Levanté los ojos del periódico al escuchar a dos en la mesa de al lado vociferar salivazos de mal gusto. Gesticulaban con violencia no sé qué de Cataluña, remarcando, con saña patria, la “ñ” de mi vida y de la suya, y arrojando con desdén un manto rojidualdo sobre tierras aragonesas. ¡Qué feas las caras, qué horrendas expresiones! Después, exigieron la cuenta en castellano y la trajeron tal cual fue pedida, sin “ejques” ni acentos malsonantes (así supe que la cafetería no se había proclamado madrileña), y se marcharon, a paso altivo y seguro.
Volví a la lectura de sandeces de un parlamento, molesto por la interrupción, y de nuevo abandoné el artículo por las imprecaciones de los del otro lado, en catalán. A saber; por las imágenes que dibujaban sus mejillas mientras señalaban en dirección a los anteriores, adiviné algún insulto y nada más. Cuando hubieron vomitado toda ira, rogaron de buenas maneras la cuenta del camarero, en castellano, que en castellano se la trajo (así supe que Madrid no estaba en Cataluña), dejaron algo de propina y se marcharon también.
Me quedé solo en la terraza, algo triste porque yo no tenía nada que proclamar. A lo menos un bostezo que se me escapó cuando terminé de leer unos renglones inauditos (políticos que iban a desobedecer las leyes que políticos habían forjado). Y decidí hacer del bostezo mi bandera.
En la calle las farolas bostezaban sus últimos tonos anaranjados (poco antes había amanecido). Anduve cuatro pasos y cogí el metro, en que los sentados se dormían y quienes yacían en pie se tambaleaban graciosamente; los que salían en las paradas lo hacían a paso trémulo y despaciosamente. La mujer de delante, que leía el mismo periódico que yo, pasó al ritmo de las páginas de carcajear sonoramente, y luego de encolerizarse a la siguiente, a bostezar profundamente y con desgana, como un hipopótamo existencialista. Y cuando se le cayó el periódico identifiqué la misma noticia del Parlament, de bomberos y pirómanos en derredor de un micrófono. ¡Cosa absurda, pero en manera alguna aburrida!
No entendí la pandemia de que yo también era víctima hasta que cotilleé por encima del hombro las labores de un niño que se sentaba a mi lado. Escribía en un libro que parecía un diario: bajo la cuartilla de la izquierda, intitulada industrialmente “Día 21”, figuraba en letra caligráfica: “Véase día 4, página 14“, y en la de la derecha, bajo el lema “Día 22” inventaba el poeta algo que empezaba con la locución: “Remisión a…“, según me dejó ver la mano con que hacía danzar el lapicero.
Salí del metro y llegué a mi biblioteca, la de todos los días de siempre, la del 4 y la del 21, y allí me encontré sólo a dos de los sabios de luenga y canosa barba habituales. Para gran sorpresa mía, dormidos a ronquido enjundioso sobre la mesa, entre muchos libros aún cerrados. Cuando pregunté al bibliotecario me dijo que los demás abandonaron hastiados porque nadie les escuchaba y los niños les rebatían a piruletazos.
Entonces me desperté de súbito. Gracias a Dios, el libro trataba realmente de filología acadia. En el cuerpo, esa peculiar sensación de temor, de extravío, que se tiene frente a lo extraño. Traté de recobrar la percepción de la realidad; me pellizqué comprobando que de veras velaba y salí al poco porque, sinceramente, se me fue la fuerza en un bostezo. Hacia la puerta de salida, en un corcho colgado en la pared, un cartel que rezaba: “siento, luego existo“, firmado por “Un español del siglo XXI“. Me fui cabizbajo y no volví a bostezar en todo el día.