Todos estaremos de acuerdo en que la desigualdad forma parte de la naturaleza social del hombre. A lo largo de la historia ha habido en todas las civilizaciones condiciones de desigualdad, ya sea por esclavitud, castas, estamentos o clases sociales. Ya lo dijeron Rousseau o Tocqueville. Parece que aunque seamos libres e iguales por naturaleza, incluso buenos, estamos avocados a sumirnos en esas diferencias sociales que rechazamos profundamente y que, sin embargo, chocan continuamente con nuestro deseo de diferenciarnos, de autoafirmarnos, de ser otro diferente de ese uno que tengo delante.
Antes de esta época a la que llamamos moderna, nuestros hermanos los hombres no estaban obsesionados con la desigualdad, sencillamente porque entendían que había unas desigualdades que debían ser asumidas.
El cambio decisorio se produce en Europa en los siglos XVI y XVII, con la aparición de la Teoría de los Derechos Naturales, una corriente filosófica y jurídica que promulgaba que todos los hombres son libres e iguales. El único “pero”, dirían posteriormente, es que están encadenados por las estructuras sociales y la división de la población en estratos. En definitiva, surgiría de dicha teoría un planteamiento de la desigualdad como si se tratase de una realidad exclusivamente creada por el hombre.
A partir de ahí se entiende el marxismo o el comunismo como respuesta (por utópica que sea) a esa construcción humana articulada y sostenida por la más absoluta maldad de los gobernantes e instituciones. Y se debería llegar a una conclusión casi evidente: “si la igualdad depende de las
estructuras sociales, entonces se puede lograr la utopía”.
A día de hoy afrontamos la desigualdad de la misma manera: en términos de condiciones sociales. Parece que si cambiáramos determinadas condiciones o estructuras sociales, no habría paro, no habría machismo, no habría pobreza, no habría, no habría, no habría, si hubiera, si hicieran, si quitaran…
En cierta medida, todo esto no deja de tener una base real.


Sin embargo, hay un problema en esta forma de contemplar la desigualdad que podemos entender a partir de nuestra experiencia: me doy cuenta de que soy más o menos inteligente que otro, se me dan mejor o peor las relaciones sociales, he nacido guapo o feo…
¿Se imagina que su compañero de trabajo un día se quejara a su jefe porque no es justo que usted tenga proyectos de mayor responsabilidad? Todo porque tiene usted unas habilidades concretas que él no posee y que, por lo tanto, no juegan en condiciones de igualdad.
O que, por favor, que se callen los listos en clase, que si participan unos pocos y dejan en evidencia a los que no lo hacen, crean desigualdad. O que tiene que haber un equilibrio numérico entre hombres y mujeres en una empresa. Se asocia, sin razonar, que todo eso una ofensa. Como si la dignidad de esas personas dependiera de sus capacidades.
Es necesario recordar que el hombre es un ser complejo y libre y que, por lo tanto, hay muchas cosas que nos vienen dadas y muchas decisiones (diría la gran mayoría) que quedan al margen de lo que unas estructuras sociales puedan o dejen de controlar. Asumir lo que somos no es resignación, es realismo.
Y es que si vamos a nuestra experiencia y a lo que un profesor mío muy querido llama “la inteligencia del pasado”, nos damos cuenta de que estamos metiendo todo en el mismo saco. La lucha política por la igualdad de derechos y oportunidades, bien. Pero esa lucha casi histérica por dividir todo en la mitad, la discriminación positiva o esa cultura de odio hacia lo que no es lo mío o lo que no tengo, refleja un juicio nublado por la ideología, que toma una parte de la realidad y la convierte en muestra absoluta de la que extraer un juicio, también absoluto.
La sociología se ha dedicado a estudiar estos cambios estructurales, pero esta ciencia social tiene –o debería tener– bien claro que el hombre y los fenómenos sociales no se explican únicamente por las estructuras que dan cauce o coartan ciertos aspectos de la vida pública o privada.
Seamos claros, lo que a menudo pedimos, en el fondo, es que se nos solucione la vida, que seamos felices y que otros lo sean. Porque si no a nosotros, los posmodernos, no se nos iría la vida en el tema de la desigualdad como a menudo parece. Y es una petición curiosa: por una u otra vía, el hombre acaba siempre buscando algo externo que dé respuesta a su existencia.