos tienen “energía”. La misma voluntad implacable mostrada por la célula terrorista responsable del atentado de Cataluña.
Burke nos induce a poner el foco en la mente de los terroristas y a calibrar el significado político de dicha mente y las reacciones políticas que demanda tal significado de parte no solo de las autoridades, sino, también, de la opinión pública. Los terroristas islámicos, sean adultos o jóvenes, hayan nacido en Occidente o fuera de Occidente, estén integrados o no lo estén en la sociedad de acogida, han dado sobradas muestras de poseer aquello que Burke, con espanto, atribuía a la mente jacobina, a la doctrina armada de la revolución: una “dreadful energy”.
Nos enfrentamos a hombres adiestrados en un rigor y autocontrol mentales extremos y despiadados. El rigor y control a los que se llega una vez persuadidos de la pureza de las creencias que motivan determinadas acciones asesinas. Los terroristas, no conviene olvidarlo, actúan como héroes de conciencia que han seguido un camino ascendente hacia un ideal de perfección. No hace falta ser un experto en temas islámicos, y yo no lo soy, para comprender que el salto al vacío de un joven desde la idea sembrada y cosechada en su cabeza hasta el asesinato de inocentes y la autoinmolación remite, en última instancia, al veneno del entusiasmo religioso, de una interpretación ultraortodoxa del islam.
En ocasiones, parecemos haber olvidado lo que el entusiasmo, como fuerza ideológica, puede llegar a crear y legitimar. Burke entendió, jacobinismo mediante, aquello que, antes que él, un Hume ya había identificado en los puritanos ingleses más radicales: la llama febril de un estado de gracia que insta al creyente a sublevarse contra el orden establecido en nombre de un ideal subjetivo.
Fuese lo que fuese lo que el imán de Ripoll transmitió a los jóvenes en sus reuniones secretas, uno puede estar seguro de que inundó su espíritu de un ciego y justiciero entusiasmo de raíz islámica que apela a un purificador regreso a los orígenes a través del terror contra los infieles como medio para imponer una dominación universal. De ahí que el problema planteado por la “dreadful energy” del terrorismo islamista sea, por encima de cualquier otra consideración, un tumor que prolifera en esos “huecos de la mente”, como diría Galdós, donde la intensidad psíquica de la convicción provoca que la realidad exterior pierda su solidez humana y se transforme en una oportunidad para crear, desde el caos, un mundo justo y renovado. Mundo que emana de una extrema vivencia subjetiva y que constituye un “delirio de la presunción” al que, según Hegel, se precipitan las almas prevalecidas de su propia pureza.
Desde el Burke de las Letters on a Regicide Peace, cabe contemplar el yihadismo como una metamorfosis del terror que, con toda su singularidad, formaría parte de la historia contemporánea. Vanguardias ideológicas, adoctrinamiento, virtud bárbara y fanática, asesinatos de masas…todos estos ingredientes son ya conocidos en nuestra historia más reciente, si es que acaso no hemos terminado de olvidar “el olvidado siglo XX”, aunque se combinen hoy en día de una manera diferente en un nuevo contexto histórico materializándose como una versión ideológica integrista y exterminadora del islam.
Pero, más allá de esos ingredientes y de su particular combinación, lo que pensadores tan sobresalientes como Burke y Hume establecieron de una manera definitiva fue la inmensa importancia filosófica y política que debe atribuirse a la mente humana, a lo que sucede dentro de la mente humana, a la fascinación que un entusiasmo purificador y regenerador puede llegar a ejercer sobre la misma.
Casos como el de los jóvenes terroristas de Ripoll y, en general, todo lo que hoy concierne a ese polvorín en que se ha convertido parte del mundo islámico, lugar de origen del terrorismo más letal y expansivo de la actualidad, seguramente habrían captado su atención con la misma intensidad que la captaron los puritanos y los jacobinos. Pues, en el abrumador asunto de una conciencia que, persuadida de su beatitud, convierte en terrible realidad su utopía mental, se ponen en juego algunas de las cuestiones filosóficas y políticas más definitorias de lo que, tristemente, podemos llegar a ser y algunos de los rasgos más significativos y tenebrosos de la historia contemporánea. Entre otras, la asombrosa cuestión de cómo las creencias son capaces de gobernar nuestros actos, de qué manera las ideas, los símbolos, las imágenes y las palabras pueden llegar a determinar nuestra conducta. Lo que obliga a conferir un valor autónomo al papel que desempeñan la ideología y la propaganda de raíz religiosa en el yihadismo y a no oscurecer dicho papel con explicaciones sociológicamente rudimentarias y traídas por los pelos.
El terrorismo islamista nos obliga a conferir un valor autónomo al papel político de las ideologías y creencias, a no oscurecerlo con explicaciones sociológicas rudimentarias.
El adoctrinamiento y el fanatismo islámicos no son meros reflejos o epifenómenos de la concreta situación social en que se encuentra el aspirante al martirio. La mente humana, tal y como nos enseñan la mejor filosofía y literatura, es proteica y, por tanto, aun estando siempre influida por las realidades materiales de la vida, es capaz de dar diversos significados y extraer diferentes consecuencias de una misma realidad material. De ahí que el terrorismo islámico sea, hasta cierto punto, independiente de hechos tales como la integración o falta de integración del terrorista, de su nivel educativo o de su condición económica. Motivo de que dicho terrorismo, más allá de los factores estructurales que lo circundan, deba ser definido como un problema religioso e ideológico que, en primer término, apunta a las comunidades y países musulmanes en cuyo seno se gesta.
Así como el nazismo, pese a todos los tratados de Versalles que queramos invocar, constituyó un problema alemán explicable desde las particulares circunstancias de Alemania; el yihadismo, pese a todas las responsabilidades occidentales que queramos esgrimir, constituye un problema musulmán relacionado directamente con las mutaciones contemporáneas del islam y su transformación en una plataforma ideológica mesiánica y redentora, propagandista y terrorista. Justo a lo que Burke, con el jacobinismo en mente, llamaba una “doctrina armada” que habría de combatirse sin tregua ni desmayos.