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La destrucción de lo propio

En Pensamiento por

El 17 de febrero de 1998 falleció Ernst Jünger a los 102 años de edad. El vigésimo aniversario de su muerte pasó poco advertido para la crítica y la opinión: la primera versión de este mismo texto, publicada oportunamente para la efemérides, no parece haber ayudado mucho a su memoria.

El pensador guerrero

Protagonista y a la vez testigo de los acontecimientos más importantes del siglo XX -desde la agonía de la Belle Époque a la consolidación del orden mundial posterior a la caída del Muro de Berlín- el prolífico escritor de Heidelberg nos legó un corpus de memorias, ensayos y novelas que muestran el ejercicio persistente de un temperamento reflexivo en medio de la tormenta del mundo.

Es imposible dar aquí un panorama con pretensión de integridad de su fascinante obra y su agitada vida. Apenas es posible rescatar aquí un pasaje de ese vibrante y monumental testimonio que es Tempestades de acero, un libro que recoge sus experiencias como combatiente durante la casi totalidad de la Primera Guerra Mundial.

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Publicada en 1920, se trata de una obra juvenil y de debut, concebida a partir de sus diarios personales y que fue repetidamente reescrita durante cuatro décadas, conforme se sucedían las ediciones.

En las primeras versiones del texto se advertía no solamente una fuerte pulsión nacionalista y de exaltación de la guerra como experiencia transformadora, sino también la idea de que la humanidad se dirigía a una nueva fase evolutiva. Para Jünger -pensador (también) de la técnica- el uso frecuente de las máquinas y las posibilidad de la destrucción sistemática produciría un hombre guerrero-trabajador, insensible, cruel, inmune al sufrimiento.

Con el tiempo hubo de modificar sustancialmente esta tesis. Un ejemplo temprano es el brillante ‘Ensayo sobre el dolor‘, publicado en 1934. Aún así, pueden encontrarse en ‘Tempestades de acero‘ unas observaciones filosóficas muy profundas, que poseen una validez inmarcesible. Es el caso de la narración de la apresurada retirada del ejército alemán ante la ofensiva británica del Somme, en 1917.

Jünger describe la situación que se vivía en esos pueblos bajo ocupación, que se habían convertido en el hogar de las tropas invasoras. En ellos se realizaban tareas de logística y apoyo de las unidades que se encontraban en el frente, eran lugar de entrenamiento de las tropas de relevo, curación de heridos y descanso de los agotados soldados que regresaban de las trincheras.

Ante el avance del enemigo las tropas alemanas reciben la orden de destruir todo recurso que pudiera ser aprovechado por el enemigo: táctica de tierra arrasada.

Las aldeas que habíamos atravesado a nuestra llegada parecían ahora grandes manicomios. Compañías enteras se dedicaban a derribar y romper paredes o a subirse a los tejados y machacar las tejas. Talaban árboles, rompían cristales; nubes de humo y polvo se alzaban alrededor de enormes montones de escombros. Soldados vestidos con trajes de caballero o de señora abandonados por los habitantes, y tocados con sombreros de copa, corrían como locos de un lado para el otro. Con la perspicacia peculiar de los destructores sabían encontrar las vigas maestras de las casas, ataban a ellas cuerdas y luego tiraban, con gritos acompasados, hasta que el edificio se derrumbaba con estruendo. Otros blandían grandes martillos y machacaban todo lo que se les ponía por delante, desde una maceta colocada en el alféizar de una ventana a la artística construcción de vidrio de un invernadero.

Hasta la Posición Sigfrido todas las aldeas eran un montón de ruinas; todos los árboles estaban talados; todas las carreteras, minadas; todos los pozos envenenados; todos los cursos de agua, represados con diques; todos los sótanos volados con explosivos o convertidos en lugares peligrosos merced a las bombas allí escondidas; todas las vías férreas, desmontadas; todos los cables telefónicos, arrancados; todo lo que podría arder, quemado. En suma, transformamos en un yermo la tierra que aguardaría al enemigo cuando este avanzase.

Lo que allí se veía recordaba, como he dicho, un manicomio; y como éstos, producía un efecto mitad cómico y mitad repugnante. Aquellas destrucciones fueron funestas también para la disciplina de la tropa, como enseguida pudo notarse. Allí fue donde por vez primera vi la destrucción planificada, un tipo de destrucción con el que luego en la vida habría de tropezar hasta la saciedad. Esta clase de destrucción que está funestamente vinculadas con las concepciones economicistas de nuestra época, ocasionan al destructor más daño que beneficios y no reporta ningún honor al soldado.” (Tempestades de Acero, Tusquets, 2008, p. 134).

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Autodestrucción

El vívido relato concluye con una observación inquietante. La guerra está inevitablemente asociada a la destrucción no solamente de vidas, sino también de bienes materiales, de símbolos, de ideas y creencias. Se supone que esa destrucción es causada al enemigo o por él.

