En octubre de 1926 atraca en el puerto de Nueva York un carguero que contiene una mercancía especial. Se trata de 20 piezas del escultor rumano Constantin Brancusi, entre las que se encuentra Pájaro en el espacio. Cuando el funcionario de aduanas revisa la carga para aplicar la tarifa aduanera correspondiente, no duda en aplicar el artículo 399 de la Tariff Act de 1922, que obliga al propietario a satisfacer el 40% del valor estipulado de la mercancía, en vez del 1.704, por el que quedaban exoneradas de pagar aranceles las esculturas o estatuas originales de las que no existen más de dos réplicas o reproducciones. La misma legislación aportaba ciertos criterios para interpretar los términos “escultura” o “estatua”: producciones de escultores profesionales en alto relieve o en relieve, en bronce, mármol, piedra, tierra cocida, marfil, madera o metal, ya sea talladas o esculpidas, y en todo, caso trabajadas a mano.
Ante las protestas del autor y sus acompañantes, el funcionario es taxativo: se trata de un artículo manufacturado en serie. Pájaro en el espacio no era por tanto una obra de arte según el funcionario, que en ese momento, inconscientemente, traspasaba sus prerrogativas legales y llegaba hasta la crítica artística.
Tras el revuelo lógico animado por los periódicos de la época, llegó el turno de los procedimientos judiciales. Se toman como peritos a importantes artistas y críticos del momento.


El ministerio fiscal motiva que no se trata de una obra de arte, “porque no despierta ninguna reacción emocional de carácter estético. Es demasiado abstracta”. También utiliza como argumentos la total desvinculación del título de la obra con la obra en sí, siguiendo la directriz clasicista de la imitación de los objetos naturales y de que el título designe a las cosas.
La defensa, además de presentar a sus “peritos” que no dudan en afirmar que sí les despierta un sentido de belleza y un sentimiento de placer, opta por la declaración del mismo Brancusi que contesta que el objeto es original, que es producción de su obra como escultor profesional, que ha sido realizada en cuanto tal, y que no es un objeto útil.
Dos años más tarde el tribunal falló a favor de Brancusi. Pájaro en el espacio sí era una obra de arte. Una decisión jurídica se había convertido en un juicio estético. Y había reparado consecuencias pragmáticas y traslucía la quiebra de la representación de motivos naturales.


Hace tiempo contaba en El blawg de los tres pasos la experiencia de Bill Viola y Dam Flavin en la frontera inglesa, o el cómic de Mahler, La teoría del arte versus la señora Goldgruber (en España está editado por Sinsentido).
“O en otras palabras, el gusto en cuanto capacidad universal para discernir lo que denominaban la belleza o lo estético en la naturaleza y en las artes, es vivenciado de distinta manera tanto por cada uno de nosotros como socialmente. Desde luego, el pensamiento empirista inglés puede vanagloriarse de ser pionero al proclamar la universalidad y al mismo tiempo afirmar el derecho a las diferencias irreductibles de los gustos sobre la base de desvelar las operaciones psíquicas que subyacen a los juicios lógicos y a los juicios estéticos: entre mil sentimientos despertados estéticamente por un objeto todos serán correctos, dado que ninguno de ellos representa lo que hay verdaderamente en el objeto; entre otros tantos juicios lógicos sobre ese mismo objeto sólo uno puede ser verdadero”. (MARCHÁN FIZ, S. Centro y periferia en la modernidad, la postmodernidad y la época de la globalización. en Seminario del Pensamiento Atlántico, Centro y periferia en la época de la globalización, l.c., pp.88-110).
La Ilustración, la emancipación global del hombre, comporta la disolución de la idea clasicista. El conocimiento de otras culturas termina con la concepción global del gusto. Ya no hay uno universal y aplicable a cualquier tiempo y lugar.
