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Historia de una ciudad: Michael Sandel y la Justicia

En Filosofía/Pensamiento por

“El tiempo pasa… Nos vamos poniendo viejos…”, cantaba Mercedes la negra Sosa allá por 1982, en una de esas canciones que escuchas durante la infancia y no olvidas jamás. Ahora que soy adulto, y me he desprendido de las cosas de niño —que diría San Pablo— podría añadir que no sólo me hago viejo. También menos ingenuo. Y más escéptico. Cada dos por tres me encuentro con adultos a los que les ha ocurrido lo mismo. Pero ignoro si esta metamorfosis es universalizable.

 La mirada ingenua del niño

El curso pasado concluí la lectura de Justicia. ¿Hacemos lo que debemos?, el libro que dio a conocer a Michael Sandel al gran público en 2009. Dicha obra, en realidad, era la versión escrita del muy popular curso de Razonamiento Moral que el propio Sandel lleva impartiendo en Harvard desde mediados de los años 80. En 2005, dicho curso se grabó en video y, rápidamente, se convirtió en uno de los más seguidos en las plataformas online de educación abierta. Más aún, supuso todo un aldabonazo para la popularidad de Sandel, quien, desde entonces, no hace más que recorrer el mundo dando conferencias en estadios, anfiteatros y catedrales.

A mi esta ola me llegó a mediados de 2011, cuando un entusiasta profesor de Filosofía me recomendó atender al libro de Sandel. “Usa ejemplos muy actuales para explicar problemas morales y, además, argumenta de una manera que deja espacio para una ética objetiva”, me vino a decir. Mi natural curiosidad me llevó a hacerme con el libro, leer su arranque, hojear el resto de sus páginas… y usarlo en clase, por supuesto.

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Su primer capítulo es, digámoslo sin ambages, excelente, pues ofrece un mapa atractivísimo del resto de la obra y exhibe con gran maestría el método de Sandel, basado en el comentario de casos, algunos hipotéticos (del estilo ¿qué haría usted si condujera un tranvía sin frenos y divisa a un grupo de obreros arreglando las vías?), la mayoría reales (el huracán Mitch, la crisis económica de 2008 o la dramática historia del teniente Marcus Lutrell, que más tarde sería llevada al cine en El único superviviente).

El propósito del libro —y del curso— es claro desde el principio. Si las cuestiones que más nos preocupan son aquellas referidas a qué debemos hacer en el seno de nuestras relaciones interpersonales, ¿qué puede aportar la filosofía al respecto? Quizá no mucho en cuanto a soluciones prácticas, pero sí —como indicaba Sandel en la primera lección en video— algo de autoconocimiento. “La filosofía”, decía a su auditorio, “nos sacude porque nos enfrenta con lo que ya sabemos” y “nos aleja de lo familiar no mediante el suministro de nueva información sino invitando y provocando una nueva forma de ver. Aquí está el riesgo, en que una vez que lo familiar se vuelve extraño, nada vuelve a ser igual”.

Tampoco aporta la filosofía muchas soluciones al debate político, ciertamente. Pero, al menos, decía Sandel, examinando las principales tradiciones de pensamiento moral, quizá podamos aprender algo acerca de las maneras con las que habitualmente enfocamos las controversias éticas, políticas y sociales que copan nuestra atención periódicamente.

Dicho y hecho, Sandel la emprende con el utilitarismo en el capítulo 2 (lo justo es aquello que produce mayor felicidad al mayor número) y con el contractualismo en los cuatro siguientes, ya sea en su versión liberal o libertaria (lo justo es aquello que resulta de la libre voluntad de las partes), ya sea en su versión socialdemócrata o igualitarista (lo justo es aquello que acordarían libremente las partes en una situación de partida similar).

A la vista está, Sandel sigue un orden bastante canónico y similar al de otros cursos de Ética en el ámbito angloamericano. Con la circunstancia de que la tercera tradición de pensamiento moral —la ética de la virtud— se aproxima a su propia posición, la cual desarrolla en los tres últimos capítulos del libro como una suerte de aristotelismo actualizado por el comunitarismo de Alasdair MacIntyre y a favor de una política del bien común, dependiente de un gran Estado capaz, gracias a sus iniciativas (educación, ejército, servicio comunitario) de suscitar una preocupación por el conjunto de la sociedad, limitar la mercantilización de la existencia, reconstruir la vida cívica y afrontar las grandes cuestiones éticas de nuestro tiempo.

 Y la reflexión más recelosa del adulto

Es providencial que haya tardado tanto tiempo en terminar este libro. Pues, de entrada, todo lo que dice suena de maravilla. Todo. Su exposición de los puntos de vista de otros, sus ejemplos, sus preguntas, sus críticas o —en el curso grabado— el modo en que ordena las respuestas de sus alumnos… Si algo queda claro, incluso en su versión escrita, es que Sandel tiene un gran talento pedagógico.