Por el contrario, la posibilidad de destruir los propios bienes para evitar que caiga en sus manos no resulta tan evidente. Pues bien: para Jünger, esa demolición programada iba más allá de su puro aspecto material estratégico. Constituía una contraproducente autodestrucción del principio de organización del ejército, de la moral del soldado.

Esa demolición programada iba más allá de su puro aspecto material estratégico. Constituía una contraproducente autodestrucción del principio de organización, de la moral del soldado”.

Jünger da cuenta así del proceso de deshumanización que se dio en los últimos años del conflicto: él le llama la fase material de la guerra. Sería posteriormente teorizada por el General Ludendorff, integrante del Alto Mando Alemán, en su libro ‘La guerra total‘. En adelante la victoria militar consistiría esencialmente en el doblegamiento económico del esfuerzo de guerra enemigo.

Pero además su observación es agudamente antropológica: el hombre tiene la necesidad de llamar hogar a algo, a considerar algo como propio, aunque sea en una condición de precariedad, como es la de un caserío ocupado por una torpe y juvenil soldadesca.

Ese hogar puede ser una relación con un grupo humano, un lugar, un conjunto de objetos, unos hábitos, unas creencias. Forzar al hombre a destruirlo es destruir su humanidad, su condición de persona. Se sabe desde la Antigüedad: para quebrar la resistencia de un pueblo bastaba con forzarlo a dejar su tierra o sus costumbres.

Forzar al hombre a destruir su hogar es destruir su humanidad”.

Eso también es cierto desde el punto de vista personal. Contra lo que sostiene el lugar común, la supuesta disyuntiva entre ser y tener no es en absoluto sencilla de resolver: sobre todo porque es engañosa.

El mundo como hogar

Fuera de la certeza y la seguridad de los países centrales y de las concentraciones urbanas globalizadas de los países periféricos, el resto del mundo se va pareciendo a algo a lo que difícilmente pudiéramos llamar hogar.

Se está operando una degradación de esos grandes territorios como espacios humanos y humanizados a través de una funesta y contradictoria combinación de factores que en su mayoría provienen del mundo desarrollado: explotación económica con externalidades negativas en materia humana y medioambiental, barreras proteccionistas de los países centrales que impiden el desarrollo económico de los países periféricos y políticas asistenciales que perpetúan la dependencia y enervan las fuerzas de adaptación e iniciativa de esas poblaciones (no, una nursery no es un hogar).

Hasta el momento, los términos de la transacción del mundo desarrollado consistieron en percibir grandes beneficios de esta compleja situación a costa de acoger en su territorio los excedentes humanos de estas dinámicas: la inmigración. Se les proveía un hogar sustituto a los desplazados por la destrucción que se viene dando en sus lugares de origen. En este intercambio se obtenía un beneficio adicional, al servir estas masas de población como sustituto a una demografía declinante y como recurso disponible para empleos que los nativos ya no querían hacer.

Pero el Occidente opulento parece estar tocando el límite económico y cultural de su capacidad de asimilación de población extranjera: el crecimiento económico se desacelera y las asimetrías culturales que permiten la asimilación de población extranjera se están reduciendo. Los recién llegados no tienen adónde regresar, pero en sus lugares de destino tampoco encuentran un hogar: reaparece el ghetto como modo de fragmentación del espacio público.

El desafío de Occidente, más allá de las evidentes dificultades de orden práctico y técnico de la empresa, parece claro: el único camino es contribuir activamente a la rehumanización de esos grandes espacios, a la posibilidad de que sean nuevamente hogares en los que las sociedades, las familias y las personas puedan llevar sus vidas en paz y libertad. Las políticas necesarias deben trascender las vulgares y fracasadas respuestas asistencialistas.

Hogar y familia son conceptos equivalentes. Si no tenemos un lugar en el que descansar después de nuestras aventuras por el mundo, en el que reencontrarnos con los nuestros, distendernos y tomar fuerza para emprender la tarea del día siguiente –Rafael Alvira define a la familia como “el lugar al que se vuelve”- estaremos condenados a vivir extraviados, despojados irremediablemente de nosotros mismos.

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Héctor Ghiretti es doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra, investigador adjunto del CONICET (área de Derecho, Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales) y profesor en diversas universidades latinoamericanas. Es autor de los libros "La izquierda. Usos, abusos, precisiones y confusiones" (2002) y "Siniestra. Sobre la izquierda política en España" (2004). Y cerca de 300 publicaciones, contando "papers" en revistas científicas, reseñas bibliográficas, artículos en revistas culturales y periódicos. Columnista habitual de los periódicos argentinos "La Voz del interior" y "Los Andes" y comentarista de Cadena 3.

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