El goce de la obra
El régimen de Propiedad Intelectual, ya que si una obra no cumple los requisitos para ser “objeto de la propiedad intelectual”, quedará fuera del “goce de la obra”, y supondrá la exclusión de una obra de este régimen, lo que llevaría a la casi total pérdida de legitimación social de la misma.
El artículo 2 de la Ley de Propiedad Intelectual (en adelante LPI) afirma que: “La propiedad intelectual está integrada por derechos de carácter personal y patrimonial, que atribuyen al autor la plena disposición y el derecho exclusivo a la explotación de la obra, sin más limitaciones que las establecidas en la ley”.
Como subraya Lacruz, “la propiedad intelectual es un derecho subjetivo unitario, pero de naturaleza proteica. Está compuesto o integrado por una serie de facultades, prerrogativas o posibilidades concretas de actuación, comunicables unas a terceros y otras no, pero todas comprendidas originariamente bajo un solo concepto, relativas a un peculiar objeto, y en específica relación con la persona del creador, con la cual (aunque en parte puede despiezarse y transferirse), se halla nuclearmente vinculado, siendo ese núcleo no desplazable a sucesores a título particular el que delimita o mediatiza las posibilidades del adquirente del derecho de explotación”. (BERCOVITZ RODRÍGUEZ CANO, R (ed). Comentarios a la Ley de Propiedad Intelectual. Tecnos. Madrid 1996. Pág 22).
Efectivamente la propiedad intelectual comporta para el autor una serie de derechos morales (intransferibles) y unos derechos de explotación, que aunque transmisibles, “siempre permanecerán in caput auctoris, en manos del autor-cedente los derechos morales que, en ocasiones, pueden mediatizar o condicionar seriamente el ejercicio de los derechos de explotación por parte de los cesionarios”. (RODRÍGUEZ TAPIA, JM, y BONDÍA ROMÁN, F. Comentarios a la Ley de Propiedad Intelectual. Civitas. Madrid 1996. Pág 18)
Aunque se lo lleve en el nombre, la propiedad intelectual no es exactamente un derecho de propiedad. Su adquisición (el mero hecho de la creación), su temporalidad y el aspecto personalísimo que suponen los derechos morales así hacen pensar. Mejor podríamos hablar de un goce o derecho exclusivo a la explotación de una obra. Es decir, si la obra creada entra dentro de la definición objetual de la LPI, se otorga al autor un derecho exclusivo sobre la misma.
Ese goce se configura como un ius prohibendi, que consiste fundamentalmente en impedir a los no titulares realizar determinadas actividades sobre las mismas.
La creación intelectual sólo puede ser utilizada a través de su exteriorización, pero no tiene que identificarse con esta. Y puede exteriorizarse en un gran número de ocasiones. Luego la propiedad intelectual es un monopolio paradójico: no está limitado por la extensión de su objeto ni se agota con su posesión. “Es decir, las obras intelectuales son susceptibles de un goce plural, solidario, íntegro, y simultáneo por parte de un número indefinido y casi ilimitado de personas a través de las sucesivas multiplicaciones de sus soportes o cosas materiales en las que se incardinan y manifiestan” (RODRÍGUEZ TAPIA, JM, y BONDÍA ROMÁN, F. Comentarios a la Ley de Propiedad Intelectual. Civitas. Madrid 1996. Pág 23).
El Derecho tendrá que remitirse necesariamente a disciplinas ajenas para poder definir el objeto al que se refiere. Cuando su objeto es la cultura (con toda la extensión que tiene este concepto hoy en día), tiene a su disposición la Historia, la Historia del Arte, la Filosofía, la Sociología o la Antropología, entre otras muchas. Así, la Propiedad Intelectual puede definir lo original, como criterio fundamental para saber si podemos aplicar su régimen que supone la protección y posibilidad de obtención de beneficios a partir de una obra. El Derecho no nos dice si se trata de arte o no, pero la exclusión de una obra de dicho régimen supondría casi la total pérdida de una legitimación social de la misma. ¿Podrá entonces el Derecho suponer un ámbito para la definición estética del arte?