No creo que se halle a la altura de Sócrates —con quien muchos le comparan— pero, desde luego, posee un estilo seductor y digno de elogio. Más si cabe teniendo en cuenta que el método que sigue es genuinamente filosófico. Pues, en el fondo, no se basa en otra cosa que en examinar las razones con las que sustentamos nuestros juicios sobre lo que debe hacerse para, después, volver al mundo de la acción con mayor conciencia de las implicaciones y limitaciones de determinados principios éticos y, ojalá, con el ímpetu para buscar mejores principios que guíen la historia de búsqueda del bien en que consiste toda vida humana, en inmejorable expresión de MacIntyre.

El contenido del libro, en cambio, es otra cosa, sutilmente complaciente y tanto más discutible en cuanto imperceptible, pues sus opiniones no se apartan de la mentalidad mainstream. De hecho, más que rock star de la filosofía, filósofo público, pensador global o demás apelativos que le han colgado, para mí la mejor manera de entender quién es Sandel, qué representa y por qué cae tan bien sería catalogarle como el héroe de la doxa. Me explico:

Si contempláramos la filosofía contemporánea en forma de ciudad, diría que tiendo a percibir dos tipos de barrio en ella. Uno estaría conformado por distintas urbanizaciones monopolizadas cada una por sus respectivas escuelas de pensamiento (fenomenólogos, personalistas, genealogistas, realistas clásicos, marxistas y posmarxistas, hermenéuticos, existencialistas, pragmatistas, etc.) con sus discusiones ad intra y sus variaciones en cada escuela en función del autor al que sigan.

El otro tipo de barrio es mucho menos populoso y su censo se compone de todos aquellos pensadores que entienden la filosofía en clave escéptica, es decir, como una forma de pensamiento crítico llamada a cuestionar lo que aparenta estar fundado, proponer soluciones mínimas o modestas y mantener viva la duda acerca de cualesquiera propuestas, vengan de donde vengan. Quienes pueblan este barrio, en realidad, pueden proceder del otro o incluso tener allí su residencia familiar, ya que no se caracterizan tanto por lo que sostienen sino por cómo lo sostienen. En el fondo, si se quiere, son racionalistas y, ciertamente, no dudan del poder de la razón y la investigación para abordar los problemas que nos importan. Pero poco más les une.

Pues bien, el proyecto de Sandel es, justamente, un intento por rescatar una filosofía no escéptica. ¿Cómo? Recordando que existen opiniones consolidadas acerca de cómo manejar los dilemas (éticos, bioéticos, técnicos, políticos, sociales, económicos)… y quedándose con la que más place al público.

¿Mataría usted a un paciente dormido para quitarle los órganos y salvar, así, a cinco personas? No, por supuesto. ¿Sacrificaría la vida de un niño inocente si con ello un terrorista confesara la ubicación de una bomba? No, por supuesto. ¿Por? Porque actuar así, señala Sandel, pisotea la dignidad y los derechos.

¿Sabemos qué son estos términos? No, por supuesto. ¡Pero no importa! Su sola mención invoca una doxa dominante, una opinión extendida —aunque no suficientemente comprendida— contra la que nada se puede decir. Y, al igual que un político mediano, Sandel no está ahí para llevar la contraria al público, sino para proponerle un ejercicio de demolición controlada: piense usted para, luego, seguir pensando igual, aunque con una certificación de buena voluntad y mejores sentimientos.

Para muestra, un botón. En 2007, Sandel publicaba Contra la perfección, un interesante ensayo sobre los riesgos de la manipulación genética. En una entrevista concedida entonces, decía: no tengo nada en contra de la cirugía estética (¿agradar al público? hecho), pero sí de su uso para fines no médicos (¿agradar al público con conciencia social? hecho); propongo que los doctores que ejerzan así la medicina, no pensando en la salud pública sino en su propio enriquecimiento, devuelvan el dinero que costó su educación (¿aplauso de la élite populista? hecho).

Obviamente, Sandel no tiene en cuenta que la educación pública no es un “regalo” de la comunidad sino un servicio financiado con el dinero que, antes, se nos ha extraído, un detalle que desactiva de raíz su propuesta. Pero da igual: su modo de expresarse tiene la dosis adecuada de crítica (cirugía estética sí, cirugía de capricho no) y de beneplácito populista (el dinero público sólo debe usarse para fines públicos). Una fórmula ideal para el tipo medio de nuestra época, que quiere ser rebelde con el sistema pero sin salir del sistema.

Un pensador como Sandel le ofrece a su mente la droga perfecta: la oportunidad de ser crítico con algunos aspectos de nuestra convivencia al mismo tiempo que nutre a ese mismo sistema y lo legitima tácitamente.

En el fondo, y al margen de sus aciertos —que, ojo, son muchos— los argumentos de Sandel no pasan de provocar el golpe de efecto de otros eslóganes simplones pero tremendamente efectivos, del estilo “el mercado global necesita una ética global”, o “como la universidad es una institución social debe servir a la sociedad ejerciendo acción social”, o “las empresas deben devolver a la sociedad parte de lo que la sociedad les ha dado gratis”.

Son tantas las objeciones que pueden plantearse a este tipo de argumentos —¿desde cuándo se define la Universidad por ser una institución social? ¿por qué el mercado necesita una ética antes que marcos legales claros, aunque sean diversos?— que uno no sabe ni por dónde empezar. Pero da igual, pues su efectividad no se basa en su sofisticación sino en su simpleza y en la anáfora, esto es, en la repetición de ciertos términos cargados de valoración positiva (público, global, social) que nublan el juicio del oyente llevándole mecánica y rápidamente a conclusiones claras de las que puede tardar muchos años en librarse, si es que lo logra algún día.

Para eso son necesarios los filósofos “molestos” de la otra barriada, esos escépticos que raras veces se dejan cautivar por las ideas comúnmente aceptadas y con los que es difícil mantener una conversación continuada, pues no tardan mucho en interrumpir el parloteo con contra-argumentos, experimentos mentales, e interpelaciones de todo tipo (no lo tengo tan claro, ¿por qué sí?, esto habría que estudiarlo más, ¿desde qué punto de vista?).

Como decía, estos filósofos no son muy numerosos, y no son escépticos en toda materia y todo el tiempo. Hume resumió muy bien esta postura en el Tratado de la naturaleza humana (1739-1740) al exponer la duda escéptica respecto a los sentidos y concluir que, en cualquier caso, “estoy seguro de que, sea cual sea la opinión del lector en este preciso instante, dentro de una hora estará convencido de que hay un mundo externo y un mundo interno”.

Parafraseando a Gabriel Zanotti, el escéptico no tiene por qué creer en su propio escepticismo, pues la razón puede dudar de lo que sea, pero en la vida cotidiana se vuelve a creer en todo aquello que no puede demostrar con rotundidad como filósofo (el mundo externo, el propio yo, los demás, que el sol va a salir mañana…).

Por eso, pocos filósofos fijan su residencia permanente en el barrio escéptico. Y, además, hay entre ellos gradaciones en cuanto a la intensidad y radicalidad de su escepticismo, de ahí que sea difícil listarlos de manera exhaustiva. Lo más corriente es que te los encuentres a medida que estudias o profundizas en un tema. A mí me ha ocurrido con Chandran Kukathas y su reticencia ante la pretensión de controlar la inmigración, con Norberto Bobbio o Robert Talisse cuando discuten los aspectos normativos de la democracia, con Michael Oakeshott y su recelo de la política utopista, obviamente con David Hume y su crítica de la religión natural… Gracias al stop que todos estos incordiadores profesionales plantean a la normal circulación de ideas, es que la opinión pública va siendo pacientemente horadada hasta que, quién sabe, algún día puedan emerger nuevas y mejores ideas…

Creer a ciegas o creer con cautela

Obviamente, no sólo de duda vive el hombre, sino también de creencia, que diría María Zambrano. ¿Cómo es, entonces, que la historia del pensamiento está jalonada de crisis escépticas?

Puede ser que, en realidad, el creyente que no duda no lo sea de verdad. Pueda ser que cada época deba reconstruir la malla de ideas que hereda de la anterior. En modo alguno se trata de una empresa fácil, pues las ideas van entretejidas con experiencias, sentimientos y el sedimento de la Historia. Pero, en realidad, cada época tiene sus razones para dudar, de modo que, para contestar a la pregunta anterior, habría que examinar a fondo cada período.

Si lleváramos a cabo este análisis en nuestro tiempo, quizá podríamos apreciar el correctivo necesario que representan aquellos que dicen “no sé” en medio de una sociedad crédula y saturada de corrección política. En una circunstancia así, ¿qué otra debe hacer el filósofo sino dudar?

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Buenos Aires, 1979. Soy "profesor de Filosofía" (los demás juzgarán si soy "filósofo") en la Universidad Francisco de Vitoria, y trágica e inevitablemente atraído por el pensamiento político, la ficción audiovisual y literaria y, como aficionado, por la música rock. Inspirado por Hannah Arendt, lo que más me interesa es comprender. Lo que más detesto, la palabrería y los tópicos.

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